Los placeres del verano

Tengo veintidós años y estoy casada desde hace uno. En el terreno sexual mi marido y yo llevábamos una vida normal, hasta que me ocurrió la aventura que os voy a contar. Los dos habíamos recibido una educación bastante severa, por lo que antes de la boda conocíamos muy pocas cosas de la intimidad de una pareja.

La vida conyugal me ha hecho a mí muy diferente. Aprecio la realidad sexual y deseo gozar sin importarme sus consecuencias; mientras que él continúa siendo el mismo «carca» de antes. De ahí surgió mi rebeldía.

Empecé a hacerme más liberada especialmente al llegar el verano, debido a que siempre ha ejercido una gran influencia sobre mí. Me dediqué a ir con frecuencia a la playa, donde me puse a tomar el sol en monokini. Últimamente me gustaba mucho tostarme lo más posible, acaso porque mi marido no me permitía que en su compañía me soltase lo más mínimo el bañador.

Me desahogo estando sola, buscando la admiración de las personas que me rodean. Especialmente de los hombres. Algunos me piropean, y los más decididos intentan sentarse a mi lado. Pero yo sé detener a tiempo las manos inquietas. Bueno, mejor será que reconozca que cambié al conocer a dos individuos. Fue una especie de «flechazo» o de excitación a primera vista.

Como mi marido trabaja y yo no, desde que empieza el verano acostumbro a ir a tostarme todas las mañanas a una playa muy escondida y de difícil acceso. Porque una mujer sola, desgraciadamente, en seguida se ve rodeada de hombres que se le acercan ni más ni menos que para «violarla».

Tomé esta decisión luego de enfrentarme a varios «moscones» en un lugar muy concurrido. Además, pretendía que no le fuesen a mi marido con el cuento. Las cosas marcharon bien durante unas dos o tres semanas. Me llevaba un libro y lo pasaba estupendamente. Estuve a punto de convertirme en una ecologista. Amaba el mar y la naturaleza.

Aquel día, en cuanto llegué a la playa solitaria, pude encontrar la misma arena invitadora detrás de una enorme roca. Me eché a tomar el sol llevando únicamente el slip y, pocos minutos después, aparecieron dos hombres de unos treinta y cinco años que se instalaron a mis pies.

La visión de unos machos desnudos nunca me había excitado lo más mínimo; sin embargo, en esa ocasión no sé por qué sentí una intensa calentura como jamás antes había conocido. La cabeza empezó a darme vueltas, las piernas me temblaron y me invadió una temperatura extraña. De pronto, me dio mucho miedo que cualquiera de ellos pudiera darse cuenta de mi estado de ánimo.

Sentía sus miradas abrazando mi cuerpo, midiéndolo y valorándolo. Yo no era una mercancía que estuviera en el escaparate. Pero me obligaron a sentirme como tal. Abrí el libro e intenté ponerme a leer. Fue algo imposible de conseguir. La presencia de los extraños me agobiaba. Se convirtió en una especie de obsesión.

Tampoco podía encontrar la forma de marcharme, ni de cerrar las piernas. Ni de llevarme una mano al vientre; al mismo tiempo, advertía cómo mis pezones se hinchaban y endurecían y de qué forma a mi coño le estaba pasando lo mismo.

Tuve que realizar un gran esfuerzo para no correrme. Siempre había tenido algo de exhibicionista, de ahí mi pasión por el monokini y las ropas cortas, escotadas y ajustadas. Pero todo ésto lo había desarrollado en la calle y en lugares públicos. Lo que no sucedía allí.

Me encontraba a merced de una pareja de desconocidos. Podría haber escapado o haberles mandado a paseo. Sin embargo, en realidad me hallaba a merced de los acontecimientos, de lo que ellos dicidiesen...

El hombre que estaba muy cerca de mí, y que no dejaba de mirarme desde su llegada, debió darse cuenta del fenómeno de mi excitación. Porque se me acercó en el acto. Cambiamos algunas palabras y, no comprendo la causa - la verdad es que yo nunca había tratado a otro macho que no fuese mi marido -, pero le dejé animarse ante mi total pasividad.

Debía hallarme medio bien segura, si no resultaría absurdo que pasara lo que al final se desarrolló en aquella playita solitaria.

Estaba visto que era una mujer más voluble de lo que yo misma había supuesto hasta entonces. Me comporté igual que una golfa salidísima. Les proporcioné las mayores facilidades para que gozasen de mí. Lo estaban deseando, y no me arrepiento de ello. Seguro que me creeréis.

Aquel extraño empezó a acariciarme el vientre y el pubis con unas hierbas. Entonces, el otro chico se aproximó. Los dos continuaron, durante varios minutos, ocupándose por completo a sus caricias. Me notaba plenamente feliz, y me invadía una ola de placer que jamás había experimentado con mi marido.

Las cuatro manos tomaron una posesión de cada zona de mi cuerpo que se hallaba a su alcance, en un magreo rítmico y cada vez más intenso. Me hicieron creer que eran masajistas. Sus pollas se balanceaban maravillosamente y, en algunas ocasiones, me golpearon levemente con los capullos.

La llegada del orgasmo me forzó a entrar en convulsión, jadeando y sin aliento. Tuve que cerrar los ojos y sujetarme a uno de los hombres. Pronto me recuperé.

El macho que me acariciaba el vientre apartó mis labios vaginales y empezó a chuparme el clítoris. Aunque sentí una especie de dolor enseguida me invadió otro orgasmo tremendo. Supe de esta manera —luego se lo dije a mi marido, pues al final le conté esta aventura— que mi clítoris se hallaba recubierto y consiguió romper con sus besos, liberando de esta manera la parte más sensible de mi humanidad sexual. Aquel día nací al placer lujurioso.

En efecto, para las mujeres no sólo existe la barrera del virgo. El goce auténtico nace del clítoris, debido a que éste supone el eje central de toda relación carnal. Lo comprendí al verme saltando, abrazando la cabeza de mi amante y recibiendo en la boca la polla del segundo macho. Se la mamé de una forma frenética, queriendo controlarme un poco. Estaba enloquecida y todo lo que salía de mí era inútil pretender controlarlo. Sólo podía dejarme llevar por la pasión.

Quise recibir de mí al hombre que me besaba, que parecía muy excitado. Y él me penetró enseguida, produciéndome un tercer orgasmo menos violento que los anteriores. Me asaltó la necesidad de que me follasen una y otra vez. Los tres nos quedamos en la playa toda la mañana.

Yo me negaba a marcharme. Había encontrado dos amantes perfectos, y quise sacarles al máximo. Como me había decidido a follar, deseaba hacerlo hasta el reventón. Encontré todas las facilidades para conseguirlo. Me parece que los dos tuvieron una bicoca en mi persona. Me notaba cargada de unas energías inagotables...

Volví a chupar la polla del hombre que me rompió la piel del clítoris, y el otro me la clavó en el chumino. Por detrás y con una fuerza pavorosa. Me excitaba el ambiente. Y acabé sentándome sobre la estaca que mamaba. El segundo tiró de mí para acariciarme las tetas.

No tardamos en organizar de nuevo el triángulo. Casi al instante, me sentí ocupada por el culo; a la vez, montó un salvaje sesenta y nueve con el propietario de la primera picha que había saboreado. Los machos follaban casi con desesperación, y manteniendo sus respiraciones entrecortadas. Me proporcionaron un intenso placer, que me cuidé de devolver haciendo ventosa con la lengua, y pasando los labios y los dientes sobre la caliente estaca del más decidido.

¡Cómo me excitó el sorprendente golpeteo de los cojones sobre mi barbilla! Y disfruté de un orgasmo profundo y placentero. A la vez, sólo percibía la suave y dulce música del mar cercano, por lo que me dejé llevar por las emociones, sin preocuparme de otra cosa. Y mi cuerpo se fue acoplando a todo lo que ellos hacían, como pidiendo cada vez más. Hasta me escuché diciendo en voz alta y muy caliente:

—¡Más... Quiero que me penetréis más dentro... Hasta el fondo...! ¡No quisiera pedíroslo otra vez... Hacedlo!

De pronto, me metieron una polla en la boca, con el fin de que la regalase con una chupada completa. En el acto únicamente se escucharon nuestras ardorosas respiraciones y algunos quejidos de placer. Y el más decidido se me vino encima con una tremenda explosión de jugos, que me desbordaron por la boca.

Semejante postre me provocó un clímax sensacional. Entonces, el otro macho se montó en mí haciéndome gemir con su penetración; mientras, el primero todavía mantenía las fuerzas suficientes para chuparme las tetas o sobármelas. Estábamos formando algo tremendo. Un universo sexual que jamás olvidaré por mucho que viva.

Finalmente, en el momento que aceleré los movimientos, los dos machos se esforzaron todavía más. Aumentaron la frecuencia de sus acciones y la agresividad de sus folladas. Hasta que se volvió a producir otro cambio, ya que el más decidido se escurrió por entre mis piernas, siempre con la espalda apoyada en la gran toalla —esa que lógicamente yo siempre llevaba a la playa solitaria—, y se entregó a lengüetear mi coño y mi culo.

No había duda de que a ellos les gustaba eso «de lo más hirviente es siempre lo que realizamos». Me mantuvieron boca abajo, para entrarme por el ano, en una perfecta sodomización. También me succionaron y mamaron el chumino. Y no me dieron la vuelta hasta que eyacularon un par de veces más...

Reconozco que los dos machos se aprovecharon de aquella situación; pero yo me sentía liberada y feliz. Quise vivir la experiencia. Volví a casa muy cansada y me eché en la cama. Mi marido al verme comprendió que me había pasado algo muy importante. Ya me valoraba como una mujer por completo alejada de viejos tabúes; dispuesta a vivir plenamente mi sexualidad.

No he tenido necesidad de repetir la aventura. Ya no volví a aquella playa solitaria. Seguro que ellos sí lo harían. Todos los pescadores o cazadores furtivos lo hacen. El recuerdo funcionó, me resultó muy útil. Había dado un paso decisivo y supe aprovechar todas sus consecuencias. Era lógico que lo hiciese, ¿no os parece?

Desde aquel día mi pareja conyugal marcha mucho mejor. Al fin he entrado en el clan de las mujeres que conocen la vida, y valoran la sexualidad como un objetivo del que no deben avergonzarse.

Aquella aventura resultó muy saludable por los dos, debido a que también mi marido perdió todas sus inhibiciones y sus complejos.

Yo creo que es aconsejable vivir una experiencia de ese tipo, aunque sólo sea una vez en la vida. La verdad es que a partir de entonces no he tenido necesidad de buscar a otros hombres.

LORENA - LÉRIDA

 


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