Nunca es demasiado tarde

Soy una mujer que acaba de cumplir los cuarenta y dos años, y el año pasado gocé una experiencia tan extraordinaria que quisiera compartirla con los lectores de «milRelatoseroticos». Aunque he recibido una instrucción esmerada y soy licenciada universitaria, habiendo seguido cursos de psicología y sociología, todo ello de nada me sirvió con respecto a mi acoplamiento sexual.

Me casé con un muchacho que conocí cuando iba a la escuela. Antes de la boda no nos entregamos al acto amoroso, aunque nos acariciábamos mutuamente los órganos genitales y nos excitábamos mucho sexualmente. Siempre que me sentía a punto de alcanzar el orgasmo a través de la estimulación clitoriana me contenía, porque toda la literatura sexual que había leído me decía que esto era anormal. La única forma normal en la que una mujer debía alcanzar el orgasmo se producía a través de la penetración del miembro. Yo pensaba que una vez casados y efectuando el acto sexual con regularidad, sería capaz de alcanzar unos clímax vaginales de esta forma.

Después de la ceremonia, aunque mi marido me estimulaba al máximo, yo me contenía hasta que él me hubiese penetrado, esperando experimentar entonces el prometido orgasmo vaginal. Sin embargo, puesto que estando el miembro introducido la estimulación clitoriana tendía a disminuir y no a aumentar, nunca me era posible alcanzar la satisfacción. Ello me provocaba mucha ansiedad y angustia.

Había leído en Freud que las mujeres que no eran capaces de experimentar el orgasmo vaginal debían ser consideradas inmaduras, ya que experimentaban un resentimiento hacia los hombres y envidiaban sus miembros. Pensaba que todo ello era cierto en mí y me sentía fracasada. Estaba demasiado avergonzada para discutirlo con mi marido o con el analista que visitábamos, porque no quería que descubrieran mi fracaso como mujer.

Aunque siempre me había considerado muy sensual, me masturbaba con frecuencia y mi marido conseguía excitarme a menudo, empecé a evitar mantener relaciones sexuales con él a causa de mi incapacidad de alcanzar el orgasmo vaginal. Cuando nos uníamos sexualmente, yo fingía con frecuencia que disfrutaba del orgasmo para complacerle; pero yo me notaba vacía e insatisfecha. La única liberación la alcanzaba a través de las pajas, lo cual me obligaba a sufrir con harta frecuencia un sentimiento de culpabilidad.

Nuestro matrimonio siguió así durante muchos años. Vivíamos juntos por compañerismo y por amor a nuestro hijo; pero nuestra existencia carnal era un fracaso. Sé que él presentía mi aversión al acto y se sentía dolido y rechazado. Sin embargo, me era imposible confesar la verdad. Algunos intentos de relaciones extramatrimoniales me produjeron los mismos resultados. Perdí las esperanzas y pensé que jamás conseguiría experimentar un orgasmo normal con un hombre.

Hace años leí los informes Masters y Johnson acerca de sus estudios sobre la sexualidad, los cuales me revelaron que no existía el llamado orgasmo vaginal —es decir, que los orgasmos femeninos eran fundamentalmente de origen clitoriano— y que ello no era más que un simple hecho biológico. Pueden imaginarse mi alivio al comprender que no se daba en mí ningún defecto, ni biológico ni psicológico. Además, la certeza de que cualquier método que utilizase una mujer para alcanzar el orgasmo como yo debía considerarse normal redujo considerablemente mis sentimientos de culpabilidad en relación con la masturbación.

Lentamente me armé de valor y le mostré a mi esposo los informes Masters y Johnson, confesándole la verdad de mis erróneas suposiciones en relación con la sexualidad.

Aunque creía en lo que acababa de leer, pensaba que era demasiado tarde para que pudiésemos modificar nuestras costumbres. No obstante, mi marido sugirió la conveniencia de que regresáramos al punto de partida. En lugar de quitarnos las ropas y acostarnos, sugirió las ventajas de que dejásemos de mantener relaciones sexuales.

Se pasó varias noches en el sofá del salón. Algunas veces no regresaba a casa hasta muy tarde. Nos citábamos para cenar, y yo empecé a desear verle. Cuando llegábamos a nuestro hogar, muy tarde, empezábamos a besarnos y acariciarnos y yo me calentaba mucho. Así ocurrió varias veces; pero en ninguna ocasión nos acostábamos juntos, porque mi marido se mostraba interesado en que prosiguiéramos el experimento.

Finalmente, llegué a sentirme tan hirviendo que me parecía que él no era mi marido, sino un nuevo amante. Parecía como si hubiéramos regresado a nuestra época juvenil, y yo volvía a disfrutar de los antiguos anhelos carnales. Cuando al final nos hicimos el amor, ambos nos sentíamos como enjaulados y locos de excitación...

Temblando de deseo tiré de la manecilla de la cremallera, y metí mi diestra en la abertura... ¡Apareció un pene desconocido, anhelado y desesperado! No sólo me pareció más largo, sino que resultó grueso y su cabeza parecía un tomate a punto de reventar...

—¿Crees que hemos esperado lo suficiente, Lucy? Estamos jugando con el futuro de nuestro matrimonio...

—Me siento arder... ¡Mejor que la primera vez! Tengo la sensación de que voy a cometer un adulterio —reconocí, sintiendo que podíamos habernos pasado con nuestro experimento.

Pero mi diestra ya se había ido tras de aquella maravilla, y mis dedos se prendieron en el capullo con fuerza. Todavía no se hallaba plenamente erecta, lo que no impidió que la carne me resultase dura y muy abrasadora. Me incliné para besar el glande —¿cómo era capaz de una iniciativa semejante?—, que me acababa de regalar con un tremendo orgasmo.

Le pasé la lengua por toda su extensión; recibí un sabor algo salobre, y comprobé que, como un ser vivo, reaccionaba al contacto. Al mismo tiempo, él me estaba besando y, a la vez, con las manos me iba trajinando en las tetas; aún antes de ser tocadas, mi cuerpo entero había vibrado con la visión de aquel pene tan olvidado, y los pezones se me pusieron tiesos y firmes. Luego, iniciamos el recorrido de todos los caminos que canalizaban los preparativos sexuales. Eulogio exclamó:

—¡Déjame darte una mamada! ¡Es necesario que tu vagina esté muy lubricada!

Sé sumergió entre mis piernas y, no habían pasado ni tres minutos, cuando me sentí embargada por esas angustias de felicidad que anuncian el orgasmo; y, al instante, se me disparó fuerte y sostenido, porque no dejaba de sentir que mi clítoris era titilado. ¡Qué maravilla! Los jugos me inundaron toda la entrada. En aquel momento, él se puso de pie, y sacó una venda de los bolsillos del pantalón. Me quedé asombrada, porque le estaba viendo envolverse el miembro, casi por la mitad, dándose vueltas con la gasa. Y le escuché susurrar:

—Creo que será suficiente con esto. No conviene que lo aceptes todo de una vez. Después de tanto tiempo, resultaría peor que si fueras una virgen adolescente...

No entendí a qué se refería, pero lo comprendí más tarde. Me tendió de espaldas, y me quitó las bragas. Le esperaba con las piernas muy abiertas, y con un mucho de miedo. El glande me penetró forzando las paredes interiores —seguro que faltas de elasticidad por el escaso uso, ya que las masturbaciones nunca ahondaban hasta donde él me estaba entrando—, y allí se mantuvo, efectuando unos suaves bombeos.

—¿Sientes dolor, cariño?

—No, gracias... ¡Te suplico que me des más!

—Eres muy valiente, Lucy. Pero quiero que me avises en el momento que sientas la más mínima molestia. Ten en cuenta que está en juego nuestro matrimonio... Quizá me vuelva loco de pasión. También yo he pasado demasiado tiempo sin catarlo...

—Te avisaré, lo juró... ¡Pero no alargues tanto la espera, que me matas!

—De acuerdo, Lucy. Eres muy valiente, y no te quejas. Veamos. ¡Date la vuelta!

—¡No, por ahí no! ¡Me destrozarías...!

—Ya verás cómo todo resulta mejor de lo que supones...

Con un vivo temor, me tendí sobre el estómago.

Me dedicó una profunda penetración. Sentí que me iba desgarrando las «oxidaciones», porque el grosor de su verga era imposible de resistir. Pero tenía la carne dentro, sintiendo todos los canales llenos y apretados, lo que me producía un roce completo, sin vacío alguno. Resultó una sensación inigualable. Por eso comencé a mover las caderas, y Eulogio siguió con su ritmo lento. Desde el fondo de mi ser nació el placer, y se me disparó un sensacional orgasmo, porque él se quedó como apretando en mi interior, igual que si el pene taponase la salida. Pareció una especie de lucha, estalló como una luz maravillosa de bengala...

Me sentí llevada por los aires, flotando como una ciega; pero sintiendo cada centímetro de mi piel estremecido por el placer inmenso. Porque mi marido continuó entregado a nuestra total recuperación. Minutos después, obtuve otra explosión; fueron unas cargas gigantescas de placer, que me dejaron sin saber materialmente dónde me encontraba, ni qué hacía, aunque el instinto continuaba impulsando el ritmo de mis caderas.

Minutos más tarde, sentí que el pene se hinchaba aún más, si aquello era posible, y supe que él iba detrás de su goce. Al terminar, yo me noté rendida como si me hubieran dado un masaje interminable por todo el cuerpo; pero, dentro de mí, quería un poco más de verga. Y se lo dije.

—Tú me dirás hasta dónde. En esta postura son tuyas las decisiones. Si quieres más, sólo debes abrir un poco las piernas; pero, en el caso de hartarte, puedes mantenerlas en la misma posición; y si quieres menos, ciérralas un poco. ¿Comprendes?

Hice una señal de asentimiento con la cabeza. Pronto sentí el peso del cuerpo de mi marido buscando su postura. Con sus brazos me alzó, para dejarme apoyada en mis rodillas. Y así noté cómo el pene se deslizaba por mi valle trasero, avanzando en busca de la vagina hasta penetrarla. Y me volvió, de nuevo, la sensación de angustia; pero mezclada con las ansias de tenerla dentro. Me abrí un poco más de piernas...

Eulogio empujó con suavidad, tanteando. Me abrí otro poco más. Me pareció que su miembro era interminable; pero ya lo notaba más dentro, en una zona eternamente inexplorada. Continué abriéndome, y él me penetró... Acusé como un desgarramiento interno, e instantáneamente, me apreté de muslos. Le obligué a retirar un poco de su carne; pero ya tenía todo lo que quería, bien dentro de mi vagina, y me entregué al ritmo del coito. Mi marido me siguió. Las penetraciones resultaron deliciosas: me causaron dolor y placer. Así llegamos al final...

Tras un juego excitante, netamente clitoriano, me había soltado, por lo que alcancé un orgasmo explosivo. Desde entonces mi marido y yo lo hemos probado todo, incluido el cunnilingus. Al final, hasta logré alcanzar un clímax estando él en mi interior si previamente se había producido una adecuada estimulación de mi clítoris.

Estoy muy agradecida a la nueva era de liberación sexual, ¿lo llamo cambio? Sin estas nuevas actitudes hubiese vivido el resto de mi vida sexualmente frustrada y reprimida, creyendo siempre que era mía la culpa.

No obstante, debo señalar que me siento enojada por todos los años que he perdido. Me parece totalmente ilógico que Sigmund Freud, un hombre, y todos los demás sexólogos varones cuyas obras he leído tengan que ser autoridades acerca de los orgasmos que sólo pueden disfrutar las mujeres.

Espero que gracias al nuevo clima que estamos viviendo, cada vez habrá más mujeres que puedan sentirse libres de expresarse sexualmente en lugar de experimentar un profundo sentimiento de culpabilidad que las obligue a recurrir a fuentes exteriores para poder gozar de la sexualidad en la «forma adecuada». Y hablando de fuentes exteriores, pienso que no puedo condenarlas porque, ¿dónde estaría yo sin la más importante de ellas, es decir, un marido con inventiva e imaginación sexual?

Lucy - Soria

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