Mi prima la Jamona

Cuando regresé a la ciudad, de la que había faltado durante muchos años, encontré a mi primo Jorge Eduardo casado. Era el prototipo de la ingenuidad y más confiado que el asa de un cubo. Su mujer resultó ser una rubia cachondona, a la que solamente había visto un par de veces en su viaje de bodas. Y allí estaban los dos al frente de una tiendecita, que habían montado con los cuatro cuartos que ella recibió como herencia paterna.

Como es natural, mi primera vista se la dediqué a él, tanto por la obligación que nuestro parentesco me imponía, como porque estaba desorientado respecto a la vida que se llevaba en aquella pequeña comunidad que no había visitado desde mi juventud.

Nunca pensé que mi estancia allí se prolongaría mucho tiempo, ésta es la verdad; pero, al encontrarme cara a cara con la mujer de mi primo, empecé a cambiar de opinión. Si ella era tan inocente como su marido, no lo iba a pasar mal en un lugar que tan buenos recuerdos me ofrecía.

Conviene describir a mi prima con unos párrafos aparte. Al conocerla en su viaje de bodas, la consideré una rubita bastante vulgar, metidita en carnes, de físico agradable y algo alocada. Hablé con ella un par de veces; le hice algún obsequio, para quedar bien, y nada más. En el momento que se marcharon de Barcelona, para continuar su viaje de novios, la olvidé por completo.

Pero, en nuestro reencuentro, me tropecé con otra mujer. ¡Vaya hembra más jamona! Por lo que se veía, el matrimonio le había sentado pero que muy bien y, al no tener hijos y arreglarse bastante, resultaba una señorona más apetecible. De bandera, desde luego. Y no por su edad, que sólo tenía treinta años, sino por el equilibrio de sus formas, que llegaban a ser del todo fascinantes.

Gracias a que estaba algo llenita parecía más guapa. Quizá ya lo era cuando la conocí, y no me di cuenta. Ángela me pareció guapetona, simpática en su alocamiento y con unas tetas, unas caderas y un culo que me dejaban sin aliento.

Esto en cuanto a lo que saltaba a primera vista. Pero, luego de nuestra larga conversación inicial, saqué en limpio una observación muy interesante: si mi primo era tan inocentón como en su infancia, ella, su esposa, resultaba tan sencilla como él y casi tan bobalicona. Esto me hizo recordar un sabio refrán: «dios los cría y ellos se juntan».

Me invitaron a comer. Luego, en la sobremesa, charlamos francamente. Ellos me hablaron sinceramente de sus asuntos; y yo, con la mayor malicia, les conté lo que me convino de los míos. Una golfa idea me barrenaba el cerebro y, ni corto ni perezoso, me propuse preparar inmediatamente mi plan de ataque.

—Como primera medida vendré a comer aquí —les propuse—. Os pagaré lo mismo que me cobran en el hotel, donde me roban escandalosamente y me matan de hambre.

—Y a dormir también —dijo mi primo—. ¡No faltaba más! Tenemos una cama disponible, porque a veces viene a pasar unos días con nosotros el padre de Ángela. Nos darás lo que quieras, porque nosotros no hemos de hacer negocio contigo. Si no te digo que estás invitado es porque actualmente el negocio nos va bastante mal...

—¿No sé vende?

—Casi nada. Nos pasamos el día dando bostezos. Hay semanas enteras en las que hubiera sido mejor no abrir, porque al menos nos hubiésemos ahorrado el gasto de la luz.

—Es que para vender se necesita mucho reclamo publicitario, escaparate. Tal vez necesitéis alguna dependienta que con su gracia atrajese a los compradores.

—No quiero dependientas, que sólo sirven para cobrar y engañarnos cuanto pueden. Ya lo probamos y tuvimos que desistir. La encargada de las ventas es mi mujer.

—Me parece muy bien, porque Ángela es guapa, simpática y atractiva. Pero, sin duda, he comprendido el motivo.

¿Quieres que te lo diga con toda franqueza?

—¡Claro que sí!

—Pues cuando mañana me dé una vuelta por tu tienda, lo sabré fijamente y te lo diré para que pongas remedio.

Al día siguiente quedé instalado en casa del matrimonio, que era el entresuelo de un edificio. A primeras horas no pude ocuparme de ellos; pero la tarde la pasé en la tienda. Pronto empecé a comprender que debía seguir con mi plan, al menos para no aburrirme en aquella pequeña ciudad. Luego de la cena expuse francamente la cuestión:

—Mira, primo, has de convencerte que vivís muy a la antigua. Así no se puede prosperar nada. Supongo, que no te ofenderás por la confianza con que te hablo.

—¡Hombre! Ya sabes que siempre te he considerado muy superior a mí en experiencia de la vida. Tú has conocido mucho mundo, las has corrido de todos los colores y sabes más que yo, que apenas ha salido de este pueblo.

—Se agradecen los elogios. Pues, bien, me ha parecido comprender que eres un poco celoso.

—¿Yo? Nada de eso. Aquí está Ángela para decirlo.

—No, no es celoso —aseguró la rubia ajamonada.

—Pues lo pareces, y lo primero que has de hacer es no dar a la gente esa sensación. Te pasas el día en la tienda, a dos pasos de tu esposa. Y alejas a los clientes, no lo dudes. Todos sospechan que por el mero hecho de entrar, tú los miras con recelo pensando que van a robarte la mujer. Y que si se dirigen a ella para pedirle lo que desean comprar, vas a salir tú de la trastienda, donde has puesto tu despacho, para vigilar o para echarles de allí a patadas.

— ¡Por Dios! ¡Nada eso es cierto!

—Empieza por instalar aquí el despacho. Si algo requiriese tu presencia en la tienda, con una voz que Ángela te diera por la escalerilla, bajarías en seguida. Eso como primer capítulo. El segundo, ha de ser que tu mujer no vista tan a la antigua. Que vaya más moderna, con menos ropa, escotada y con faldas cortas.

—¡Hombre! ¿No es demasiado?

—Yo estoy dispuesto a ayudaros. Tú te encargarías de hacer las compras, pagar las facturas y dirigir el negocio comercialmente. Ángela vestirá como yo le indique y se hará un poco coqueta y bromista, sin que ésto quiera suponer nada malo. Y estoy dispuesto a entregarte 12.000 € como préstamo sin interés, que me devolverás a plazos en unos diez años.

Mi primo se levantó de su asiento y vino a darme un abrazo para sellar el pacto.

A la mañana siguiente, Ángela me había obedecido en lo concerniente al vestuario. Estaba guapísima, a punto de salirse de las ropas y lucía un escote que dejaba desnuditas casi la totalidad de sus tetas. Pronto me cuidé de encargarle algunos trabajitos. Y cuando le pedí que arreglásemos las estanterías altas, me obedeció sin sospechar que hubiese malicia por mi parte. Se subió a la escalerilla de mano.

Y yo me di una ración de vista. Me harté de contemplar sus carnosas pantorrillas y los blancos muslos exhuberantes. Más no podía desear, porque la tía llevaba unas bragas grandes y bastante larguitas.

Colocado debajo de la escalerilla, metí la mano bajo sus faldas de modo que, al quedar ella en el primer travesado de abajo, llegué justamente a su entrepierna. Ella dio un grito de sorpresa e hizo varios intentos para quitarme la mano de allí; pero no podía moverse mucho, porque se hubiese caído.

—¡Primo, por Dios! —exclamó, verdaderamente asustada—. ¡Déjame!

—¿Cómo? —pregunté, abusando de su azoramiento para palparle la sazonada fruta, cuyos abultados labios y abundante pelambrera pude recorrer ampliamente.

—¡Quita la mano que soy capaz de darte una patada!

Entonces la solté y compuse un gesto de enfado, que exageré para impresionarla. La rubia, sin saber qué responder, llegó al mostrador y se sentó a colocar un género que no necesitaba ningún retoque. Yo la había dejado muy confundida. Poco después, me aproximé a ella y le dije al oído:

—Tienes que escuchar que ardo en deseos por ti... Quiero morderte por todas partes, lamerte y penetrarte...

—Habla de lo que quieras, pero saca la mano de mi trasero... ¡Qué no puedo resistirlo!

—La sacaré si me dejas que lo bese...

—¿Me soltarás en seguida?

—Sí.

—Pues en cuanto me lo sueltes... Anda, bésalo si tanto lo deseas.

Le di dos sonoros besos, uno en cada nalga y, luego, separando con fuerza las apretadas montañas de carne maciza, le apliqué otro sobre el ojete. Entonces la dejé por aquel lado para agarrarla por delante, y depositar una lluvia de besos sobre sus labios gordezuelos de hembra sensual. Y antes de que pudiera impedirlo, hundí la mano derecha entre sus muslazos. Y sobre la escasa ropa, palpé con delicia el coño maduro y velloso. Ella me dirigió una voluptuosa mirada a la vez que me decía:

—Pero, ¿es que no puedes tener las manos quietas?

Dócil a mis indicaciones, al llevarle la mano a mi pantalón, agarró sobre la tela el bulto de mi polla enhiesta. Y noté que lo oprimía con silencioso entusiasmo.

—Lo guardo para ti —le dije al oído, con la ronquera característica de las grandes excitaciones—. Para ti... ¡Para tu culo...!

—¡Déjame! Me pones mala... No puedo aguantar la calentura... Y si esta noche no se le ocurre a tu primo hacerme algo, tu broma me va a costar una enfermedad.

—No ocurrirá eso, porque vendrás a mi cuarto a que se te pase la calentura conmigo. Y yo te refrescaré con la lengua tu chumino calentito.

—¿De veras? —me preguntó muy seria, mirándome a los ojos y dándome un apretón al bulto que seguía teniendo en las manos—. ¿Serías capaz de hacerme ese regalo?

—Por la noche. Dime que vendrás a mi cuarto para que te desvirgue el hermoso culo.

Horas más tarde, con la luna quieta en el cristal de la ventana de mi dormitorio, me pareció que del conyugal venían unos ronquidos significativos. Mi primo dormía, y debía encontrarse muy satisfecho. Unos minutos después, escuché unas débiles pisadas por el pasillo; luego, vi que la puerta se abría poco a poco, y la figura de mi prima, en camisón de dormir, apareció calladamente.

Por señas la llamé para que viniese a mi lado, y la coloqué de pie entre mis rodillas, abrazándola apasionadamente por las caderas. Ella me agarró la polla, mientras pasaba un brazo por mi cuello para retener mi boca bajo la suya. Ladeándome un poco, llevé una mano a su húmedo chumino; mientras, con la otra le acariciaba su lúbrico trasero.

Ángela se echó en el borde de la cama, dejando las piernas colgando y muy separadas. Le doblé el camisón por el estómago, y no pude por menos que reconocer que la sensual rubia merecía toda mi admiración. Su cuerpazo provocaba una enorme incitación sexual.

Me coloqué de pie entre sus abiertos muslos, de modo que mi firme verga golpease de punta contra los bordes de su coño, sin penetrar. Le agarré una teta con cada mano, pellizándoselas furiosamente y retorciéndole los pezones con dureza.

—¡Qué rica estás, primita mía! ¡Qué gusto da verte así, con las tetorras al aire... con los muslazos abiertos de par en par... con el peludo chochazo abierto esperando que te monte...!

Sin darle más tregua, me arrodillé entre sus piernas y comencé a besar su cálido chocho. Le separé los abundantes rizos, para descubrir los labios carnosos y palpitantes. Besé éstos con apasionamiento y, en seguida, los abrí para que mis labios llegasen al fondo.

La ardiente rubia ajamonada exhaló un arrastrado suspiro, y puso sus manos sobre mi cabeza para apretármela contra sus ingles. Luego, al sentir mi lengua cosquilleando el emocionado botoncito de su feminidad, me echó ambos muslos por mis hombros.

Entonces, yo pasé las manos bajo su trasero, agarrándola de las dos nalgas y lamí con maestría, ilusionando al comprender el placer que proporcionaba a la cachonda. Excitado por el roce de sus cachas en mis mejillas, por el sobeteo de sus gloriosas nalgas y el perfume afrodisíaco de su coño...

Unos momentos después, sentí que los muslazos de la gozadora se apretaban contra mi cuello con una crispación nerviosa. Y noté que todo su macizo cuerpo se estremecía con ruda violencia.

Detuve mi lengua sobre el botoncito del clítoris, que vibraba y destilaba pura miel. Luego, cuando ella cesó su presión, separé la cabeza y vi que Ángela había dejado caer la suya con desmadejamiento y jadeaba hinchando fuertemente las tetas con profundas aspiraciones que endurecían sus pezones soberbios.

—¿Has gozado mucho, rica? ¿Te ha resultado tan bueno como esperabas?

Volví a arrodillarme entre sus piernas; y ella cruzó los muslos sobre mis hombros y repetí el lengüeteo en su flor de pasión. Pocos minutos después, me pidió que la dejara. No podía con su alma.

Había gozado como una bestezuela. Estaba medio derrengada.

—Me repondré enseguida... Espera un poquito. Es que ha sido demasiado fuerte el placer... Tres veces me he «corrido»...

Con sólo darse media vuelta quedó de bruces sobre el borde de la cama. Remangué el camisón hasta su espalda, y me detuve un momento a admirar su espléndida y sugestiva belleza. ¡Qué incitante estaba así, mostrando en plena desnudez la maravilla de sus nalgas provocativas, resaltando el apetecible agujerito que me buscaba!

De rodillas ante semejante belleza, mordisqueé toda la dilatada redondez, separé con gran esfuerzo las apretadas nalgas y traté de llegar con la lengua al redondo agujerito de la sublimes delicias.

Cuando sintió el cosquilleo lingual, allí, volvió a exhalar los más cachondos suspiros.

Me incorporé detrás de Ángela. Apunté con mi dura polla el ojete lubricado y empujé con cuidado. Pero el capullo que trataba de invadir el reducto era demasiado grueso para el estrecho tamaño de la abertura. Empujé con mayor brío...

—No es ahí... ¿Es que te apunto mal?

—Te aproximas. Me tiene sin cuidado lo que pueda pasarme. Yo he de probar ésto, aunque me revientes. Dame con más fuerza... Méteme un mayor pedazo... ¡Ábreme el agujero a la fuerza! ¡Así, así...! ¡Más...! ¡Ay, bárbaro, qué clavada me estás dando! ¡Qué pollazo tan terrible! ¡Dios mío de mi alma, cómo me desvirgas por detrás!

Ya lo noto... ¡Siento cómo la descargas dentro de mí...! ¡Uy, vaya chorro que me estás soltando! ¿Te ha gustado, rico mío...? ¿Has disfrutado con el culo de tu primita...? Pues no me la saques todavía. Tenme más rato ensartadita así. Ahora ya no me hace ningún daño. Está muy suavecito el camino con eso que me has soltado...

¿La tengo dentro toda?

—Casi por entero.

—Pues empuja otra vez, a ver si puedes meterme lo que falta... Quiero tenerla dentro toda... ¡Que me deje el culo deshecho! ¡Para que me permita saber lo que has «abusado» de tu pobre primita!

—¡Tómala otra vez! ¡No sabes el gusto que me da macerarte el culo! ¡Toma la picha, jamona!

—Ay, chico, qué daño... pero qué gusto!

De esta manera se hizo realidad mi primera conquista. Seguirían otras; pero éstas ya os la contaré en un nuevo relato..

Leonardo - Huesca


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