Sádico por detrás

Soy un sádico, lo reconozco. Hace tiempo que venía dándome cuenta de que mi placer sexual languidecía en mi matrimonio por falta de emociones. Hace tiempo que venía obligando a mi mujer a doblegarse a mis deseos, y comprendía que eso iba a terminar con nuestra unión. Pero no me importaba.

Mi mujer, dulce y llena de recato, que siempre tenía bastante con que yo la amase de forma natural, que nunca parecía necesitar de mi sexo ardiente, que se conformaba con todo... Eso me ponía frenético.

Una mañana, cuando ella preparaba la comida en la cocina, me puse tras ella, le alcé la falda y le pedí que siguiera guisando, mientras yo trataba de introducir el pene por el ano. Rossina se asustó al notar mis intenciones y me pidió que no lo hiciera. Pero yo quería verla así: Asustada, suplicante.

Casi con brutalidad, utilizando mantequilla de la que tenía en la cocina para facilitar la penetración empujé y empujé hasta que empecé a notar que el pene se abría paso en el difícil orificio.

Rossima seguía suplicando y llorando, junto a la sartén de aceite hirviente El dolor tuvo que ser grande. Lanzó un grito desgarrado cuando mi pene la taladró por completo y una de sus manos tropezó con la sartén, haciendo caer aceite sobre sus dedos.

Me di cuenta de cómo debería dolerle y apreté más lleno de una alegría salvaje. Cuanto mayor era el dolor de mi mujer, cuanto más desgarradas sus súplicas, mayor placer sentía, golpeándola una y otra vez en el trasero, hasta que eyaculé gozosamente.

Al día siguiente. Rossima me dijo que pensaba separarse de mí. Y decidí demostrarle lo poco que me importaba eso. Yo necesitaba una mujer de fuego, una mujer nacida para el placer sin trabas. No una candorosa esposa, llena de virtudes y de prejuicios.

Una tarde, invité a acompañarme a casa a una chica que acababa de conocer, y a la que vi muy dispuesta a hacer el amor. Ya en el cine me había dejado meter la mano bajo su blusa, acariciándole los duros pechos, mientras ella misma introducía su mano en mi bragueta apretando con fruición mi pene anhelante.

Pero lo que no podía suponer Sandra era que, en mi casa, la esperaba yo y la esperaba mi mujer, a la que había atado y amordazado.

—¿Qué significa esto? —se asustó Sandra, tratando de irse.

Yo la sujeté fuertemente de los brazos, mientras le explicaba:

—No te preocupes. Es mi esposa y quiero que vea cómo gozo con otra mujer. Quiero que se dé cuenta de lo poco que la necesito No nos molestará con sus sermones.

Mi explicación no pareció convencer a Sandra, que intentó de nuevo irse. Pero yo la tumbé violentamente sobre la mesa del comedor, loco de deseo, me bajé los pantalones y comencé a desnudarla y a acariciarla.

Sandra era una jovencita adorable, puro fuego. A pesar de su rechazo a la situación, pudo más su fiebre erótica al notar mi pene erecto restregándose sobre su braguita. Y la resistencia se aflojó.

Delante de los atónitos ojos de mi mujer, acabé de desnudarle su adorable sexo y se la introduje rugiendo de placer.

—¡Mira, estúpida! - le grité a Rossina— ¡Mira cómo gozo con ella y cómo grita de placer conmigo! ¿Lo oyes?.

Claro que la oía, porque Sandra resoplaba y lanzaba dulces gemidos a cada empujón mío que la llenaba completamente. Y, cuando vio próximo el orgasmo, alzó sus piernas y las enrolló en mi trasero, como para empujarme y hacer que me metiese todo yo dentro de su vagina absorbente.

Cuando el orgasmo nos hice detenernos, jadeantes, nos miramos a los ojos con una muda súplica. Los dos queríamos más. Así que seguí empujando sin sacar mi pene, que había perdido su rigidez, mientras le pedía que ella contrajera sus músculos vaginales para sentir su presión deliciosa.

Enseguida noté que ereccionaba de nuevo y Sandra recibió el crecimiento de mi pene dentro de su cuerpo con un gemido de placer.

- ¡Ya estás otra vez! - murmuró, feliz - ¡Empuja! ...¡Empuja!

-Date la vuelta - le pedí - . Quiero metertela por detrás, para que mi mujer vea que eso también te gusta.

- Asi no - me suplicó ella -. Por detrás no me lo han hecho nunca Me da miedo.

—Yo estaba muy excitado y no iba a ceder. Así que puse una mano sobre su cara, apretando hasta hacerla daño.

—¡He dicho que te vuelvas!... ¡Vamos, gírate!

Sandra, dolorida por la presión de la mano, se empezó a dar la vuelta sobre la mesa y le abrí las piernas cuanto pude. Y así, lubricado con el flujo de su vagina, mi pene buscó el pequeño ano y se apretó en él hasta que Sandra cedió en su tensión y le dejó entrar con fuerza.

Su grito fue más placentero que de dolor. Pero suficientemente desgarrado para que yo sintiera todo el placer de mi sadismo Ver a una mujer sufrir y quejarse bajo mis impulsos es algo tan maravilloso, que me hace gozar profundamente del amor, y más aún me hacia gozar el ver la mirada de Rossina fija en nosotros, mientras lloraba estúpidamente.

Esa misma noche mi esposa cogió sus cosas —en cuanto la solté— y se marchó a casa de sus padres, dejándome solo y libre. Y yo me lancé entonces a buscarme las aventuras más apasionantes, las situaciones más increíbles y excitantes, que me hicieran olvidar la monotonía de mi matrimonio deshecho.

De todas las mujeres que conocí en aquellos primeros meses de libertad. Nina fue la que colmó todas mis aspiraciones eróticas. La que mejor supo comprenderme. La que me hacía enloquecer con su fuego insaciable.

Nina lo era todo: Masoquista, bisexual, ninfómana... Aún recuerdo la primera vez que fuimos a la cama juntos. Cuando me tenía excitado hasta no poder más y había permitido que yo la desnudase casi completamente en mis primeras caricias, cuando me disponía a terminar de quitarle la braguita para poderla poseer, decidió de pronto que no quería recibir mi pene dentro de su cuerpo. Y empezó a vestirse de nuevo.

Aquella absurda decisión me desquició. Y empecé a arrancarle la ropa violentamente, rasgándola. Y como Nina chillaba, me insultaba y se defendía, comencé a abofetearla, la empujé al suelo, me tiré sobre ella y la penetré en medio de una pelea tremenda, entre gritos de dolor de ella, que sangraba por la nariz.

Gocé como nunca había gozado. Así que, cuando ella me confesó luego que había hecho todo aquello precisamente para que yo la pegase, porque era masoquista, comprendí que Nina podía convertirse en mi pareja sexual definitiva.

Con ella saboreé los manjares eróticos más fascinantes. Era incansable a la hora de buscar nuevas emociones en nuestra sexualidad. Con ella conocí también las delicias del «amor a tres», puesto que me traía de vez en cuando a sus amiguitas bisexuales para que se integraran en el incansable gozar de nuestros cuerpos.

Un día. Nina me dijo:

—¿Has hecho alguna vez el amor sin ver a la mujer, sin saber cómo es?

Me quedé perplejo.

—¿Quieres decir completamente a oscuras y sin haberla visto antes?

—Quiero decir con luz, pero estando ella cubierta para que no puedas verla. ¿No te parece que puede ser excitante?

Acepté enseguida la idea. Así que Nina quedó en llevar a su apartamento a una de sus amigas —desconocida para mí— y preparar todo para la nueva experiencia.

Cuando yo llegué. Nina estaba ya completamente desnuda. Me hizo desnudar a mí en el saloncito y entramos juntos en el dormitorio. Sobre la cama cubierta por una sábana azul, se adivinaba el cuerpo de una mujer.

Nina me tendió unas tijeras, diciendo:

—Toma. Corta solamente lo que necesitas para gozar de ella.

Era una experiencia excitante. Me subí a la cama y acaricié suavemente, por encima de la sábana azul, los bultos turgentes de sus pechos. Los pezones, erectos y duros, parecían querer taladrar la tela, y noté cómo la desconocida se estremecía levemente con mis caricias. Sobre todo, cuando mi mano bajó hasta hundir la sábana en la entrepierna, que quedó sugerentemente dibujada.

Nina me observaba con gesto tenso.

—¡Vamos! —me animó, con voz enronquecida por la excitación—. Es tuya.

Tomé la tijera, busqué con la yema de los dedos su labios, que estaban entreabiertos bajo la sábana, corté con cuidado un pequeño trozo. Ante mis ojos aparecieron invitadores aquellos labios enrojecidos y húmedos.

No pude resistir la tentación de besarlos, de morderlos hasta que oí gemir de dolor placentero a la desconocida. Luego, hice lo mismo con los pechos. Y al verlos brotar por el roto que iba haciendo a la sábana, sentía la impresión que eran apariciones fantasmagóricas Pero, no. Al acercar mis labios, mi lengua, mis dientes a aquellas fresas duras y apetitosas, comprobaba que no pertenecían a un fantasma, sino a una mujer caliente que se retorcía bajo la tela al sentir mis caricias.

—Déjame a mí —me pidió Nina, empujándome con nerviosismo. Y se puso sobre la otra, besándole con locura en la boca, en los pechos. Al verla bucear en los rotos, al oírla bufar de excitación, noté que no podría soportarlo más. Así que busqué la entrepierna de la desconocida y, con mano temblorosa, abrí un nuevo orificio que dejó al descubierto su sexo húmedo, donde se pegaban los pelitos protectores.

Mi pene estaba tan erecto, tan duro, que hubiera podido penetrarla sin cortar la tela. Pero fue mejor así. Era sorprendente aquella sensación. Mi cuerpo no tenía más contacto que el de la sábana. No había piel contra la mía. Y, sin embargo, mi miembro halló en su camino el húmedo y caliente estuche de la vagina.

Mis murmullos de placer, al golpearla profundamente, se mezclaron con los gemidos de la desconocida, que se agitaba bajo la tela, llena de gozo.

Nina al vernos golpearnos con tanto deleite, al oír nuestras expresiones placenteras, no pudo soportarlo más. Se dejo caer a mi lado, boca arriba, y comenzó a acariciarse los pechos, el vientre... Pronto, sus dedos se engarfiaron entre los pelitos de su púbis y dos de ellos se clavaron profundamente, agitándose cada vez más deprisa.

—¡No puedo soportarlo! —gemía, con los dientes apretados— ¡No puedo! ¡Me corro!...

Y le daba más fuerte al movimiento masturbador de su mano, mientras yo ya no podía detenerme y alcanzaba el primer orgasmo. En plena eyaculación, cuando mis golpes de riñones eran más fuertes y desesperados, mi desconocida amante lanzó un grito y comenzó a saltar bajo la sábana y bajo mi peso, presa también del delicioso suplicio del éxtasis.

Quedamos los tres exhaustos, quietos. La sábana, pegada al cuerpo de la desconocida, estaba ahora caliente y húmeda.

Nina había detenido el movimiento de sus dedos sobre el clítoris, pero no apartaba la mano. Comentó, desfallecidamente:

—¡Cómo habéis gozado, mientras yo tenía que consolarme sola!

—Pero te has corrido también —me burlé, feliz.

Nina movió la cabeza negativamente, mordiéndose los labios.

—Necesito más —dijo—. Quiero que sigáis haciéndome sufrir, pero quiero también que los dos me deis luego todo.

Saqué entonces mi flácido pene y me aparté del cuerpo de la desconocida, mostrándole a Nina el roto por donde aparecía el sexo de la otra.

—Puedes empezar —le dije—. Aún está caliente. Seguramente, tu lengua puede hacerlo revivir

—¡Claro que puede! Pero tendrá que pedírmelo ella.

Miré hacia el roto superior de la sábana azul, por donde asomaban los labios inmóviles de la desconocida. Y vi que se entreabrían, como si fueran a decir algo. Pero no salió sonido alguno de su voz.

—¿Qué pasa? —pregunté, sorprendido— ¿No es bisexual, como tú?

Por toda respuesta. Nina se arrastró sobre la sábana, subiéndose de nuevo sobre el cuerpo de la otra. Y apretó su pubis, con un empujón de riñones, contra el orificio donde asomaba el sexo de la desconocida. Igual que yo había hecho para poseerla, sólo que, naturalmente, Nina no podía meterle nada así.

Cuando los labios de Nina estaban junto a los de la otra mujer, oí a mi amiga que le decía, con voz rabiosa y agresiva:

—¡Vamos, puta! ¡Pídemelo!

Los labios de la desconocida volvieron a moverse, muy nerviosos. Pero tampoco lo dijo. Nina le pasó la lengua por los labios, dándoles rápidos golpecitos que la hicieron estremecerse como si hubiera recibido una descarga eléctrica.

—¡Estás deseando! —acusó Nina, hurgándole con su lengua entre los dientes—. ¡Estás loca por que te lo haga! Pero si no me lo pides...

La otra, con voz ahogada, dijo entre la lengua de Nina que la barrenaba sabiamente:

—Lámeme... los pechos...

—«Las tetas» —rectificó Nina, cruel—. Dilo otra vez, puta.

Otro esfuerzo - y la desconocida gimió:

—Quiero... que me lamas... las tetas.

—Así está mejor —aceptó Nina, resbalando cuerpo hasta alcanzar con su boca los duros pezones de la otra.

Y, mientras le golpeaba con maestría con la lengua, preguntó:

—¿Quieres que te muerda los pezones?

—Sí —suspiró, estremeciéndose, la desconocida.

—¡Pues pídemelo! ¡Y bien claro!

Ya no hubo vacilaciones. Sólo jadeos entrecortando la voz.

—Muérdeme los pezones —se decidió la desconocida—. Muérdemelos mucho... Quiero que me hagas daño... Me gusta que me acaricie una mujer...

Yo estaba ya explotando. Tanto es así, que al ver el trabajo de Nina sobre aquellos preciosos pechos agitados, al oír los gemidos de la otra, me puse masturbarme sobre la cama, como antes hiciera amiga.

Pero no era esa la solución. Así que, cuando oí a la mujer oculta casi gritar:

—¡Oh, cómo me gusta!... ¡Ahora quiero que me comas el coño! ¡Lo quiero!.

Salté como un toro hacia Nina y empujé su cabeza hasta apoyarla contra la entrepierna de la otra, gritando también:

— ¡Ya lo has oído! ¡Hazlo!

No hubo resistencia. Nina se acopló con prisa para abocarse bien al sexo de nuestra desconocida compañera de orgía, y noté cómo empujaba con la cara contra la entrepierna. El grito desgarrado que lanzó la otra me hizo comprender que la lengua había alcanzado el clítoris y que hurgaba con ansias dentro de la vagina.

Sintiendo que el orgasmo pugnaba por invadirme, apretando con fuerza. A cada empujón mío, la lengua debía entrar como un miembro viril en el sexo de la otra, a juzgar por sus gemidos vibrantes.

— ¡Oh, cómo me gusta! —chillaba— ¡Quiero ser lesbiana!... ¡Quiero comértelo a ti también, zorra!

Sus gritos me electrizaron y eyaculé violentamente dentro de la vagina de Nina, que ahora gritaba y sorbía con más fuerza aún.

De nuevo nos habíamos derrumbado unos sobre otros. Pero aún había más. Aún Nina parecía no estar satisfecha.

Tumbado sobre la cama, aún jadeante, le dije:

—Ha sido maravilloso todo. Nina. Pero, ahora, quiero verla.

—Todavía puedes gozar más del suspense —repuso ella, limpiándose el sudor que cubría su frente—. Si la ves, te parecerá una mujer como cualquier otra. Pero así, el misterio te está fascinando, confiésalo.

Tuve que responder que era cierto, que aquel truco me había proporcionado un placer desconocido, más ácido, pero más profundo. Sólo sentía curiosidad por ver la cara de aquella mujer que era todo fuego.

Cuando descansamos un poco. Nina me dijo:

—Me da mucha pena ver tu pene tan pequeño. Mételo por el rotito de arriba.

«El rotito de arriba», naturalmente, era el que correspondía a la boca de la mujer tapada por la sábana. Así que obedecí, poniendo mi flácido miembro sobre los labios de ella. No tuvo que recibir órdenes. Lo absorbió inmediatamente y comenzó a lamerlo con verdadera fruición. Tanto que pocos minutos después había vuelto a tomar su tamaño natural, dentro de la boca de ella. Fue entonces cuando la oí decir, sin dejar de chupar:

—Quiero.... que lo metas por detrás... ¡Lo quiero!

Ante mi sorpresa. Nina apremió.

¡Muy bien puta! ... Ya vas aprendiendo .... Y tú. ¿no la has oído? ¡Ven aquí...!

Me hizo tumbar detrás de la otra, que se revolvió bajo las sábanas para ponerse a cuatro patas, asomando su trasero por el roto.

Nina, mientras le ayudaba a colocarse, le lamía las nalgas, gruñendo, excitada.

—También esto te gusta, ¿eh viciosa? ¡Como si fueses un marica!

Y ella misma, con sus manos, tomó mi pene, lo enfiló contra el ano de su compañera y comenzó a empujarla hacia abajo, hasta lograr la penetración.

Yo no me moví. Era la mujer de debajo de la sábana la que apretaba, introduciéndosela entre gritos de placer. Era ella la que luego golpeó arriba y abajo, entre un concierto de gemidos. Ella la que se arrastró bajo la sábana azul hasta ponerse sobre el sexo de Nina, que abrió terriblemente los ojos y la boca, acusando con sus gemidos el placer que la otra le producía con la lengua, al tiempo que seguía golpeándome a mí con furia.

Aquello me produjo uno de los orgasmos más placenteros de mi vida. Como si hubiese conocido al fin el cénit de la felicidad sexual. Por eso fue mayor mi sorpresa cuando Nina, ya alcanzado el orgasmo todos, tiró de la sábana y asomó ante mí el rostro de Rossina. ¡Mi mujer!

Al verme con la boca abierta por el asombro, sin saber qué decir. Nina comentó, riendo:

—Era ridículo que hubieseis roto vuestro matrimonio por tan poca cosa. Rossina no necesitaba más que alguien que la decidiese, y lo he hecho yo. ¿No te alegras?

¡Que si me alegraba! ¡Si era la sorpresa más maravillosa que había recibido nunca!. Mi mujer dispuesta a ser viciosa, a ser lesbiana, a ser lo que fuese necesario, con tal de no perderme. ¡Cómo no iba a alegrarme!.

Desde entonces. Rossina y yo hemos alcanzado felicidad plena. Y, naturalmente, de vez en cuando nos visitan y gozan con nosotros. Nina y algunas amigas más.


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