Ella pertenece a todos

Me salvé del tormento de un amor desgraciado gracias a Gloria, que supuso para mí la alegría en todos los sentidos debido a que era una criatura siempre feliz y radiante. Cuando le dije que, luego de permanecer dos semanas pasadas a su lado, me estaba enamorando como un colegial, ella fue muy explícita.

Con la dulzura que imprimía a cada gesto y a cada una de sus palabras, me explicó que no me amaba. «Pero ésto jamás ha de llevarte a suponer que voy a dejar de salir contigo, Aníbal.»

¿Verdad que el mundo está lleno de «calienta pollas» que hacen de todo por que un hombre se enamore de ellas, para concederse luego la satisfacción de dejarle, echándoles a la cara que no les importa nada? Si nunca habéis encontrado una de esta clase, alegraros — creedme— porque resulta mejor tropezarse con un hambriento cocodrilo.

Pero Gloria resultaba distinta, tanto que fue maravilloso conocerla y salir con ella. Para charlar, llevarla al cine o a la cama, pues era casi la misma cosa. Gracias a que ella sabía follar de mil maneras distintas, en ocasiones aprovechando el simple hecho de estarnos besando. No obstante, concedía pocas ilusiones o quizá las concedía todas. Resultaba de una honestidad increíble. No habría mentido a un enfermo de cáncer, hasta tal punto llegaba su sinceridad.

Aquella criatura era una mujer bellísima de rostro, pues se la podía mirar durante media hora sin aburrirte, en silencio e incluso después de haber follado. Durante ese momento en el que normalmente los hombres deseamos pensar solamente en el ajedrez, si somos cultos; en la política, si somos unos individuos comprometidos socialmente; o el fútbol, si definitivamente estamos hartos de los «rollos» de la vida.

A Gloria se la podía contemplar durante una hora de lo cambiante que resultaba. Lo suyo no podía considerarse un rostro sino una pantalla cinematográfica, sobre la que se proyectaba desde el interior una película erótica, de la cual se podía escuchar incluso el fondo musical. Porque sus ojos constituían una partitura de lo más caliente. Yo la miraba durante mucho tiempo, me quedaba mudo y, al fin, me sentía feliz, pagado y sin angustia.

Si se quedaba desnuda, como a menudo ocurría en casa, mirarla podía resultar peligroso. Se arriesgaba uno al infarto o a la locura. Me ofrecía un cuerpo perfecto, uno de esos paisajes anatómicos en los que se puede leer el alto valor de la sensualidad. Me he encontrado sobre regazos de mujeres, viendo chuminos. Se puede sobarlos y gozarlos en la oscuridad de la noche, bajo las sábanas; pero sin mirarlos a la luz, porque recuerdan con exceso lo animalesco que alienta en todos nosotros.

Sin embargo, el regazo de Gloria siempre me parecía divino, en el sentido de que advertía claramente que había sido diseñado por un dios amable o por una diosa hija de Venus. Yo contemplaba con admiración la mancha castaña y suave, que apenas cubría los espléndidos pliegues de los labios mayores de su coño. Y me quedaba fascinado, en una actitud reverencial.

A Gloria la conocí en casa de un amigo, donde acudí una noche que no sabía qué hacer. Llegué allí por casualidad, y me encontré con aquella mujer maravillosa. Desde el principio ya no logré separar la vista de su persona. La amé de una forma extraña, sin celos. Cosa que yo entendía, porque estaba claro que se acostaba con mi amigo.

Con otra mujer, de haber sabido que tenía un amante así, me habría sentido celoso hasta la neurosis. Recuerdo que la estaba mirando y, de pronto, ella empezó a fijarse en mí. Desde el primer momento, según me explicó más tarde, sintió por mí una simpatía instintiva que no quiso frenar. Por este motivo me pidió que le acompañase a casa dándole un paseo en mi coche.

Antes de aceptar, eché una ojeada a mi amigo con el fin de comprobar lo que pensaba. Le vi sonriendo como si la cosa no le preocupase ni lo más mínimo. Pensé que a lo mejor estaba cansado de ella. De nuevo le eché una mirada; en esta ocasión con estupor, sin entender cómo un hombre simplemente humano podía cansarse de una diosa que a mí me parecía extraordinaria.

Después, Gloria se levantó del sillón, me cogió de la mano y ya no tuvimos mayores preocupaciones que las de permanecer consciente de nuestros gestos y acciones. Por mi parte, no quería llegar a besarla delante del otro.

La llevé en mi coche a su casa, y ella me invitó a subir a tomar una copa. Entré en su apartamento, bebí un whisky, me senté en el sofá y bebí otro. No dejaba de mirarla asombrado de que una mujer pudiera se tan maravillosa que llegaba a oscurecer los cuadros de la pared que eran fabulosos. Ella me sonrió, se fue a su cuarto, y volvió llevando un casto y larguísimo camisón de seda negro.

—¿Vas a dormir aquí o tienes otra cosa que hacer? —me preguntó con los ojos bajos, acaso para no producirme un vértigo sexual—. Porque no sé si te habrás dado cuenta, Anibal, de que me gustas mucho.

Que yo gustaba a las mujeres, esas que conoces por la calle, en una reunión o en una oficina, ya lo sabía. Contaba treinta años, estaba bien hecho, resultaba bastante guapo y culto; además, mi posición social podía considerarse sólida. Pero las diosas siempre me habían fallado hasta aquel momento.

El hecho de haber hecho diana en una criatura tan excepcional me emocionó. Pensé o mejor diré que vi en un relámpago que tal vez con una auténtica diosa me podría fallar el físico. Acaso cuando me encontrase echado y desnudo cerca de ella, tan hermosa y luminosa, no sería capaz de hacer nada más que mirarla estático entregado a un silencio espantoso.

«Tanto peor para mí», tuve la fuerza de decirme. «¡Jamás se me presentará una ocasión como ésta!»

—Dormiré aquí contigo — balbuceé.

De verdad que tuve miedo, debido a que no se juega impunemente con las diosas.

Luego, en la cama olvidé todos mis temores... ¿Cómo se podía fracasar con ella? Era imposible no desearla desesperadamente. Y me sentí igual que un héroe griego, porque sólo un Ulises o un Aquiles podía dar y recibir tanto placer. Un goce que se infiltraba en cada célula de mi cuerpo y en cada rincón de mi mente.

Pero Gloria parecía gozar también, sin falso pudores, y pidiendo casi descaradamente lo que quería que la hiciese. Y lo deseaba todo. Sentía un verdadero culto por su cuerpo, una adoración por su cuerpo mágico increíblemente perfecto. Cuando al cabo de dos horas me tomé media hora de pausa necesaria, ella se levantó del lecho y, sonriendo enigmáticamente, se sentó en una silla delante de mí, y continuó y feliz proporcionándose aquel placer que le transfiguraba el rostro.

La vi gozar tanto consigo misma, con los ojos fijos en mí, que comprendí lo mucho que nos necesitábamos. Entonces, a merced de unos espasmos orgásmicos que no parecía cesar nunca y que la descomponía toda, la escuché murmurar:

—¡Necesito que me chupes toda durante el tiempo que puedas aguantar! ¡Dime que lo harás ahora mismo!

Si me lo hubiera propuesto otra me habría parecido una mujer vulgar, pero ella no tenía nada de eso. Gloria me lo pidió con intensidad, con una violencia real, con una sinceridad que nacía de lo más profundo de su ser. Resultó una frase hasta poética. Me levanté, la tomé del brazo, la llevé a la cama y la chupe desde las puntas de los pies hasta el cabello más alto...

Después, en el mismo instante que me volví a notar dentro de ella, sus paredes vaginales se cerraron a la manera de las valvas de una lapa que lucha porque el oleaje no la arranque de la roca a la que se halla aferrada. Permanecí así unos minutos, gozando de la posesión y de la belleza de aquel rostro que se había vuelto hacia un lado, con los ojos cerrados y suspirando profundamente.

—Si no fuera por la forma tan «prieta» como te has calzado mi picha tendría que decir que te has quedado dormida, diosa. ¿Vas a moverte... o lo tendré que hacer yo todo? — bromeé, aunque sabía que ella cumplía a la perfección el papel con el maravilloso funcionamiento de su coño.

Ya la mantenía con las piernas abiertas, sujetándoselas por los tobillos y se la estaba clavando a fondo. Me dediqué a realizar los vaivenes de dentro a fuera y de arriba a abajo, procurando que el clítoris quedase en contacto con cada una de las fricciones. Al mismo tiempo, Gloria colaboraba perfectamente en la follada para sentirnos completamente conjuntados.. ¡Un solo cuerpo a la búsqueda de un placer para dos!

Sin esperar mi respuesta, comenzó a apretarme los cojones con unas acciones convulsivas. De pronto, se entregó a la felación. Un fuego en aumento empezó a arder en mi escroto, erizó los vellos de mis genitales y prendió varias luces en mi mente. La eyaculación estaba tan próxima, que me dispuse a tomar la iniciativa, pues consideraba que era demasiado pronto para soltarla.

—¡Mi diosa, vas a tener lo que deseabas! ¡Claro que será a mi manera! —dije, retirándola con delicadeza—. Voy a sodomizarte... ¿Estás preparada?

—¿Es que quieres cachondearte de mí? ¿Cómo me preguntas algo así? ¡Me encuentro lista desde el primer momento! ¡Cómo lo deseo!

Se tumbó en la cama, completamente ofrecida, y se la hinqué en el centro del ano. No tuvo que ayudarme, pues mi capullo estaba imantado por aquella raja tan divina.

Había acompañado las palabras con distintas posiciones sobre la polla, debido a que giró alrededor de la misma y se colocó dándome la cara o la espalda. Poseía una anatomía culera muy especial, que le permitía cerrar el ano como una prensa o un «cepo». Capaz de «devorármela» en un ordeñe que preparaba el esperma, lo hervía y lo iba dejando listo para la eyaculación.

—Es lo mejor para finalizar una jornada larga y apasionada —me dijo, empezando a agitarse en el balanceo precursor del orgasmo—. ¡Me frotas los esfínteres de tal manera que llamas a las puertas de mi calentura... como nadie! ¡Cariño, te tengo siempre poderoso y dispuesto!

Ya no nos concedimos tregua, en función de que aplicamos todos nuestros esfuerzos en obtener el máximo placer. Los genitales «echaron humo», se golpearon y friccionaron sin descanso. Fue un acto de puro «canibalismo» sexual, en el que ambos buscábamos lo mejor del otro. Los demás amantes nos habían servido para tener la certeza de que éramos capaces de conquistar a los mejores. Con el fin de volcar la experiencia, luego, en nuestras folladas. Llenas de imaginación, fuerza y resistencia.

También un gran amor y una admiración sin límites. Mientras, nos acariciábamos, nos besábamos y proseguíamos «ajustados» a través de una penetración que nos mantenía convertidos en una «sola persona». Merecía la pena todo lo que habíamos vivido anteriormente, ya que nos estaba sirviendo para comportarnos como unos campeones.

Cuando me disponía a eyacular, Gloria me empujó suavemente. Abandoné la enculada y, curiosamente, me encontré soltando la leche en sus tetas y en su cuello... ¡Cómo no había hecho con ninguna otra mujer! Una conquista que sirvió para animarme mucho más, porque me sentía en el paraíso...

Durante dos semanas acudí todas las noches al apartamento de Gloria; pero ella parecía tener otras ambiciones. Al séptimo día, cuando me dijo que iba a pasar la noche a casa de mi amigo, el que me la había presentado, sufrí al comprender que me estaba enamorando de ella. La vi a la noche siguiente y se lo confesé con un arrebato que me asombró a mi mismo. Pero Gloria no descompuso su expresión de diosa. Se limitó a sonreír y me dijo con un tono persuasivo:

—Mira, Aníbal. —Ya estaba toda desnuda y ofrecida—. No puedo ser de un hombre sólo... Sería totalmente injusto, tienes que comprenderlo. Le gusto a muchos... ¿Cómo iba a hacer infelices a tantos para convertirme en la alegría de uno solo?

Tengo que ser del que me merezca, como tú, por ejemplo, que eres un hombre tan valioso como pocos de los que he conocido... Esta noche seré tuya, completamente tuya. Y te amaré. Pero, mañana, seré de otro que valga lo mismo que tú... ¡me entregaré de una forma absoluta! Quería que lo comprendieses....

Comprenderla resultó fácil, aceptarlo me fue muy difícil. Sin embargo, con un gran esfuerzo de voluntad, lo conseguí. Ahora la veo una o dos veces a la semana. Los demás días la olvido o, al menos, lo intento con todas mis fuerzas...

ANIBAL - MADRID

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