Maravilloso sexo rectal

Llevo casado desde hace seis años. Mi mujer tiene un cuerpo soberbio, con unas tetas espléndidas, de buen tamaño y firmes; nalgas que a pesar de sus treinta años no acusan la menor huella de celulitis y un vientre muy plano, que no han alterado las dos maternidades. Y su coño se halla semi oculto por una pelambrera castaña que le obliga a depilarse antes de ponerse un traje de baño moderno.

Le gusta en especial cabalgar sobre mí cuando se encuentra sentada en su silla de tipo «emmanuelle». Pues dice que esa posición le permite masturbarse con mi verga al frotarla sobre su clítoris y su vulva. Para mí resulta también bastante excitante poder contemplar sus dos pezones, agitándose y saltando delante de ella. Basta con que la reclame, sentada como está, y me meta una de sus tetas en la boca como si fuera un bebé.

Una de las posiciones ideales para mí es la de pie y teniéndola a ella bien acomodada en la silla. Mi polla va y viene en su chumino y, con un pequeño salto, hasta consigo meterla entre sus tetas palpitantes. Jamás deja de acompañar mis movimientos gruñendo de una forma animalesca. Al mismo tiempo, me es posible masajearle las tetas apretándoselas a mi gusto; acariciarle el ano o el clítoris, para ofrecerle un doble placer. Me refiero al que se alcanza a través de los sentidos más directos: el tacto y los ojos.

Cuando le practico un cunnilingus, Juana no se retiene lo más mínimo. Me tiende el vientre, apretando las nalgas, y arquea el cuerpo entero, Para finalizar mojándome el rostro con un auténtico arroyo de licor vaginal. Gracias a que ha nacido para disfrutar del Sexo.

Sin embargo, a lo largo de los seis años de matrimonio, nunca habíamos realizado el amor rectal o anal. Tampoco mi mujer se había masturbado delante de mí. Cuento esto para demostrar a los lectores de «milRelatoseroticos» que todo puede ocurrir en la vida sexual de una pareja que se mantiene unida.

Por poco que se sigan las pautas de la naturaleza, el tiempo, la paciencia y el puro azar llegan a conseguir que, de pronto, aquello que empezaba a parecer una rutina insalvable se convierta en un frenesí que nos lleva a los dos al paraíso.

Hace algún tiempo, durante una siesta dominical, me desperté por culpa de un calor húmedo que provenía de mis testículos. Juana me estaba empezando a chupar y a masturbar dulcemente. Abrí los ojos y me dejé llevar a la silla de caña, materialmente vestido porque me había echado en la cama pensando en dar unas cabezadas.

En aquel asiento que ambos habíamos convertido en nuestro trono sexual, yo la fui desnudando. Después, ella me presentó su coño y su ano, a pocos 20 centímetros de mi rostro. El hecho de contemplar su intimidad en un plano tan cercano, el aroma de hembra en celo que emanaba todo aquel conjunto y la presión de su humanidad, de su lengua y de sus labios, no tardaron en llevarme a un estado  «terrible» de excitación.

Al cabo de unos momentos ya le estaba acariciando y chupando, y mi mujer se dispuso a gozar un montón de veces. Mi rostro se quedó mojado por el jugo que destilaba su chumino, cuya pelambrera se pegaba en crenchas. Mientras, su entrepierna y el interior de los muslos relucían de sudor y de secreciones vaginales. Mis dedos se hundieron sin el menor esfuerzo en sus labios vaginales, tan abiertos y palpitantes. Sus nalgas se hallaban viscosas al haberlas yo manoseado tanto y haber resbalado por ellas los propios líquidos que no dejaban de fluir.

Entonces se produjo la maravilla, ante mi gran alegría. Juana me introdujo lentamente su dedo corazón en el ano. Nunca habíamos hecho eso antes. Repentinamente, abandonamos todas las otras actividades sexuales, sin decir ni una sola palabra y conteniendo el aliento.

Cuando su dedo estuvo bien encajado en mi galería culera, ella cambió de posición en la silla sin moverlo y se colocó de lado.

No sé qué extraño «pudor» le llevó a cerrar los ojos, como si no se atreviera a mirarme directamente. Luego, empezó a mover el «invasor» rectal de dentro a afuera, proporcionándome un tremendo placer... ¡Era la maravillosa utilización de mis esfísteros, algo que no debía ser «únicamente» la llave del placer de los homosexuales!

Al cabo de cierto tiempo, cuando el goce se aproximaba a los límites de la eyaculación, la eché hacia mí y me encontré con la cabeza metida entre sus nalgas. Su ano redondo y rosado palpitaba delante de mi rostro. No pude retener la tentación, y le introduje la lengua en el recto como si una fuerza superior a mí me estuviera impulsando a cometer las locuras más insospechadas y despendoladas.

Luego, le fui clavando pausadamente la yema de un dedo. Ella se dejó masturbar; mientras, seguía brindándome la misma respuesta. Aquello me pareció de lo más delicioso. Y cuando me atreví a meterle tres dedos en el coñazo, la oí gritar como nunca. Gimió, jadeó y gozó con unos gritos roncos, desnuda de cualquier tipo de inhibición. Todo esto se fundió a un alarido único, debido a que los chorros de esperma que yo estaba dejando escapar le llegaban al cuello y a las tetas.

Los días siguientes no dejamos de actuar de la misma forma, siempre con dulzura y tomando las debidas precauciones para que ella no enloqueciera. He de confesaros que habíamos iniciado unas experiencias que a Juana la ponían «tan malita» que llegó a creer que era una ninfómana. Sin embargo, a medida que mejorábamos los resultados, ya no temimos actuar vigorosamente sin retenernos hasta alcanzar el goce final, definitivo.

No obstante, sin necesidad de decirnos nada, los dos estábamos deseando follar por vía rectal. Esta perspectiva nos excitaba muchísimo, por lo que tenía de estreno... ¡y de fruto prohibido y jamás experimentado!

Fue ella la que finalmente tomó la iniciativa. Una noche en que nos estábamos masturbando el uno al otro, muy excitados, se echó sobre mi vientre. Después, me ofreció sus dos tetas espléndidas, que apretaba una contra la otra. Al momento se dedicó a descapullar mi verga. Bruscamente cesó de masajearme, se colocó a caballo sobre mí, se dio la vuelta y se colocó a cuatro patas, en una posición «canina».

Respondiendo a una invitación tan descarada, empuñé mi polla y traté de clavarla en su coño que se me ofrecía ampliamente. Sin embargo, apenas había empezado a follarla, Juana me rechazó. Cogió mi cipote y lo hundió más arriba, en un espacio bastante estrecho que estaba situado entre sus nalgas. Luego, frotó mi glande contra su ano; mientras, agitaba sin parar su espléndida grupa blanquecina y apetecible.

Yo la empujaba con unos pequeños golpes, bastantes tímidos y prudentes por cierto. No obstante, ella me ayudó a forzar el avance, abriéndose de nalgas con las dos manos. Llegó un momento en el que mi meato se sintió dolorido, y a Juana también le causaba daño la nueva experiencia. Pero los dos nos hallábamos muy excitados, no sólo en el plano físico sino en el moral. Gracias a que acabábamos de adquirir la certeza de que estábamos a punto de franquear un pasaje misterioso que muchísimas parejas nunca se atreven a conocer. Ibamos a perder cualquier reserva.

Resultó una experiencia bastante larga, y nos concedimos mucho tiempo para lubricarnos con los jugos de su coño y de mi polla.

Acabé por introducir la mitad de mi cipote en su vientre. Lo considero la conquista más extraordinaria, tanto que me sentí apretado por una «mano» que me sostenía con firmeza el capullo y el tallo. En el instante mismo que decidí moverme, para dentro y para afuera, me vi obligado a detenerme en seguida ante el súbito temor de ir a eyacular demasiado pronto. Tan apretado me notaba en aquel alojamiento maravilloso.

Súbitamente me di cuenta de que tenía el brazo derecho doblado debajo de ella, y que nos estábamos balanceando casi imperceptiblemente hacia atrás y hacia delante. A la vez, una de sus manos se introducía en la pelambrera vaginal. Aquello supuso otra novedad... ¡Por vez primera mi esposa se estaba masturbando en mi presencia!

Juana continuaba sin retenerse en absoluto, y yo sentía su diestra moviéndose cada vez más frenéticamente. Dando sacudidas sobre su clítoris y con sus dedos penetrando en lo más profundo del chumino. De una forma indirecta también masajeaba mi polla al ampliar el conducto vecino.

Por último se dejó caer de espaldas, levantó las rodillas y separó ampliamente los muslos. Aquello fue otra novedad: se estaba llevando los dedos al coño para separar los grandes labios. Sus pelos retirados a cada lado me permitieron contemplar, a plena luz, toda su intimidad: el clítoris, los pequeños labios y el orificio vaginal. Luego, prosiguió masturbándose delante de mí, violentamente y con la boca muy abierta. Sus ojos agrandados por el gozo y sacudiéndose con movimientos que venían de sus riñones y de su bajo vientre. Gozó una enormidad y, más tarde, se quedó dormida en la misma posición.

Desde aquel día follamos más a menudo, en las posiciones ya experimentadas. Tenemos la impresión de haber llegado a un grado de intimidad sexual perfecto. El simple hecho de que ella se masturbe delante de mí, y que lo haga en la silla de tipo «emmanuelle», supone la prueba definitiva. Entre nosotros no existe una «barrera», porque la saltamos juntos. Ya todo nos parece posible...

JORGE - BARCELONA

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