Un detective aficionado

Soy amante de las novelas policíacas. He leído a todos los clásicos del género, desde Raymond Chandler a Simenon, y me sé de memoria las obras de Manuel Vázquez Montalbán, Juan Madrid, Andreau Martín y Eduardo Mendoza. Os cuento todo esto porque resulta imprescindible para entender lo que me sucedió el verano último.

Yo me había puesto a escribir una novela policíaca, y se me ocurrió que el escenario principal debía parecerse a la fabulosa torre de los señores Martoreil. Procuré irme muy de mañana a una colina, desde la cual se veía perfectamente todo el edificio. Y provisto de unos prismáticos empecé a realizar mi trabajo. Dibujé un plano del lugar, sin olvidar ni uno solo de los detalles; luego, me entregué a crear el texto.

Pero, durante el décimo día, me detuvieron dos municipales y me llevaron a la torre. Allí me encontré con una rubia impresionante, que justamente parecía haber salido de las páginas de una novela de Ross Macdonald o de Mickey Spillano. Le conté lo que estaba haciendo, pues se me tenía por alguien que planeaba un atraco —debido a lo minucioso del plano que levanté del edificio—, y no se me creyó hasta que enseñé los primeros cuarenta folios de novela.

La cosa no hubiese tenido ninguna importancia de haber acabado así. Resulta que, al cabo de una semana, la señora Martorell me telefoneó a mi casa y me pidió, muy alterada, que fuese a verla con la mayor urgencia.

—Vea usted todas estas fotografías, Ramón —dijo, en el momento que me llevó a la salita de estar—. ¡Tiene que ayudarme!

De verdad, me quedé sin hablar al examinar las fotografías. No podían ser más pornográficas; ¡y en todas, o en la mayoría, aparecía la señora Martorell haciendo mil guarrerías... a cual más deliciosas!

—¿Cómo puedo ayudarle yo a usted? —pregunté, intentando que no se notara demasiado que se me había subido el pavo.

—Esas fotos me las ha mandado alguien por correo. ¡Me pide 6.000 €! En caso de que no le pague, me amenaza con enviarlas a «Internet» y a revistas de distribución nacional. ¡Esto arruinaría la carrera de mi marido, y arrastraría por el fango mi reputación!

—Las fotografías tienen un solo escenario: un mismo sofá, una misma cama e idéntica moqueta. ¿A dónde corresponde ese escenario?

—A mi dormitorio en el ático que tenemos en Barcelona.

—¿Por qué no me lleva usted allí?

Mi seguridad le impresionó —tal vez mis escritos y el plano de la torre—. Aceptó la idea; sin embargo, antes me dijo:

—Ya sabe que el hecho de ir a la Policía supondría provocar un escándalo. ¡Si resuelve este caso le pagaré 3.000 €!

—No puedo prometerle nada. Ni siquiera soy un detective aficionado...

La señora Martorell vivía en un barrio de clase, en una casa de apariencia lujosa. Vino a abrirnos la puerta una muchacha que podría haberse decidido a posar para las revistas de hombres: tenerla como camarera era desaprovecharla.

De cabellos pelirrojos, ojos verdes, nariz respingona, rostro lleno de pequitas, boca de corazón y un cuerpecito que ceñía su uniforme negro en todo sus puntos. El ático me pareció inmenso, con un enorme jardín colgante y con piscina. Me encontraba en una de las casas más bonitas que había visto en Barcelona.

—Sígame —dijo la señora, ofreciéndome la visión de su culito encantador en movimiento, para guiarme por un dédalo de corredores, hasta que me introdujo en su dormitorio—. ¡Este es el lugar donde traicioné a mi marido!

Reconocí la habitación. Había visto muchas fotografías de la misma. Allí estaba el sofá, sobre el cual solía divertirse una pareja; y la moqueta, que servía a un montón de gente; y el lecho, donde la señora Martorell se dejaba joder por infinidad de afortunados mortales, a los que solía rodear las espaldas con sus piernas maravillosas.

De pronto, entre nosotros se estableció un momento de turbación; sólo unos largos segundos, pero lo bastante para que un verdadero hombre y una auténtica mujer, como los dos, supiéramos reconocerlo.

—No debe juzgarme mal — comenzó ella a romper el hielo—. Yo no me siento culpable cuando traiciono a mi marido. Lo hago simplemente para apagar mi necesidad física, como comer y beber. Jamás por traicionarle, de verdad. Mi psiquiatra me ha dicho que es una cuestión de hormonas, y que me conviene follar a menudo...

—¿Cuánto tiempo lleva sin comer... ni beber? —pregunté, mirándola a los ojos—. ¿Desde cuando... no folla?

Rió un poco falsamente. Entonces me cuidé de impedir que soltara cualquier tontería. Le cerré la boca con un beso y la encontré dispuesta a recibirme.

Incluso su lengua sabía a perfume francés. Se desnudó sola y yo hice lo mismo. Quizá era poco poético; pero, en definitiva, lo más práctico. Saltó sobre mí con las piernas abiertas. ¡Increíble!

Aquella mujer resultó ser una acróbata. Me capturó el arnés, que por suerte estaba ya en la forma de las «grandes ocasiones», como si tuviera un imán detrás de aquel césped maravilloso, que se veía dorado entre las ingles.

La señora Martorell era una rubia natural. Se movía con la clase de una bailarina y la rapidez de una anguila. Tuve que emplear todo mi repertorio de pomo malicias, con el único propósito de estar a la par y no vaciarme inmediatamente como un muchachito.

Le acaricié el surco entre las nalgas, y ella se quejó implorándome que la penetrase por aquella parte con los dedos. A la vez comenzó a acariciarse y a pellizcarse las tetillas con violencia. Le gustaba unir muchos placeres al mismo tiempo.

Bajo la luz intensa que caía de la lámpara de cristal resultaba maravillosamente impúdica. Miré nuestras imágenes reflejadas en el espejo, y admiré de nuevo sus nalgas estupendas ofrecidas a mi brutal sobeteo.

Después, siempre secundándola en su ritmo infernal, miré alrededor. Fue una acción rapidísima: mientras apagaba la luz del comodín, separé a la hermosa mujer de mi cuerpo.

Al cabo de una fracción de segundo ya me había precipitado a través de la ventana que había aparecido en el lugar donde estaba el espejo. Y me encontré en una pequeña habitación oscura, viendo una cámara fotográfica apuntada hacia la cama y un cómodo sillón junto al trípode que sostenía la máquina. Sobre una silla estaba la camarera pelirroja, desnuda de cintura para abajo. No dispuso de tiempo suficiente para detener sus acciones. Se hallaba masturbándose; mientras, nos había mirado a través del espejo transparente.

La máquina automática trabajaba sola para inmortalizar nuestras diversiones eróticas. La pelirroja no se preocupó de cubrir con algo su coño húmedo y ardiente por el placer interrumpido. Sin embargo, se tapó la cara. Yo miré alrededor: no faltaba nada, ya fuesen palanganas, proyectores, clasificadores, ampliadoras y todo un estudio fotográfico completo en tamaño reducido.

Le apoyé la mano en un hombro. Una muchacha como aquella masturbándose suponía todo un derroche.

—¿Dónde has puesto los negativos? —le pregunté con dulzura, sin preocuparme de que mi polla rígida le estuviese acariciando el brazo.

—En los clasificadores —me susurró— con un hilo de voz—. Está todo dentro.

Decía la verdad. Encontré decenas y decenas de negativos, de fotos comprometedoras. Aprendí mucho más sobre las fantasías eróticas de la hermosa rubia. Bueno, había sido un trabajo muy fácil ganando 3.000 € . Nada mal. Pero, realmente, no había terminado.

Unos gemidos detrás de mí me devolvieron a la realidad. La pelirroja gemía; mientras, la rubia le ahondaba con su rostro metido entre las piernas. A este punto no tuve más remedio que entrar en acción yo también. Aunque sólo fuera para estorbar a la pareja. Me acerqué a ellas. En cuanto estuve allí, la doncella capturó mi polla y se la llevó a los labios. ¡Caramba, sí que lo sabía hacer!

Le quité de los labios golosos el chupa-chup por una mera cuestión de justicia: no era lo correcto que la rubia hubiese dejado incompleta su parte; así que se la metí por detrás, en una enculada sin mantequilla. Todo acabó con un orgasmo a tres.

Durante unos minutos en la habitación sólo se escucharon las acciones de nuestras lenguas, en un trabajo de lamedores de caramelos. Un gorgoteo de salivas que se combinaban con las respiraciones cada vez más débiles y entrecortadas. Pronto fueron acompañadas por unos jadeos progresivos y por expresiones de estas características:

—¡En el asunto de la jodienda... lo que importa es que los seres humanos se atraigan y, especialmente, conozcan dónde están los puntos a atacar...! ¡Vaya forma de darles golpes con la lengua a mi picha, preciosa... Se diría que antes habías recibido un curso de entrenamiento...!

La camarera pelirroja estaba dedicando a mi verga un tratamiento muy singular y efectivo. Algo que tenía ciertas similitudes con lo que hacía en el coño de la señora Martorell. Sin embargo, la prominencia y solidez de mi vástago, la permitían otros experimentos: recorrer toda la longitud con besos, succiones, mordisquitos o lametones; apretar mis cojones o llenarlos de saliva; recrearse con la posesión de mi glande, rodeándolo con la tenaza de sus labios o repiqueteando con la puntita de la lengua sobre el agujero de mi capullo. Siempre sujetando con fuerza mi polla, como si temiera que se le fuera a escapar.

Yo le ayudé sujetándole la pierna derecha, para mantenerla bien levantada. Cualquier esfuerzo, por pequeño que fuese, traía consigo una mayor carga de voluptuosidad. Y conseguía que las manos de la hermosa rubia incrementasen la presión de sus dedos sobre mis cojones.

Merecía la pena quedarse totalmente desnudo. En el momento que lo hice, la camarera susurró:

—¡Dios, si eres tan guapo como un cantante de rock!

Era el reconocimiento de que ya no opondría ninguna resistencia. Estaba completamente entregada a la follada bisexual, encelada con mi verga que cada vez le gustaba más.

Cuando la situación parecía que no iría a más. Di un vuelco a las posiciones. Abandoné la mamada que estaba recibiendo, me bajé de la cama, invité a la señora Martorell, a que se arrodillara sobre la misma y, al instante, eché a la pelirroja de la colcha. Para clavarle la picha en el corazón del chocho; mientras, dejaba mi cabeza encajada en los muslos de la otra.

Los tres nos entregamos a la acción con unos impulsos que iban creciendo a marchas forzadas. Forzados por la excitación y la calentura que nos provocábamos. De ahí que nos mordiéramos los labios, o buscásemos desahogos de los más lógicos: válvulas de escape que estaban en los pezones, en los jadeos y en las respiraciones cada vez más fatigosas.

—¡Ya está aquí, chicas...!

¡Me viene mi primera eyaculación...! ¡Os aseguro que voy a aguantar algunas más...!

La señora Martorell se retiro de su posición, se deslizó sobre la cama y apresó mi picha. Justo en el momento que se iba a producir el disparo de la leche. Cuyos lingotazos fueron a golpear sobre el espeso cabello del pubis. Formando una crema aromática, brillante, pringosa y muy comestible.

Aquella tentación se hizo irresistible para la doncella pelirroja. Por eso la llevó a tumbarse sobre el vientre de su señora, extrajo la lengua a bastantes centímetros del exquisito bocado y... ¡Con una soberbia zambullida se entregó a lamer, gota a gota, en un voraz salpicoteo y engolosinado!

—¡Si os habéis propuesto enloquecerme... puedo aseguraros que ya estáis a punto de conseguirlo...! —exclamó la chiquilla, con los ojos cerrados y sujetándose como si se le fuera detrás de aquel delirio de placeres.

—¡Bébetelo todo, preciosa... Igual que una ternerilla sedienta...! —susurré, empujando la cabeza de la rubia.

No me importó caer en la cama, para recuperar las fuerzas. Poco más tarde, probando mi capacidad de reacción, di la vuelta a la pelirroja y le aproximé la picha al culo. No la tenía del todo erecta, pero me sentía capacitado para iniciar la sodomización.

Algo que preferí aplazar, porque la ya agresiva rubia me estaba mamando la polla. Me pareció que tardaría en volver a correrse de nuevo. Pero, entonces, ella se detuvo un poco, y se inclinó para besarme en la misma punta del capullo. Succionó en el meato con intensidad, igual que si tuviera una paja dentro de un vaso repleto de horchata.

—¡Demonio de tía... Me estás dejando vacío los cojones...! ¡Siento como si todo lo que está ahí dentro... se fuera a subir hasta su boca...! —exclamé, muy sorprendido.

La mamada se intensificó, hasta que llegó un momento que me dolió la polla, por culpa del deseo de descargarme del semen que se había acumulado en el depósito de una forma acelerada. Ella sabía a la perfección cómo debía realizar el trabajo. Y me obligó a llegar al borde del límite.

Mientras, la hembra viajaba en un extraordinario orgasmo, magnífico, de una intensidad inusitada. Y siempre ejerciendo las acciones con los labios, la lengua, los dientes y los golpes de succión.

Sin embargo, en el momento que iba a producirse la explosión del semen, yo quise buscar una nueva posición. Me escapé de la tenaza femenina, busqué un buen apoyo en la cama, vencí el cuerpo de la hembra hacia un lateral y le eché la leche por la raja del culo y en los glúteos...

La camarera fue perdonada, naturalmente. La señora Martorell, para evitar publicidad, puso una cruz sobre los 3.000€ que ya había desembolsado en mi beneficio. Y ambas mujeres se convirtieron en buenísimas amigas a partir de aquel día. Hasta me invitaron a volver a menudo a su dormitorio. La cámara oscura montada en un armario ropero de la casa de al lado, que se hallaba vacía, fue definitivamente tapiada.

Las dos hembras todavía hoy me preguntan cómo adiviné que aquel espejo transparente era una especie de ventana donde se encontraba la clave de todo. Yo sigo diciendo que es cosa de la casualidad. Pero no he confesado nunca que, incluso un detective aficionado sabe que cuando un espejo no restituye con toda su intensidad las luces que se reflejan en él, el 99 por 100 de las veces es un espejo transparente. Y aquel espejo del dormitorio devolvía muy descolorida la luz fuerte de la lámpara de cristal. Incluso un principiante, en este punto, habría olido el engaño. Pero yo, al encontrarme en los brazos de la señora Martorell, estuve a punto de correr el riesgo de representar el papel de cebo.

Pienso que la cosa funcionó por puro azar. Aprendí mucho. Lo principal es que es mejor escribir una novela policíaca que vivirla. Ahora admiro más a la Policía. Os prometo que jamás me meteré en otro lío parecido. ¡Ya tuve bastante con esa primera y única situación como «detective aficionado»!

Ramón - Barcelona


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