Iniciación al sexo

Tengo veinte años en la actualidad. A los dieciséis solía flirtear con compañeros de mi edad, en su mayoría muchachos del colegio. Me tocaban las tetas o trataban de titilar mi clítoris, siempre de una manera bastante rústica. Y yo encontraba fantásticas ambas cosas y gozaba. Sin embargo, siempre lo realizábamos muy de prisa y al abrigo de algún lugar oscuro o en un portal. Mi vida sexual; no obstante, habría permanecido siempre en esta línea de no haber recibido la invitación de una compañera para preparar juntas nuestro examen de inglés.

Recuerdo que aquel atardecer cayó una tormenta de nieve, que me impedía volver a casa. Y los padres de mi amiga telefonearon a los míos para que me permitiesen pasar la noche con ellos. La suave temperatura de su cuarto y un vaso de leche con ron, que me hizo tomar al acostarnos —según dijo para cortar una gripe que nos amenazaba por habernos mojado—, me hicieron llegar a un estado especial en el momento que me acosté vestida con un ligero camisón que ella me prestó.

Mi amiga vino a verme y, después de cerrar la puerta con llave, se dedicó a acariciar mis tetas, y a continuación hundió su mano entre mis muslos. Pronto comenzó a lanzar pequeños gemidos. Acabó proponiéndome que yo hiciera lo mismo, y gocé en seguida. Me sentía muy bien, dándome cuenta de que deseaba tener cerca un hombre. Y se lo dije.

En seguida se levantó y fue a buscar a su hermano. Tenía uno año o dos más que yo. Cuando entró en la habitación, que estaba muy alejada de la de sus padres, mi amiga me obligó a acabarme la leche y el ron. Mientras tanto, le quitaba el pijama a su hermano, cuya polla ya estaba rígida. Seguramente se estaba masturbando cuando mi amiga fue a buscarle.

Ella me acarició quitándome las bragas húmedas y, al cabo de unos momentos, gocé de un tremendo orgasmo. Entonces, sin dudarlo, el hermano se echó entre mis piernas. Y antes de conseguir penetrarme, se corrió sobre mi vellosidad genital. Me sentí inundada. Cogí su verga dura, aunque no excesivamente grande —hago esta comparación según el tamaño de la que me ofrece mi amante actual—. Se la froté contra mi coñete, titilándome el botón del clítoris.

Pronto me di cuenta de que iba a gozar de nuevo, y coloqué la polla en el entrada de mi chumino. De un golpe me penetró. Grité de dolor y él se movió cinco o seis veces sin que yo sintiera el menor placer. Ni sus caricias ni las de mi amiga consiguieron calmar mi repugnancia.

Después de aquello, estuve mucho tiempo sin querer que se me acercara un chico. Prefería masturbarme sola en el cuarto de baño.

Un tiempo después de esta aventura, mis padres alquilaron en el Sur un hotelito para el verano. Allí pasamos todas las vacaciones.

La primera vez que fuimos a aquel lugar, estaban próximas las vacaciones de Navidad, y se produjo una avería en el cuarto de baño. Esto me permitió conocer al encargado del mantenimiento de los apartamentos. Se llamaba Mariano y era amable y eficaz. Reparó en seguida la avería. Como se había manchado bastante, mamá me dijo que le acompañara a lavarse; pero él, muy discreto, se excusó y prefirió irse lo más de prisa posible.

Me gustó su carácter, y mucho más su cuerpo, tan delgado y esbelto, y fuerte al mismo tiempo. Pasé toda la noche en la cama, pensando en él. Llegué a gozar tres o cuatro veces, de tal modo que no pude contener mis gemidos. Por lo que mi hermana pequeña se levantó temiendo que estuviera enferma.

Cada vez que íbamos a la casa del Sur me detenía un buen rato a hablar con él, y advertía que me gustaba cada vez más. En septiembre, fui allí unos días sola. Lo que hice fue avisarle para que me esperase en la estación. Lo hizo. Le abracé contenta de verle, y me emocionó su aroma varonil. Sentada a su lado, durante el camino de ida a la casa, traté de rozarle con mi cuerpo; sin embargo, siempre tan discreto, él se despidió de mi al pie de las escaleras diciendo que le avisara si necesitaba cualquier cosa.

A los tres días, fui a su piso con un pretexto cualquiera. Me invitó a un café, y charlamos de unas cosas y otras. Yo bebía sus palabras, debido a que el tono de su voz me turbaba. Traté de llevar la conversación hacia mis propias fantasías, sin conseguir lo que pretendía. Regresé cuarenta y ocho horas más tarde, y me contó algunas peripecias de su juventud.

Volví a la mañana siguiente, y le pregunté si podía descansar en su sillón pues estaba cansada después de jugar al tenis. Me contestó que sí. Mientras, dejé que se me subiera convenientemente la falda; luego, él me quitó los zapatos para que descansara mejor. Este momento lo aproveché para abrir bien las piernas de forma que él pudiera ver mi slip.

Entonces, me dijo que siempre le había excitado las bragas azules. Y ésto me emocionó tanto, que se me mojaron las mías. Le hice ver que el día anterior en la piscina, a pesar de mis voces de llamada, no me había visto. Por lo que se había perdido una buena ocasión, debido a que yo acostumbro a tomar el sol con las tetas al aire...

El hombre fingió un disgusto tan atractivo, que le prometí mostrárselos en otra ocasión. De repente, nos interrumpió una llamada, y lo aproveché para desabrochar varios botones de mi blusa. Cuando volvió, me eché mejor en el sofá y le invité a que se sentara a la cabecera.

Mientras me hablaba, se dedicó a jugar con mis cabellos; luego, me acarició las orejas, el cuello... Me contó la experiencia de un hombre de su edad — tenía casi veinticinco años más que yo— para dar placer a las mujeres. En aquel momento, su mano se acercaba cada vez más a mis tetas y, de golpe, me soltó el sujetador y me acarició los pezones saltando de uno a otro.

A la mañana siguiente, amaneció lloviendo y le llamé pretextando que se había formado una gotera en el salón. Le dije que abriera con su llave, porque yo no lo podía hacer desde dentro. Llegó con su mono de trabajo; y en cuanto le vi me abracé a él. Respiré su aroma con pasión, y noté su polla contra mi vientre. Le bajé la cremallera y se la cogí. Era de un tamaño desmesurado.

Me senté en el borde de mi cama, acariciándolo y contemplándolo con admiración. Y él me cubrió de caricias de la cabeza al vientre tembloroso. Gocé de un orgasmo sin poder retenerme. Entonces, él se agachó y me titiló el clítoris con la lengua, que estaba a punto de explotar como mis pezones. No cesaba de gozar continuamente, hasta que un orgasmo terrible me recorrió a la vez que su lengua exploraba mi intimidad.

Le pedí que se detuviera para no desmayarme de placer. En lugar de obedecerme, se echó de espaldas, dulcemente, y con gestos preciosos y seguros, me coloqué sobre él. Frotó su glande contra mi clítoris. No podía más. Quería que me penetrara; pero, a cada tentativa mía, él lo evitaba. Luego, delicadamente y casi religiosamente, me ofreció su polla y me enseñó todas las posiciones del sexo: el 69, el «salto del tigre», etc. Los ocho días que pasé en la costa fueron los más hermosos de mi vida.

Sobre todo la noche de nuestra despedida... Nos sentamos en la cama, y él ya no quiso esperar ni un segundo más. Me levantó el vestido, bajo el cual encontró mi sujetador, que elevó fácilmente; luego, con los dedos de la mano derecha, probó la consistencia de mis tetas. En seguida se pusieron más rígidos mis pezones; a la vez, su deseo cobró límites de violencia, porque localizó mi coño totalmente mojado. Me mamó con avidez. Y yo le miré con una sonrisa, en la que concentré toda mi disponibilidad. El comprendió el excitante mensaje.

—Voy a cubrir con mi lengua tu hermoso cuerpo. ¿Y tú que me darás a cambio?

Como no estaba tan despierto como otras veces, le bajé la cremallera de la bragueta y le extraje una verga que me dejó impresionada.

—¡Caray, qué grande la traes esta noche! ¡Algo así puede hacer morir de lujuria a cualquier mujer, aunque no fuese tan caliente como yo!

Después de mis espontáneas exclamaciones, se la cogí un poco; me la llevé a la boca con la misma ternura que un alma cándida aprieta contra su pecho un pajarillo herido... No obstante, cuando la tuve en la garganta, tan profunda que me llegó a las amígdalas, perdí el control, ¡y me entregué a chupar furiosamente!

Sin embargo, él se negó a eyacular inmediatamente. Era demasiado meticuloso. Se salió de la mamada.

—Me disgusta gozar solo. Quiero que tú también corones el orgasmo —dijo, sonriendo con voz ronca; al mismo tiempo, acariciaba mi coño, justo en el lugar que más me quemaba.

Sus labios ya estaban pegados a mis pezones, haciéndome gemir como una perra fogosa de placer. Más tarde, se las apañó para meterme la polla en la boca. Durante un rato no dejó de mamar y, a la vez, se cuidó de masturbarme el clítoris.

Divertidísima, al ver que mi coño era tan solicitado, le quité de sus manos y le pedí que me hiciese gozar en seguida, porque ya no podía más.

Al momento, en lugar de mis dedos coloqué mi boca sobre su verga. Pronto demostré que todas las sesiones anteriores iban a ser superadas, porque poseía una lengua de serpiente, larga e increíblemente dura, que sabía mover a la perfección: jugué con ella titilando el glande; mientras, con él índice y el pulgar le acariciaba la zona que circunda los cojones.

Al mismo tiempo, mi coño llenaba su boca, que se sintió feliz, saciada y repleta. En el segundo cumbre del 69, nos asaltó un enorme deseo de gritar, porque nos hallábamos en medio de un orgasmo fabuloso. Claro que no podíamos hacerlo, porque los genitales nos llenaban la boca.

Esto no impidió que la pasión se transmitiera a nuestros labios, y que chupásemos con tal fuego que él eyaculó en mi garganta. Y yo solté mis humores en la suya. Me engullí todo el esperma; mientra, mi útero se contraía con los espasmos del placer que él me estaba brindando.

—Ahora, querido, debo trabajarte si deseo que vuelva a ponerse dura.

Parecía haber incrementado toda la lujuria. Hice que él se tendiera en la cama.

—¡Vamos, cariño! ¡Colabora conmigo, empleando la imaginación y las manos! ¡Tu punto débil es el agujero del culo!

¡Meteré el dedo corazón, el más largo, y empujaré con ganas! ¡ Ya verás el efecto que te causo...¡ ¡Adelante, guapo mío!

Por fin, mi amante terminó de desnudarse. Y fue el momento en que yo hundí el dedo en su ano. Encontré un orificio demasiado ancho. Al mismo tiempo, alterné la acción con terribles lengüetazos sobre la polla.

¡Empleé toda mi sabiduría en este volcánico ataque!

Y el efecto resultó casi inmediato. Mi hombre volvió a conseguir la erección, quedándose con un falo tan duro como una piedra. Y la sola visión de esta columna, consiguió que yo me llenara de ansiedad.

Me hallaba totalmente desinhibida y desencadenada. Por lo que empecé , a la vez, a masturbarme para calmar mis hambres de orgasmos.

El encargado de los apartamentos reanudó su ataque sexual, acariciando mi piel de seda. Sus dedos volvieron a deslizarse por mis tetas, propinó algunos pellizcos en mis muslos, y se adentró en la hendidura de mis piernas. Provocó que yo cayese de espaldas sobre la colcha, me abrió las piernas y me mojó los grandes labios con su húmeda lengua.

—¡Vaya pedazo de polla que te ha crecido, querido! —grité, riendo.

Acto seguido, me centré en la verga. La palpé muy grande y comprobé que los cojones se hallaban bien pegados al culo.

—Déjame que te ayude —le pedí, ansiosamente.

Y me lié a estrujarle aquellas maravillas; mientras, con la otra mano le acariciaba las bolas. Acababa de ensalivar el glande; luego, en un recorrido ascendente, hice que mis uñas dibujasen regueros de placer por sus glúteos, hasta que llegué al interior del ano.

Estaba claro que con semejante tipo de manipulación la polla ya no era capaz de retener por más tiempo la carga de jugo que hervía en los cojones.

—¡Te quiero follar, corazón! —exclamó, sumido en el éxtasis que antecede a la eyaculación.

—¡Ahora mismo, mi vida!

Me quedé mirando a la polla. Pero él me la arrebató de las manos con furia, porque ya no resistía más.

Y cedí de golpe, clavándome la picha en el chumino. Y él me secundó con un golpe de riñones. Que me obligó a gritar de alegría; después, aprovechándose de la posición que le permitía una superioridad formal, comenzó una cabalgada furiosa, que me sacudió por completo.

Mi macho continuó su ritmo, teniéndome cogida por la cintura, y dejó que los sentidos tendiesen hacia el nuevo momento de placer. Mis cabellos ondearon, descompuestos, con la cadencia de la follada, y mis tetas lanzaron con un maravilloso movimiento.

Yo gocé la primera, como es natural. La deliciosa posición me llevó a sentir, por completo, toda la polla dentro de mí. Y el movimiento rotatorio de mi pubis me permitió gustar, por entero, no sólo de la dureza y la fuerza de la verga, sino también de las perfectas formas que la vigorosa erección provocaban en mi coño repleto de lujuria. Mis jugos resbalaron libremente: mientras, me retorcía aullando de placer, y rezumando hasta empapar sus cojones.

La tranquilidad que siguió a este proceso duró muy pocos instantes, dado que la violencia de la excitación no permitió que se prolongara demasiado.

Y yo, incorporándome, volvía cabalgar: Primero, lentamente y con un movimiento rotatorio: después, poco a poco e interrumpiéndose por culpa de las vigorosas acciones de mis riñones, que profundizaban el falo hasta el fondo.

Momento en el que me moví con mayor cautela, rotando el cuerpo para recibir la polla en la postura canina. Decidida a conseguir que explotase en mi interior la cálida fuerte del semen, que tanto deseaba sentir en mis galerías vaginales.

Me columpié sobre el asta, la cosquilleé, y la apreté con los muslos de mi chocho, si bien el viscoso líquido del que estaba inundada me impidió hacerlo tan fuerte como hubiese querido. Muy despacio fui aumentando la acción y el ritmo.

Los dos folladores habíamos puesto, de nuevo, en acción las manos, e intercambiábamos sabias y prolongadas caricias, que mis afiladas uñas convirtieron en estremecimientos de dolor nacidos en la espalda varonil.

—¿Puedo saber... lo que me reservas, preciosa? —preguntó él, tragando saliva para recuperar el aliento.

Mi amante no salía de su asombro, cuando le empecé a mamar la polla. Su voz sufrió una alteración fatigosa, porque yo no había resistido la excitación que me dominaba. Y todavía jadeante por la pasión que me había provocado, me eché sobre sus piernas, ofrecida, chupándole y mordiéndole. Parecía que deseaba arrancarle toda su virilidad.

Mi ansiedad recibió un goce desenfrenado, porque, bajo aquel mazo poderoso, disolviéndose con un grito que provino de nuestros cuerpos exaltados por el goce. Especialmente, cuando él eyaculó de una forma definitiva...

Sonia - Santander

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