Mi cita con la "madame"

Un amigo extranjero, conocedor de mi interés en el campo del fetichismo y la flagelación, me recomendó que hiciera una visita en París al establecimiento de una «dama del viento».

Me dio el número de teléfono, y la «Madame» con la que hablé me citó para el mediodía. Me sentía emocionado por la inminencia de una maravillosa aventura. La simple satisfacción de mi curiosidad bastaba para justificar la zambullida en lo desconocido.

La casa estaba situada en un callejón de poco paso. Subí a un primer piso, y me recibió una sirvienta de cierta edad. Esta me introdujo en una sala parecida en todo a la de un médico o un dentista, con pilas de revistas dobladas sobre la mesa. La única diferencia estribaba en una colección de cuadritos, todos ellos de mujeres vestidas con indumentarias de cuero, que adornaban las paredes.

Después de un rato de espera, me dijeron que subiera al tercer piso, donde me esperaba la «Madame». Me habían contado que tenía unos cuarenta años y, por nada del mundo, pensaba encontrarme con una chica de veinte. Parecía alegre y comprensiva y, en seguida, puede hablar con ella de cualquier tema sin el menor nerviosismo. Nos fuimos a su dormitorio, que se hallaba graciosamente decorado con muchos adornos de cuero y caucho. Me confió que su colección valía más de 50.000 €, y que tenía un conjunto de cuero de unos 3000 €.

Vestía de manera sencilla, con una camisa, unos pantalones cortos y negros, y botas y medias del mismo color. En seguida quiso saber qué «tratamiento» prefería, yo le expliqué que me gustaría que me castigara con un bastón.

Subimos al piso quinto, al final del cual había un armario en el que se guardaban toda clase de instrumentos. Me mostró una gama variada de correas, látigos, etc. Y me dijo que normalmente el cliente se vestía por completo de caucho; luego, le ataban y le amordazaban, para dejarle encerrado en el fondo del armario. De esta manera podía meditar sobre sus errores y el castigo que iba a recibir.

A primera vista, parecía que yo iba a recibir un trato distinto. La «Madame» me explicó que la sanción debía aplicarse por una falta determinada para crear una atmósfera auténtica. Añadió que era conveniente que yo mismo me vistiese de caucho y, después, descansara un rato leyendo algo de literatura sadomasoquista para ir creando el ambiente apropiado.

Entramos en la cámara de torturas, y al momento comprobé que la «Madame» era una experta en estas lides. Las paredes se hallaban cubiertas de toda suerte de instrumentos: látigos, cuerdas, fustas, correas y grabados representando escenas de torturas y flagelaciones. En el centro, aparecía un grueso marco de metal entriado con un espejo. Era un aparato cromado previsto para extender en él a la víctima al estilo de los antiguos caballetes medievales. Dos o tres aparatos en madera, colocados contra las paredes, me parecieron muy misteriosos y no pude adivinar para qué servirían. También había un lecho de reposo que supuse podía transformarse en otros aparatos de tortura.

La «Madame» me ordenó que me desnudara y me pusiera un par de culotes de caucho; luego, dejó la estancia, y de esta manera tuve la ocasión de curiosearlo todo más tranquilamente.

Cuando volvió llevaba una banda de cuero negro, que pasó alrededor de mi cabeza y ató sólidamente a mi nuca. Después, me ordenó que me echara doblado sobre el caballete, y me ató las piernas y las caderas con unas gruesas correas. Seguidamente, me advirtió que iba a calentarme el cuerpo con la fusta, hasta que me escociera la piel. Así lo hizo, y con tal eficacia que pensé que aquel dolor era realmente estimulante.

Luego, la «Madame» me dijo que iba a propinarme unos cincuenta golpes con unas varas de junco. Comenzó con una muy fina, golpeándome con vigor por encima del calzón. Hasta que comprobó que empezaba a cortarme la piel. Más tarde, bajó un poco el calzón, y continuó con uno más grueso. Pero evitando golpear en los lugares ya contusionados.

Nunca había recibido un trato semejante; sin embargo, no me quejé, ni le pedí que se detuviera. Por último, me masajeó con un vibrador eléctrico antes de dejarme libre.

Sus honorarios fueron muy modestos, y tenía tal personalidad que nada más dejarla ya estaba deseando volver. Todo el tiempo me estuve viendo a mí vestido de cuero y encerrado en el fondo del armario pidiendo que me ataran más fuerte; además, esperando que me entregasen otras ropas de caucho más sorprendente todavía.

La «Madame» siempre decía que aún se podía conseguir una mayor excitación si llegáramos a crear un ambiente real, en el que a mí se me castigara por una auténtica falta que hubiese cometido.

En una atmósfera de este tipo, Ella me aplicaría una enérgica disciplina: contando los golpes, diciendo frases agrias y aplicando otro tipo de castigos si los errores se repetían. Además, me obligaría a besar los juncos con los que me castigaría...

—¡Ven aquí pícaro indecente y descarado, impúdico inocente y mentiroso! —exclamó la «Madame»—. ¡Ahora recuerda, no quiero escuchar ninguna tontería! ¡Basta de falsa modestia conmigo! Ese juego ha concluido, finalizado por completo. Ven aquí, colócate a mi lado derecho, recuéstate en esa silla y muéstrame tu culo.

Esperaba que me hiciese algunas preguntas. Me cogió totalmente desprevenido. El horror de esta exposición que me ordenó hiciera para Ella, una dama tan hermosa y terrible, me dejó estupefacto... También volví a sentir la extraña mezcla de la gratificación sensual que amenazaba con traicionarme. Por otra parte, mi culo aún estaba marcado. Lo miraba todo con gran interés. Era cruel. Suspiré, caminé y me detuve cerca de su silla.

Me cogió rudamente por las muñecas y me obligó a pararme de lado. Luego, soltándome las manos, insistió:

—¡Ahora bájate los pantalones y deja tu culo al desnudo!

Palidecí y luego enrojecí. Nerviosamente moví el pantalón hasta las zonas bajas de mis piernas y me sacudió.

—Sé rápido —gritó—, ¡o, por Dios, te aseguro que te arrepentirás!

Ahogué mis sollozos lo mejor que pude, cogí mis ropas y caí sobre la silla. Sentía el aire sobre mis piernas.

—Ahora recuéstate hacia delante... bien echado —prosiguió la «Madame».

Me estremecí y me dejé caer lentamente. Ella colocó rápidamente su brazo derecho a través de mi espalda y me acomodó en el «lugar del suplicio», obligándome a dejar hacia abajo la cabeza, los hombros y el tórax. Levantó mi camisa más de lo que yo lo había hecho y la puso sobre mis hombros, por lo que mi cuerpo quedó materialmente desnudo ante sus ojos.

—No golpearé tu culo con mis manos. Sería demasiado molesto y de mal gusto. A cambio, probaré uno de mis juncos, el más grueso...

¡Los golpes arrancaron la piel de mis glúteos!

Aullé, pataleé y me retorcí forcejeando inútilmente. El dolor resultaba agonizante. Parecía atravesar directamente mis huesos. Mientras, Ella me aferraba con fuerza, por lo que mi resistencia resultó absolutamente inútil.

¡Siguió azotándome con la varilla cimbreante, despiadada, y que dolía una enormidad!

Grité y aullé, gemí y me quejé:

—¡Oh, deténgase! ¡He sido malo ahora y antes! ¡Pero ya he tenido suficiente!

—Ahora puedes levantarte.

—Oh, «Madame», por favor, discúlpame.

Su única respuesta fue cortarme un poco con otro terrible varazo. Parecía penetrar en mi carne.

Como ya no me sostenía, obedecí con rapidez. Mis ropas cayeron y salté por la estancia, sin estar seguro de cubrirme el rostro con las manos o ponerlas en mi culo. Por un lado, la picazón resultaba tan aguda y, por el otro, la vergüenza era tan intensa...

----¡No trates de utilizar tus tonterías conmigo! — amenazó—. Será mucho mejor si no lo haces. ¡Porque podría volver a utilizar los juncos!

Creo que he dado un reflejo del tratamiento que recibí en París, donde volví a ser un «niño travieso» que se merecía una buena lección en las nalgas. Todavía conservo las marcas, luego de haber pasado ocho meses desde entonces.

Víctor - Valencia


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