Juego solitario

Tengo veintinueve años, y a los diecinueve medía 1,81 de estatura y pesaba 89 kgs. Hasta los dieciocho estuve interna en colegios religiosos. Durante todo ese tiempo mantuve algunas relaciones homosexuales con unas compañeras de clase; pero, la verdad, es que no obtuve de ellas un gran placer.

Cuando me puse a trabajar era una chica más bien tímida, y empecé a mantener algunos romances y experiencias sin importancia. Me daba cuenta de que todos los chicos que se decían amigos míos, deseaban mantener una aventura con una muchacha fuera de lo normal; pero, en ello, había más lujuria que un verdadero amor.

Cada vez me fui encerrando más en mí misma; y al cabo de una decena de años, me encuentro entregada por completo a los placeres solitarios que me procuran un desahogo y un bienestar, especialmente el día que me consagré por entero a mi pequeño «yo».

Generalmente es el sábado el día en que no suelo salir. Me paseo por la casa completamente desnuda, excepto un collar de doble vuelta que me he fabricado yo misma con perlitas de fantasía. Me llega hasta diez centímetros por debajo del ombligo, y termina en un gran medallón que me tapa el pubis y me roza a cada paso.

También me pongo unas botas de cuero, que he encargado que me hagan a la medida. Como y bebo cosas que se me ocurren y que no suelo tomar los demás días; fumo gruesos cigarros, y me masturbo alcanzando cinco o seis orgasmos en una sola jornada, ya sea por medio de clítoris, el coño o el ano. Pues utilizo un vibrador que me he comprado. Paso así una velada realmente fantástica.

No estoy en contra de la sexualidad; lo prueba que me gusta entrar en páginas como «milRelatoseroticos.com».

Pongo en práctica y pruebo todos los pequeños trucos que he escuchado o leído referentes a otras personas. Por ejemplo, salir por la noche sin bragas, ya me produce unas sensaciones muy violentas. Hacer pipí con bragas o sin ellas. Muchas veces me meo de noche y en la calle, procurando que nadie se dé cuenta. Pero llevando las bragas puestas, que conservo mojadas hasta que vuelvo a casa.

En ocasiones me aplico dos lavativas seguidas, y termino por cagar con las bragas puestas. La inundación, unida al vaciado de intestino, me procura unas sensaciones divinas.

He probado la ropa interior y exterior de caucho, pero no me produce ninguna sensación especial. Cada uno tiene sus gustos. De todas formas no es un dinero malgastado, porque siempre se le puede sacar provecho a todo. Comprendo muy bien a los hombres a quienes les gusta llevar ropa interior femenina. Si eso les gusta y les produce placer, hay que respetarlo. Ya he escrito que me paseo por casa desnuda, fumando grandes cigarros y no admitiría que, si alguien de mis conocidos lo supiera, me viniese a criticar ante mis propias narices.

A algunos hombres les atraen las chicas altas y fuertes, que salen mostrando las piernas con unas minifaldas pequeñísimas; sin embargo, muestran una gran indiferencia respecto a si les gusta o no la portadora. Lo cierto es que yo, cuando llevo falda estrecha, no dudo en subírmela bien arriba para que me deje libertad de movimientos. Entonces se me ve el liguero, la parte alta de las medias y, a veces, un poco de piel. Esto me proporciona un cierto éxito; pero no me enorgullezco de ello, ni tampoco me acompleja, porque mantengo una vida propia, satisfactoria y completamente independiente...

La masturbación nunca tiene que practicarse como un hecho cualquiera, un desahogo al que se recurre para calmar la excitación. Vamos, para quedarse tranquila, de la misma forma que se toma bicarbonato con el fin de aplacar unos ardores de estómago. ¡Ni mucho menos!

En la soledad de mi apartamento, con las luces atenuadas para crear un ambiente sensual, dejo que suene una melodía en el equipo de sonido. Casi siempre tangos y boleros, que recogí de unos discos que guardaba mi madre y que yo pasé a unos cassettes cuidándome de que no perdiesen calidad.

Oyendo una música que me abraza, me domina y me eriza todo el suave y rubio vello de mi cuerpo, me visto con un picardías de seda y me coloco el collar de vueltas, cuyo medallón me golpea el chumino. Después, me tomo una copa de «pipermín». Dejo que el verde líquido descienda por mi garganta. Antes de que sus efectos desaparezcan, enciendo el enorme cigarro —un habano de marca, suave y que viene a durarme algo más de una hora—.

Poco más tarde, comienzo a bailar conmigo misma, apretándome las tetas con los brazos cruzados, cerrando los ojos, colocando los labios igual que si estuviera aguardando que me llegaran unos besos, y con el medallón golpeándome los labios vaginales...

Los amantes de mis fantasías no tienen un sexo definido; por lo general, poseen algunas formas de los hombres y mujeres que más me gustan en esos momentos. A medida que la danza me embriaga, hago que mi mano derecha vaya descendiendo, muy lentamente, para apretar el medallón contra el coño.

El contacto siempre resulta electrizante. Se me endurecen los pezones y el clítoris se asoma queriendo participar en el juego masturbatorio. En seguida paso las yemas por mis ingles, rebordeándolas y agradeciendo las humedades que voy consiguiendo destilar. No tengo ninguna prisa, y comienzo a incorporar a la excitación las titilaciones de los pezones, las presiones sobre mis caderas o mi vientre, cuando no a mi boca que nunca deja de sujetar el cigarro.

Mientras, la diestra va introduciéndose en el coño, igual que una astuta serpiente que se adentra en la madriguera cavada en la tierra, donde sabe que obtendrá el mejor bocado. Para entonces mis piernas se me quedan tan flojas que ya no me aguanto en la vertical.

Tengo que sentarme en un sillón, envuelta en la semipenumbra, escuchando la música y sabiendo que esos calores que emergen en mi piel, que esa sensación de aturdimiento y de necesidad de acelerarme, constituyen las raíces del orgamo. Raíces de lujuria y de voluptuosidad obtengo al presionar mi clítoris, retorciéndolo levemente, tirando de él y construyendo un auténtico ordeñamiento.

Los jadeos brotan de mis labios, un sudor tibio y enervante me está vistiendo de sexualidad. Doy más marcha a la masturbación y las humedades vaginales se incrementan. Lo mismo que mis revolcones sobre el sillón. Ya es imposible mantener un control disciplinado...

¡Siempre dejo que el orgasmo me enloquezca!

Cuando éste llega, poderoso señor, me echo hacia atrás, meto todo el puño sujetando el medallón, ¡y no existe polla en el universo que pueda ofrecerme mayor placer de penetración!

Isabel - Palma de Mallorca

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