El sexo no entiende de razas ni colores

Soy una mujer casada, de 45 años, tengo un hijo y un marido extraordinario, que es demasiado bueno conmigo. Es director de una empresa de Sevilla, y tiene muy buenos ingresos. Yo también trabajo en un empleo excelentemente retribuido —prefiero no mencionarlo, ya que serviría para identificarme.

Vivo en un chalé situado en las afueras de la ciudad. Cuando salgo del trabajo, acostumbro a ir a la compra como cualquier ama de casa. Los jueves ponen un mercadillo, en el que se vende de todo y muy barato. Este día me di una vuelta por allí, con el fin de comprar algunas cosas: un comedero para los canarios y juguetes para mi niño.

Al llegar, me encontré que se hallaba casi vacío de clientes, pues se estaban desmontando los puestos. Llegué a uno que atendía un muchacho de color, que debía contar unos dieciocho años.

—¿Qué desea, señora? —me preguntó.

—Nada. Estáis recogiendo. Mejor vendré otro jueves.

—Espere, por favor; yo a usted le despacho aunque tenga que montar de nuevo todo este tinglado... Oiga, ¿quién se ha muerto en el Cielo para que hoy se me aparezca a mí la Virgen «enlutá»?

(Yo iba vestida de negro, pues hacía poco que se me había muerto un hermano. Y como habréis apreciado, él debía llevar bastante tiempo en Andalucía, pues tenía algo de nuestro salero.)

El negro me dijo muchas cosas bonitas:

—Si la belleza se encarcelase, ¡tendría usted cadena perpetua!

—Calla, chiquillo, que estoy casada; además, tú eres demasiado joven para meterte con las mujeres mayores.

—¡Vaya marido con suerte que tiene usted!

Ya no quise hacerle caso. Recogí lo comprado y me dirigí a mi casa. Pero, no había ni andado unos veinte metros, cuando los comederos de los pajarillos se me rompieron en las manos. Esto me dio tal rabia, que no dudé en volver hacia atrás. Encontré que el vendedor ya lo había recogido todo.

—¡Usted es un grosero! ¡Esto no vale para nada... Me ha engañado! —le grité a la cara, actuando como una gata furiosa—, ¡Con tus piropos me diste gato por liebre!

—¡No, señora! ¡El puesto es suyo, si lo quiere! —replicó él, mostrando una gran seguridad en sí mismo—. Coja lo que le apetezca, se lo suplico. Yo no le he engañado. Usted cogió los de muestra, y como se marchó tan de prisa me resultó imposible advertírselo.

—Lo siento...

—No lo sienta, ¡porque enfadada se pone usted más guapa, si ello es posible!

Siguió metiéndose galantemente conmigo; luego, me entregó lo que yo quería. Cuando me marché, las palabras de aquel joven de color se me habían metido en los oídos. Hasta el punto de que, aquella misma noche, me desperté dos o tres veces, siempre pensando en lo mismo. Como la cosa no se me quitaba con el paso de los días, terminé diciéndome:

—¿Qué me está ocurriendo? ¡Si es un chiquillo, y además negro! Yo amo a mi marido... ¡Jamás le traicionaría! ¡El sexo nunca lo he considerado algo importante! Tengo 45 años... ¡Soy una estúpida!

Lógicamente estas dudas se las oculté a mi esposo. La obsesión era más fuerte que yo misma. Llegué a la conclusión de que terminaría venciéndola. Pero me fue imposible. El jueves siguiente me pasé por el mercadillo. Me llevé a mi hijo.

—Señora, ¿se le ha roto otra vez el comedero? Oiga, ¿es éste su hijo? ¡Qué guapo es, parece un ángel!

Sus palabras me aturdieron de nuevo; mientras, no dejaba de devorarme con los ojos. Pero, ¿qué me había hecho llegar hasta allí? ¡Madre mía, me sentía perdida!

—Quiero unos lápices para el nene —susurré, sin saber de dónde me salían las palabras. De pronto, se puso a llover muy fuerte. No sabía dónde meterme. A la preocupación anterior, se unió la de proteger a mi pequeño. Sin embargo, él me dijo:

—¡Pueden guarecerse en mi coche! ¡Vamos, por aquí no encontrará ningún taxi! ¡Sígame, no sea «desaboría»!

Tuve que obedecerle, aunque no quisiera. Luego, no dejaba de caer agua, y el negro se ofreció a llevarnos a casa. Otra vez rechacé su ayuda, a pesar de que sabía que mi destino ya se encontraba ligado a aquel muchacho de color. Más tarde, en el momento de despedirnos, estuve a punto de invitarle a que entrase con nosotros, pero me frenó el pensamiento de lo que dirían mis vecinos y mi marido. Lo que sí hice fue quedarme con una tarjeta del sujeto que iba a ser mi perdición.

Al día siguiente por la tarde telefonearon a casa. Era de la empresa de mi esposo, comunicándole que debía trasladarse con toda urgencia a Madrid. La noticia consiguió que el corazón me diese un vuelco. Quise avisarle que no me dejase sola, porque un potro desbocado corría por mis venas. Sin embargo, de mi boca no salió ni una sola palabra, ni siquiera cuando le vi entrar en el coche. Me daba miedo quedarme sola.

Las horas siguientes me las pasé recordando al negrito: ¿Tendría padres o acaso sería huérfano? ¿Cómo amaría... tal vez de distinta forma que los blancos... o sería más salvaje y brutal?

El sábado era mi día libre. Conseguí que mi madre se llevara a mi hijo, y así quedé libre para realizar todas las investigaciones que necesitaba. No obstante, antes de salir de casa, sonó el timbre de la puerta; fui a abrir y... ¡casi me mareé de la impresión que me causó verle allí!

—Pasaba por aquí y he querido saludarla. ¿Qué tal está su nene?

Le respondí con monosílabos. Creo que mi parquedad le espantó. Y cuando le vi alejarse, no resistí la tentación de invitarle a tomar un café en el interior de mi casa. En mi cabeza y en mi sexo se estaba librando una batalla terrible. Luego de servirle la bebida aromática y tan oscura como su piel, encendí la chimenea. Le escuché hacer un comentario sobre el lujo que nos rodeaba, y le contesté con cierto despecho:

—Esto es el fruto de mucho sacrificio.

Me di cuenta de que me había pasado, por eso puse un poco de música. Era un ritmo lento. El negro se las sabía todas. Nada más que me ofreció sus brazos, yo los acepté para iniciar un baile muy apretados. Mi cuerpo tembló desde las uñas de los pies hasta el más alto cabello de mi cabeza...

En el momento que intentó besarme, le opuse resistencia. Fue inútil. Su lengua alcanzó mi cuello, mis orejas, mis mejillas y la comisura de los labios. ¡Y yo que me creía una frígida!

—¡Voy a amarte día y noche, mi princesa vestida de negro! ¡Abre tu boca y dame la lengua!

Tuve que complacerle. Luego, me quitó el sostén y me comió los pechos y el cuello. Nos desnudamos... ¡Su pene era algo fabuloso! En el sofá me comió el coño y me corrí dos veces. ¡Hacía más de diez años que no lo conseguía con mi marido! Por eso comencé a llorar de felicidad, loquita.

Le clavé las uñas en la espalda, y le hice daño. Pero él ni se inmutó. Bastante tenía con seguir trabajando mi vagina, arrancando placeres infinitos. Hubo momentos que creí que iba a romperme la columna vertebral. A pesar de sus dieciocho años, poseía una experiencia de sabio del erotismo; además, me decía unas palabras bellísimas y apasionadas.

Sería injusta si le tachase de violento; al contrario, me acariciaba con una ternura exquisita, lo que no era obstáculo para que yo me notase plenamente invadida, dominada y presa de sus caricias. Hasta que me sentó encima de sus ingles, para clavarme aquella maravilla de ébano, larguísima y gruesa... ¡con qué delirio cabalgué sobre tan gloriosa montura!

Me sentía tan despendolada, que no me importó gritar, aullar y soltar mil palabrotas. La idea de que yo era una golfa me divertía, me hacía distinta y confería nuevas alas a todas mis posibilidades de goce... No sé si le ocurre a todos los negros, pero su piel se me resbalaba al intentar apresarla, igual que un pez cuando pretendes sacarlo del agua... ¡Repentinamente, le pegué un mordisco en los labios, haciéndole sangrar, y me volví a correr: siempre conquistando placeres mayores que los anteriores! ¡Al instante, él se entregó a la eyaculación!

Cuando finalizamos, quise que se marchara, pero el negro me convenció para que telefonease a mi madre, diciendo que me iba a cenar con unas amigas. Así, pasamos toda la noche juntos, sin la preocupación de que pudiesen traer a mi hijo. En cuanto comimos algo ligero, retornamos al trajín de la cama. ¡De nuevo el delirio, la perfección, la osadía y todas las obscenidades que jamás me había atrevido a afrontar junto a mi marido!

A eso de las tres de la madrugada, me levanté. No era capaz ni de moverme: las piernas se me doblaban, porque a mis cuarenta y cinco años tantos clímax me habían consumido. Entré en el cuarto de aseo a defecar. Y estando sentada en la taza del retrete, entró el chiquillo negro y se puso a mirarme en el espejo. Luego, se acercó y empezó a acariciarme la nuca. Volvió a ponerme caliente otra vez. Su pene se endureció. Me lo colocó en la boca, y me entregué a mamárselo con fruición...

Súbitamente me hizo una propuesta escalofriante: limpiarme él mismo el ano antes de que yo utilizase el papel higiénico. Me dio mucho asco; pero su voz era convincente, y ya habíamos llegado a unos extremos que no nos podíamos negar nada —creo que en el sexo todo resulta válido, siempre que se realice con el mutuo consentimiento de los dos amantes—. ¡Su lengua en ese agujero sucio, me resultó demencial, electrizante y adorable! ¡Nunca, nunca, había gozado tanto! ¡La limpieza fue total, estimulante y amantísima!

Creo que en medio de tanto exceso, llegué a saber con certeza que mi frigidez no era culpa del hombre con el que estaba casada, sino de mi falta de sinceridad. Mientras, me consumía de tantos orgasmos...

Acto seguido, me pidió que me colocase con las manos apoyadas en la taza del retrete, porque iba a sodomizarme. Sentí mucho miedo. Esto no supuso ningún obstáculo, ya que me penetró con todo su armamento. Y antes de que se corriera, me lo llevé a la boca: ¡aún con restos de mis excrementos, lo mamé con una devoción de esclava enamorada!

Finalmente, devolvió su espada a mi ano, metiéndomela hasta lo más hondo... ¡Del gusto estuve a punto de cagarme! ¡Guarra, golfa, puta y todos los calificativos que se os ocurran: mucho más me dediqué yo! A la vez, no cesaba de suplicar y de gritar: ¡qué polvos, madre mía!

Ahí no quedó la cosa, porque disponíamos de mucha imaginación y él se hallaba en la plenitud sexual. Me dedicó todo su saber y su vigor, hasta que nos despedimos a eso de las cinco de la madrugada. Y me quedé sola.

No sentía ningún tipo de remordimiento. ¿Por qué no podía amar a mi marido y a este chiquillo negro? ¿Con qué derecho iba a prohibírmelo una sociedad hipócrita que antes había asistido in-diferente a mi frigidez? Pienso que las leyes debían concedernos el derecho a ser felices, y la mejor forma de conseguirlo, no hay duda que está en derribar todos los tabúes sexuales.

Cuando he encontrado el «pájaro de la juventud» en este chiquillo de color, ¿he de prescindir de su disfrute porque «está mal visto»? Mientras me dure este golpe de fortuna —llevo relacionándome con él desde hace varios meses—, no dejaré de aprovecharlo. Soy inmensamente feliz.

Por eso, apoyo toda la ideología de las «milRelatoseroticos», señor Director. Necesitamos luchar por la libertad sexual más plena. Es imprescindible que nadie entorpezca nuestro camino. Acepte mis felicitaciones y mi ánimo incondicional.

María del Carmen - Sevilla

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