Mi mujer nunca se veía harta

Tengo una mujer excesivamente ardiente y sexual. No es una ninfómana, pero lo parece. Siempre muestra unos deseos inmensos de follar a cualquier hora. Y se halla dispuesta con su coño excitado y clamando por ser perforado. A mí me tenía mártir desde hacía tiempo porque, en ocasiones, me quedaba totalmente agotado. Había días que debía joderla hasta tres y cuatro veces. Y esto ¿quién es capaz de soportarlo?

En realidad me encanta, porque es bella, está bien proporcionada, cuenta 28 años preciosos y me siento enamorado de ella. Sin embargo, entonces no podía con tanto. Pensaba que era una hembra para dos o tres hombres, uno solo le resultaba insuficiente. Lo cierto es que esta posibilidad me parecía irrealizable, por varias razones muy convincentes: mi esposa me pertenecía y no estaba dispuesto a compartirla con nadie más, así había pensado siempre.

Se daban momentos en los que le decía a ella, sobre todo cuando la veía más excitada y me encontraba agotado, «¡un día voy a hartarte, aunque tenga que buscar a cuatro o cinco tíos que te dejen extenuada de tanto joder!» Al escuchar estas palabras, mi mujer se reía de mí, porque pensaba, como es natural, que aquello no eran más que bromas mías. La verdad, al encontrarme con la polla fláccida de tanto follar, viéndola pedirme más, pasaban por mi mente mil pensamientos absurdos para poderla saber plenamente harta.

Ya había recurrido a todos los procedimientos habidos y por haber para darle «gusto» y hacerle gozar. Compré varios penes artificiales, que ella se introducía en los momentos que yo me declaraba incapaz de seguir. Se los clavaba en su vagina: luego, con el deseo de seguir facilitando el placer, le titilaba el clítoris con mi sabia lengua, sin detenerme hasta que la oía gritar la llegada de nuevos orgasmos.

Creo que se pasaba con su obsesión por el sexo y la jodienda. A mí me gustaba todo eso, pero hasta ciertos límites de resistencia física. Llegó una noche que ya no quise seguir más adelante. Con un vibrador encajado en el coño, otro pequeño excitándole el clítoris, yo besándole y magreándola, y en una atmósfera de lujuria demencial... ¡todavía me pedía que le proporcionase otros estímulos!

De esta forma iba transcurriendo mi vida. Nunca llegué a pensar en satisfacerla con otra cosa distinta a mis propios recursos. Y aunque sabía que algunos maridos, con el fin de calmar a sus esposas, habían recurrido a terceros, por mi mente nunca había pasado semejante cosa. Ella tampoco buscaba el placer fuera del matrimonio. Se negaba a ponerme los cuernos, debido a que me quería y lo demostraba con mucha frecuencia.

Todas las veces que llegaba a decirle que un día la hartaría de follar, ella seguía sin creérselo y se reía con unas carcajadas sanas y provocadoras. Lentamente en mi cerebro fue anidando una idea morbosa y maquiavélica: me parecía menos grave que mi esposa hiciese el amor con otros hombres.

Con el paso del tiempo, llegué a considerar que era de lo más natural: si yo era incapaz de darle todo lo que ella necesitaba, ¿no sería una gran prueba de amor por mi parte si le procuraba los medios para satisfacerse?

Mi afición mayor, después de la jodienda, era la caza. Muchos domingos nos juntábamos varios amigos de los pueblos limítrofes, todos de buena posición, para ir a practicar nuestro deporte favorito.

Una mañana éramos seis cazadores que nos llevábamos de maravilla. Estuvimos casi tres días dándole al gatillo. Y obtuvimos tal cantidad de piezas que, en nuestra euforia, uno exclamó:

—¡Hoy sólo nos falta una tía buena para rematar nuestra felicidad!

Entonces pensé en mi mujer, y les dije que estaba dispuesto, si cada uno de ellos me daba 100 €, a traerles una hembra casada, bella y ardiente: «no es una profesional, pero le va la marcha una cosa excepcional». A todos les pareció fenomenal mi idea. Sin embargo, añadí que también me debería pagar a mí por cada polvo que la echasen. Ninguno se volvió atrás.

De donde nos encontrábamos hasta el pueblo había unos 70 kilómetros. Los hice en media hora larga. Puse a mi mujer al corriente de mis propósitos.

Aunque a ella le pareció, al principio, una idea descabellada, por amor a mí terminó por aceptar. Estoy seguro que mentalmente se relamía por la orgía que iba a disfrutar. Como es natural, a mis amigos yo no les había dicho quien era la hembra elegida. Tuve que desorientarles para que no sospechasen; además, les advertí que la tratasen con delicadeza, porque yo también participaría en la fiesta.

En el momento que llegamos  junto a ellos, todos se quedaron atónitos. Reconocieron que esperaban a una mujer maciza, pero que mi esposa superaba todas sus apetencias. Realmente los siete nos sentíamos muy nerviosos y excitados. Es natural que ella se mostrara algo asustada, lo que le otorgaba una mayor hermosura. La vergüenza y un cierto recato la permitían convertirse en un ser muy codiciable.

Cenamos copiosamente y regamos cada bocado con los mejores caldos de la tierra. Para ir entrando en situación, mi esposa bebió más de la cuenta. Durante este preámbulo, entre risas, chistes más o menos verdes y otras procacidades, se fue estableciendo la necesaria intimidad. Una vez se rompió el hielo, sorteamos quien sería el primero y el turno de participación de los demás. A mi me tocó follármela en cuarto lugar. Pero, antes de que se iniciara la orgía, recogí el dinero para entregárselo a mi mujer.

Entonces, a uno se le ocurrió una idea: ¿por qué antes de irse a la cama no la vemos desnuda? Ella se negó a complacerle; no obstante, a una indicación mía, aceptó someterse al añadido de un juego que estaba deseando disfrutar a plenitud. Comenzó a quitarse las ropas. A medida que caían las prendas y quedaban al descubierto sus carnes blancas y aterciopeladas, todos los machos, hasta yo mismo, nos mostrábamos excitadísimos.

En el momento que su sujetador se deslizó hasta el suelo y quedaron a la vista sus tetas duras y proporcionadas, mis amigos berreaban de placer. Y  con las bragas a medio muslo, nos pareció una diosa saliendo de las tenebrosas aguas del éxtasis sexual. Ella se dio media vuelta y se dirigió a la alcoba, donde le esperaba la cama dispuesta para que se hartara.

Previamente habíamos convenido que entraríamos de dos en dos. Y así lo hicieron los primeros. Mi esposa se encontraba tendida y ofrecida, esperándolos. La pareja se quedó muda al contemplar tanta belleza. Al verla tapándose la cara, cobraron ánimos para desnudarse y aproximarse al banquete carnal. Luego, uno se puso a trabajar por la zona de las tetas y el otro por las rodillas, los muslos y el coño. La besaron y la lamieron, casi de una forma sincronizada.

Ella parecía enloquecer de gusto. Su entrepierna ardía de pasión y de ansias de ser ocupada. Ya le estaban titilando los pezones y el clítoris. Comenzaba a saber que estaba iniciando su goce definitivo. Con las vergas en plena erección los machos no pudieron aguantar más. Uno la montó y, con un certero golpe, se la incrustó toda, y dio comienzo al mete y saca cada vez más acelerado, aunque en ningún momento perdiese el ritmo. Hasta que la descarga del semen inundó el chumino de la hembra que, después de haber gozado de dos orgasmos, se debatía de placer.

Mientras, el segundo de los folladores le seguía besando en la boca y le acariciaba los pezones. En cuanto la sacó el primero, el otro se cuidó de rellenar la hirviente hendidura con una gran parsimonia, pero con un deseo tremendo. Su cipote se hallaba ansioso por obtener los mismos goces que había visto disfrutar al primero. Los dos se corrieron casi al unísono.

Mi esposa levantó la cabeza, dando idea de que se hallaba disfrutando de lo lindo. De esta forma despidió a los machos. Al instante entramos los siguientes. Al llegar a su altura, la besé en la boca y le pregunté como lo había pasado. Me dijo que fenomenal: su temperamento estaba disponiendo de la horma de ese «zapato» llamado Sexo.

Nos desnudamos los nuevos agresores. De verdad, quedé estupefacto al ver el cipote de mi amigo. Poseía algo enorme, y eso que aun le colgaba fláccido le llegaba casi hasta la rodilla. Me asusté. Pero mi mujer, a pesar de su sorpresa, se le hizo la boca agua. El bien dotado se hallaba al tanto de la expectación que siempre causaba su herramienta. Nos confesó que muchas tías se negaban a joder con él: «si tienen un túnel vaginal corto, o no son capaces de lubricarlo y dilatarlo lo necesario, podría destrozarlas».

Todas estas palabras a la calentona le sirvieron de droga. La besé en la boca, bajé a sus pezones totalmente erectos y los mamé. Al mismo tiempo, el de la polla de Goliat, se entretenía en el coño bien encharcado, para extraer los líquidos, y en los muslos tan apetecibles. No había ninguna duda de que pretendía llevarla el clímax de la pasión, con el fin de que su penetración resultase de lo más fácil.

Mi esposa abrió cuanto le fue posible sus piernas. Su coño quedó totalmente accesible. Entonces, con sumo cuidado, él puso la morada cabeza de su polla en la entrada de la vagina, y comenzó a empujar lentamente con el fin de que la clavada resultase lo menos dolorosa posible. Y los diez o doce centímetros primeros entraron con cierta holgura. A la vez, yo la proseguía besando y acariciando.

Repentinamente, me di cuenta de que ella se estaba mordiendo los labios, apretaba los dientes, sacaba la lengua, cerraba los ojos —no pude saber si era por culpa del dolor o por la suerte del placer— y gemía quedamente. La realidad se centraba en el hecho de que aquel tremendo mástil continuaba perforando. Parecía como si Príapo estuviese entrando allí con toda su corte entera, y así era inmenso el goce en la cavidad ansiosa de verse repleta de carne y de leche.

Llegó un momento en que el coño había sido dilatado al máximo, ya que la verga acababa de tomar aposento de la cueva. Lentamente ésta empezó a moverse, para que mi esposa jadeara, se convulsionara, se retorciera y adorase aquel enorme badajo. Por fin el coloso descargó todo su esperma. Resultó algo inenarrable: los dos convulsionados por la excitación, a la vez que aquello tan fabuloso entraba y salía constantemente.

Yo me noté excitadísimo, por lo que en cuanto cogí el relevo mi pene se encontró bailando inútilmente en un interior dilatado hasta la exageración. Tuve que esperar un poco, acariciándola. Ella me confesó que estaba gozando más que nunca, ya que no había imaginado que se pudiera conquistar algo tan descomunalmente paradisíaco.

Poco a poco se fue cerrando su vagina encharcadísima, hasta que recuperó su estado normal. Momento que aproveché para darle mi verga, queriendo que me ayudase a introducirla. La follé de tal manera, que este polvo antológico se ha quedado grabado en mi mente para toda la vida.

Cuando finalicé y me retiré del chumino, mi esposa atrapó la polla de mi amigo como si pretendiera comprobar la realidad de sus dimensiones. A medida que la sobaba y la recorría con sus manos, aquella monstruosidad empezó a levantarse. Súbitamente, ella lo apresó con la boca, a pesar de que le entraba con gran dificultad, y comenzó a chupar la amoratada cabeza. A mí me extrañó su iniciativa, ya que nunca había sido muy partidaria de la felación.

Semejante numerito, unido a los sonidos y reacciones que generaba, consiguió que me recalentase. Por lo que no dudé en comerme el chumino palpitante e inundado de distintos caldos. Pronto me llegaron al paladar el fluido de varios orgasmos. Creo que todo el mérito era del titán. Luego, cuando la impresionante haba iba a eyacular, ella se la sacó de los labios y terminó masturbándola con sus dos lindas manos.

Al terminar salimos los dos y entraron los últimos. Estaban a punto de reventar, por eso asaltaron con gran ímpetu en la alcoba, donde mi mujer les esperaba. No voy a describir esta nueva secuencia de folladas, aunque lo hicieron de todas las maneras posibles e imposibles y permanecieron un par de horas disfrutándola. Sólo diré que quedaron, como los otros cuatro, exhaustos de soltar la leche por sus carnosas mangueras.

Pero la nunca harta todavía quería algo más. Iba a meterse en la ducha, pero al darse cuenta de que uno de los tíos seguía manteniendo el cipote bien en forma, no quiso dejarlo en aquel estado. Se colocó de horcajadas sobre una mesa, y le ofreció su coño todavía húmedo para que se lo penetrara. Y él lo hizo sin más miramientos, clavándosela toda dentro como un pistón en la mayor aceleración de motor. Con unos buenos mete y saca la roció con una andanada de líquido espeso y caliente. Finalmente se  metió en el cuarto de baño, de donde salió bien aseada y espléndida.

Luego se vistió y nos miró como si allí no hubiera sucedido nada anormal. Antes de marcharnos, todos mis amigos quisieron obtener su número para llamarla. Y ella contestó muy astutamente: «cuando queráis algo de mí, sólo tenéis que poneros en contacto con Jaime, mi esposo». Le agradecí el detalle, pues quedaba a merced la posibilidad de repetir una orgía como la que acabábamos de gozar.

Ya de camino, comprobé que mi mujer se sentía muy feliz. Me sentí halagado al haberla «hartado de Sexo» después de cinco años de casados. También contaba el hecho del dinero, con el que ella podría comprarse cualquier capricho. De pronto, se me ocurrió un mensaje publicitario que se «oía hace algún tiempo, y lo repetí con una intencionada modificación:

—¡Una orgía al año no hace daño!

—¡Una vez a la semana es cosa más sana! —me replicó mi esposa, haciendo gala de sus rápidos reflejos.

Preferí callarme, pero capté la indirecta. Quería disfrutar del mismo goce con cierta frecuencia. Ya no era de un solo hombre. También pensé en mis amigos: habían ido a cazar perdices y terminaron consiguiendo un conejo, el cual, para más gozado, «habían podido comerse bien vivito».

Jaime - Ciudad Real

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