Más allá de mi obsesión
Por aquella época llegué a creer que los perros habían dejado de preocuparme. Alejaba de mi mente cualquier pensamiento que se refiriera a esas bestias; sin embargo, tenía una vecina que me había caído simpática desde el primer momento. La amistad entre las dos se transformó en una cierta intimidad.
Cuando ella se fue de vacaciones lo sentí mucho, porque significaba la soledad en mi casa vacía. Durante un tiempo recibí sus cartas y, poco después, el aviso de que volvía.
En el momento que nos encontramos, la sorpresa me hizo enmudecer. Llevaba un enorme pastor alemán atado a una cadena, que pendía de su mano. Y el animal no dejaba de mirarme. Había sido un regalo de los amigos que tenía en el pueblo donde había ido a veranear. No pudo rechazarlo y, en aquel momento, resultaba un engorro en una casa tan pequeña.
Todo ésto me lo contó y, después, se extendió abundantemente en todas las cualidades del perro. Hasta tal punto que me puso muy nerviosa. Yo creía que mi obsesión estaba olvidada; pero, ante aquel pastor alemán, volvió con más fuerza.
Mi amiga se extrañó de mi actitud de rechazo cuando me invitó a que acariciase al perro. No me sentí con fuerzas de hacer algo que me repugnaba tanto. Ella lo entendió como que yo sentía una cierta aversión hacia estos animales; dado que el fenómeno resulta muy habitual en nuestra sociedad, no dijo nada.
A partir de entonces, procuraba que el pastor alemán se encontrara lejos en el momento que yo entraba en su casa, y nunca lo traía a la mía. Yo lo seguía con la mirada, me quedaba atenta a sus movimientos y creía captar una expresión provocativa en su cara. A veces aquel «astuto irracional» se abría de patas en mi presencia. Y hasta llegué a pensar que se encontraba ligeramente excitado.
Eran suposiciones mías, digo yo pero, en el momento que mi amiga me dijo, durante una conversación sin importancia, que el pastor alemán se encontraba en la época de celo, tardé varios días en volver a su casa.
Muchas veces caminaba como sonámbula hasta la puerta para, luego, volverme corriendo hacia mi piso, agitada como si el perro me estuviera persiguiendo. Así pasaron varios meses.
Debía solucionar la situación. Yo no quería continuar sometida a aquella obsesión. Necesitaba resolver las cosas de frente para poder encontrarme preparada. Un día que iba a salir, le dije a mi vecina que me dejase el perro y así no tendría ninguna preocupación. Ella se negó al principio, creyendo todavía lo de mi terrible obsesión a los perros. Pero, a pesar de que mi insistencia le pareció sospechosa, cedió al final.
El pastor alemán pasó a mi piso y se adueñó del mismo. Prácticamente le dejé hacer todo lo que se le antojó, porque no me atrevía a tocarlo ni a gritarle. En un momento determinado, el perro se acercó a un sofá y comenzó a masturbarse. No pude aguantar sus quejidos. Desconocía si quería que aquello terminase o que siguiera. Temía que tuviese «en cuenta» de alguna manera las cosas que yo le había dicho o que advirtiese «claramente» lo dominada que me tenía.
Mi amiga volvió por la noche. Su perro pasó al piso contiguo, y yo prácticamente no pegué ojo hasta muy entrada la madrugada. El olor dejado por el animal se encontraba allí, en todos los rincones: en los sofás y en la cama, donde se había subido y dormido un buen rato. Debía hacer algo para resolver mi obsesión.
No podía seguir en aquella situación y, sin embargo, deseaba que mi amiga se fuera al día siguiente y poder quedarme otra vez con el perro. Sabía que ésto era imposible, y no quería despertar ningún tipo de sospechas en ella. Por este motivo, aguanté los días siguientes sin visitarla.
Paseaba por la calle sin rumbo, hasta que me paré delante de un escaparate. Era una tienda de animales. En la entrada había una gran variedad de perros y gatos, sobre todo de los primeros. Yo me hice la curiosa, y la dueña me enseñó diversos tipos, aunque no sabía exactamente lo que yo deseaba. Por fin, concentré mi atención sobre los perro, y me explicó las diversas características de cada uno. Elegí un galgo ruso. Lo pagué y me lo llevé a casa.
Mi amiga casi gritó de sorpresa al ver el perro en mi piso. Le expliqué cualquier tontería, y ella entendió que la estancia de su pastor alemán en mi casa me había hecho cambiar de idea. Esto la contentó tanto que no me pidió más explicaciones.
Sin embargo, para mí se abrieron unos días de incertidumbre, que han continuado hasta hoy. Yo no tenía a aquel galgo ruso para sacarlo a pasear, jugar o que defendiese mi casa. Y, a pesar de todo ésto, me sentía incapaz de realizar las acciones que imaginaba. Siempre me quedaba paralizada a unos metros del perro.
Terminé cogiendo la costumbre de dormir con la puerta cerrada; mientras, él se encontraba en la cocina. Inmediatamente que apagaba las luces, me abandonaba a los más absurdos pensamientos y muchas veces me sorprendía con las manos en la clavija de la puerta de la cocina.
Entonces, corría hasta mi casa y me acostaba entre sollozos. Un día fue inevitable, y encontré las fuerzas necesarias para lograrlo. Me salté a la torera los principios morales que prohíben hasta el menor pensamiento relacionado con este asunto...
Cuando abrí la puerta de la cocina, el perro me estaba mirando con esos ojos que parecían «adivinar» lo que iba a suceder. Me acerqué a él, le acaricié la cabeza con manos temblorosas y, lentamente, llevé mis dedos hasta su polla. La tenía muy gorda, aunque no se hallaba erecta, ni mucho menos.
—¡Desde hoy tú y yo nos vamos a llevar muy bien! Dejaré de tratarte como a un enemigo... ¿Verdad que quieres a tu ama, «Iván»?
Mi diestra se estaba deslizando por su vientre, y llegó a las proximidades del paquete genital, noté que toda la zona que estaba tocando entraba en una especie de convulsión.
La respuesta del galgo ruso ya era la que estaba buscando. Su polla fue adquiriendo un tamaño considerable, le apareció un capullo rojizo y compuso una actitud muy agresiva. Me relamí los labios, calentorra, y apreté las piernas para aguantarme las ganas de acariciarme el coño. Algo muy vivo aleteaba en mi gruta, exigiendo ser calmado de una forma inmediata.
—Échate en el suelo, cariño... ¡Perfecto, guapo mío! ¡Vaya pedazo de tranca que te ha crecido aquí mismo! ¿Qué pasaría si yo te la besara?
Las palabras que acababa de pronunciar me asombraron tanto, que me quedé inmóvil. Las mejillas me ardían y el sudor corría por mi columna vertebral. Comprendí que no había vuelta atrás; acababa de rebasar la barrera de obsesión, y debía comprobar realmente el valor de mis sentimientos y pasiones.
Descendí la cabeza con evidente precipitación, besé el vientre del perro y, siguiendo un recorrido enloquecido, llegué a atrapar la picha. Lo primero que obtuve fue un sabor agrio, un calor sólido y, antes de que me pudiese retirar de la mamada, la picha entró varios palmos en busca de mi garganta, impulsada por el mismo galgo ruso.
A partir de entonces, no sé quién de los dos llevó la iniciativa en todas las acciones sexuales. Caí en una especie de febril embriagamiento, y me puse a chupar la verga dura, un palo enrojecido y embravecido, que no se movía. De no ser por el hecho de que no perdía rigidez, hubiese creído que «Iván» estaba fuera de juego.
—Si yo te quiero mucho, cariño —susurré, empezando a quitarme las ropas de una manera súper acelerada—. ¿No te he comprado los mejores filetes del supermercado, y jamás te han faltado los paseos por el parque?
Me quedé totalmente desnuda, y le enseñé la espesa pelambrera. Excitadísima, me abrí los labios vaginales y le dije:
—Tienes que chuparme aquí dentro... ¿Verdad que se lo harás a tu amiguita, cariño?
El galgo ruso se quedó mirándome con ojos inexpresivos, como si no entendiera. Su picha continuaba tiesa, pero no parecía dispuesta a complacer mis solicitudes. Acaso porque era más «racional» que yo, y no entendía la causa de mi cambio: qué me había hecho pasar de ser tan fría con él a pedirle unos servicios propios de un amante.
—¿Qué podría hacer para que tú y yo fuéramos amigos?
Entonces se me ocurrió una idea salvadora. Me incorporé, llegué a uno de la vasares de la cocina y cogí un paquete de azúcar. Me puse una poca en la mano y la acerqué a la boca de «Iván». Su lengua no tardó en dar comienzo a unos rápidos y largos lametones, que me cuidé de que los prolongase hacia mis manos, mis muslos, el cuenco de mis ingles y el coño. Siempre con el cebo del azúcar.
Deposité una gran cantidad en la zona de mi cuerpo que a mí más me interesaba. Y el perro no se retiró, debido a que mis primeros humores le supieron muy dulces. Los demás ya le atrajeron por su propia substancia.
—¡Cielos, ladronzuelo...! ¡Cómo me estás poniendo... con tu boca de amante experto...! ¡Yo sabía que un perro me haría así de feliz... Pero tenía miedo a quedar tan enganchada como mamá...!, ¡la pobre prefirió separarse de papá antes de abandonar a su hermoso «Isleño»! ¡¡Cuántas veces, escondida tras las cortinas, la vi gozando con su perro...!! Somos tan iguales, que estaba convencida de que yo también caería en este «vicio»... ¡Maravilloso... Mmmmm... Me corro...! ¡¡Lame, lame con más fuerza... Todo es tuyo ladronzuelo...!!
Aquella noche dimos comienzo a una relación sexual progresiva, parecida a un entrenamiento amoroso. Yo me cuidé de que «Iván» comprendiese que ya no se encontraba junto a una ama huraña, sino que tenía a su disposición a una verdadera amante. Y nos compenetremos de tal manera, que pudimos realizar todos los juegos, desde la penetración por delante y por detrás hasta el «69». Yo me trago su semen espeso por todas mis bocas, sin que me preocupe quedar embarazada. Algo que no ocurrirá, pues llevo dos años con estas prácticas... ¡Lo paso bárbaro!
En el momento que el fuego amoroso se fue calmando, hasta adquirir esa normalidad, que en los matrimonios llega a los pocos meses de la «luna de miel», pude darme cuenta de que mi vecina también había convertido a su perro lobo en su amante. No hizo falta que me lo descubriese. Hay cosas en una mujer que ama «tanto» a los perros que son fáciles de captar: la forma de acariciarlo, esa manía del noble animal de acercar el morro a la ropa que cubre los chuminos y otras cosas más.
No hemos hablado del tema; pero las dos somos conscientes de que la otra lo sabe. Este conocimiento nos ha hermanado; sin embargo, seguimos «follando» con nuestros perros de una forma exclusiva, acaso temerosas de que si el secreto se divulgara podríamos perderlos. Ya veis, más allá de la obsesión... ¡sigue encontrándose la obsesión!
Manoli - Madrid
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