Una bestia sexual

Aquella mujer que aparecía en la cinta de vídeo, la misma que había llevado a todos mis nuevos compañeros de trabajo a sacar sus pollas, tocárselas y hacer un simulacro de irse a pajear... ¡era Pepita, mi esposa! No cabía ninguna duda. Lo mismo que el filmador se cuidó de tomar primeros planos del coño, del culo y de todas las demás zonas erógenas del cuerpo, también lo hizo de la cara.

¡Maldita sea mi estampa!

Mientras yo me la había estado follando, dos veces a la semana a lo largo de cuatro años, ¡ella buscaba la luz de los focos para joder con un montón de tíos desconocidos, que seguramente la pagaban por aquello!

Tengo que confesar que sólo la reconocí por la cara, ya que lo demás se lo había sobado, besado y lamido... ¡sin verlo por mi infantil obsesión de joder con las luces del dormitorio apagabas!

Lo que os he descrito: mi esposa intervenía en una película casera, tomada en vídeo, en la que follaba con cuatro hombres y dos mujeres. Por fortuna nadie se dio cuenta de que yo había sido el único, entre los ocho espectadores, que no realizó ninguna muestra de despendolamiento. Bastante tenía con analizar mi situación.

A medida que los impactos mentales y físicos fueron reduciéndose, mientras conducía en dirección a mi casa, la idea de matarla comenzó a parecerme un absurdo. Reconocí que la había mantenido muy abandonada sexualmente hablando, que en ningún momento me molesté en averiguar cuál había sido su pasado. Nos conocimos en una fiesta, quedé fascinado por su impresionante belleza y, a los diez meses, ya estábamos casados.

Después siguieron esos cuatro años follando a oscuras, sin preocuparme de sus auténticos gustos y aficiones. Seguro que yo le había terminado sabiendo a poco. Por motivo se decidió a joder con otros hombres. Y la casualidad había querido que terminase montando una orgía con mis nuevos compañeros de trabajo.

En los años de matrimonio yo había tratado a Pepita como a una mujer decente: polvos en la posición del misionero, algún beso en las tetas, magreos y pare usted de contar. Además de la gilipollez de apagar las luces del dormitorio. Luego, acaso siguiendo la costumbre de mis mayores, hasta me eché una querida. Porque lo que tenía en casa me parecía de lo más vulgar.

Aquella cinta de vídeo me acababa de demostrar que mi esposa era una criatura excepcional, una bestia lujuriosa, ansiosa de polla y de ser follada... Me lo merecía por imbécil. Si hay algún hombre que debería llevar una cornamenta de toro de miura, ¡ése era yo!

Mira que tener al lado una hembra de esas características, pura dinamita sexual, y no saber descubrirlo. Es imposible calcular las veces que me llamé imbécil, que maldije mi poca inteligencia y que me sentí en condiciones de ser ridiculizado por todo el mundo.

Lentamente, mientras iba en el coche, me fui tranquilizando del todo. Y encontré, luego, la mejor solución para mi matrimonio.

Por este motivo, en lugar de decirle a ella nada, me limité a solicitar el traslado desde la central de la empresa a una sucursal lo más alejada posible. Algo que conseguí en menos de un mes.

Después, mi nueva casa se transformó en un lugar paradisíaco.

Cierto que me costó convencer a Pepita de que el cambio en el apartamento se debía a que contaba con menos alicientes afectivos. Procuré y conseguí sacar el mayor partido de ella, que me proporcionase a mí, sólo a mí, toda la fuerza sexual que encerraba en su cuerpo.

Ahora dispongo de una amante fabulosa, a la que colmo con regalos. Lo hace todo, desde la sodomización al «69», pasando por follar sobre una mesa o encima de una lavadora automática cuando está en el proceso de centrifugado.

Le echamos mucha imaginación a nuestras folladas. Sin embargo, si he de seros sinceros, lo mejor lo obtenemos en la cama, cuando nos olvidamos del tiempo, descolgamos el teléfono o inutilizamos temporalmente el timbre de la puerta. Para disponer de cuatro horas que sólo sean nuestras.

Entonces, mi mujercita se transforma en esa criatura lujuriosa que aparecía en el vídeo. En una bestia sexual.

Aquella noche ella se tendió a mi lado y comenzó a masturbarme con suavidad. Mi verga respondió a todas sus caricias y aún se me puso más tiesa. Luego, me besó el glande. La piel quedó brillante gracias a los efectos de su saliva. Seguidamente, puso los labios en forma y los frotó contra mi carne fálica.

Mientras, pudo darse cuenta muy bien de los estremecimientos que me sacudían por entero. Debido a que me estaba aplicando pequeños mordiscos. Durante unos minutos pareció como si quisiera comerse un poco más de la picha con cada succión que me proporcionaba hasta que se la tragó por completo.

Acto seguido, enrolló su lengua alrededor del capullo, para proporcionarme una serie de estirones a medida que le entraba o le salía de su boca; pero las últimas gotas las hizo caer en su coño. Tenía mi verga entre las piernas. Se la entregué en sus carnes deliciosas, dejándola algo suelta. Y con la caricia recobró todo su vigor.

Porque obtuve nuevas energías de nuestros contactos. Y manteniéndola sujeta por los costados, continué con los intensos y directos golpes en su chumino, alternándolos con un movimiento circular de la polla.

Los dos apreciamos la variedad del tratamiento, y colaboramos para mantener el mismo ritmo.

La verga se hallaba escondida en su vellosidad, pero los cojones que la acompañaban parecían animados en un vivaz movimiento, que se hizo muy brusco cada vez que se producía la penetración en la extremidad del canal.

En aquel momento me detuve unos segundos, con la polla hundida en su ano. Después, la saqué apoyándola en el rosado pozo, que se abría más arriba, y la empujé irremisiblemente.

—¡Oh, no... Me vas a dar por el culo... a traición! —protestó.

Pero mi picha, a pesar de su grosor, resbaló fácilmente dentro del ano, gracias a los viscosos humores que ella misma había esparcido con sus espasmos de placer. Y yo no traté de detenerme, porque la fuerza de mi empuje inicial parecía desagradar —muy relativamente desde luego— a las carnosidades del cautivador orificio.

Me lié a empujar con furia; y mi esposa, la bestia sexual, inclinada para contemplar el espectáculo que representaban nuestras naturalezas unidas, acusó la sensación de que estaba siendo vencida: mis potentes cojones se detuvieron, probando que la penetración anal ya era completa.

—¡Salvaje, no estás teniendo piedad conmigo! —gritó, ansiosa de todo tipo de folladas.

Pero mis cachas se estaban moviendo en círculos, como si quisieran permitirle a ella apreciar, del modo más intenso, las dimensiones y la rigidez del músculo que tenía dentro.

—¡Qué fuerza tan irresistible...! —comentó casi en un alarido—. ¡Al enfilarme de tan eficaz manera... no pensé que... pudiera resultar tan espectacular... tan gozoso...!

De pronto, sus manos expresaron su aprobación sobre mis glúteos. Y yo, prisionero en su cálido agujero, sentí que era incapaz de contener por más tiempo el placer. Después de un breve descanso, durante el cual saboreé el triunfo de haberla penetrado por sus dos cavidades, reanudé el vaivén: manteniéndola bien sujeta por las caderas, emprendí la cabalgada que debía aumentar la pasión de nuestro juego.

Mi esposa respondió gimiendo y retorciéndose, porque también para ella aquel movimiento resultaba irresistible. Me incitó a mí a que me moviese con mayor rapidez queriendo aumentar nuestra excitación. Y lo consiguió a través del pasaje que se contraía sobre mi polla, pues se le despertó un hervor enloquecedor.

Por mi parte; sentía nuevamente que me subía desde los testículos la oleada de placer, y aumenté la intensidad de mis acciones. Era una cuestión de instantes. Después, mi esposa fue presa del éxtasis, notando que en su vientre corría un río de gozo que le llegaba a través de mi polla.

Podíamos abrir un nuevo ciclo erótico, sentados en la cama. Yo la monté de una manera que parecía la definitiva. Y fui recibiendo con la mayor generosidad. Los dos nos sentíamos muy satisfechos al poder exhibir nuestra potencia sexual. Lo demostramos permanentemente. Como desde el primer momento nos hallábamos en perfectas condiciones físicas: unos amantes que buscaban lo mejor y más audaz. Y nos brindamos una soberbia sesión. Pepita gozó como una condenada.

Sin embargo, no se conformó con aquello. Volvió a presionarme la polla, como si fuera una de las mejores que se le habían ofrecido. Terminaba en una glande alargado como una gigantesca aceituna. Con sus gestos me indicó que quería volverme a mamar, hasta tal punto llegaba su entusiasmo. Pero yo le dije:

—Ya ves que lo hacemos con luz encendida y estoy buscando en ti todo lo que me ha faltado hasta ahora... ¿Qué te parecería si te metiera cuatro dedos en el chocho mientras me mamas la polla?

Así lo hicimos, componiendo un numerito que nos sirvió de estímulo. Aunque necesitábamos muy poco para sentirnos en medio del fuego sexual más intenso. Después, ella cambió mis dedos por la polla y yo me tendí de espaldas. Demostrando una gran agilidad, Pepita se me sentó encima y fue rotando sus ingles sobre mi glande.

Me hundí en su cuerpo clavando los talones en la colcha; mientras, ella me facilitaba el terreno abriéndose en su totalidad. Pero, como yo me hallaba tan acelerado, llegué al fondo de la galería vaginal. Y estaba a punto de explotar, lo cual forzó a mi «bestia sexual» a maniobrar con astucia. No quería perderse nada de mí. Bajó su diestra, y se dedicó a acariciarme los cojones. Con la otra mano pretendió empujarme por el trasero. Entonces, se completó mi entrada de una manera gloriosa.

Pepita se hallaba completamente ocupada, por lo que mi polla corrió como una cerilla en un reguero de gasolina, igual que si le estuviera inyectando todo el placer del mundo. Sus orgasmos continuaban desatándose. Y sus efectos ascendieron por todo mi cuerpo, despertándome un sinfín de gemidos entrecortados.

Y yo realicé otro tanto al bombearle con intensidad, acelerando el compás de los vaivenes de penetración, cada vez con mayor profundidad. Porque también quería ascender a la costa máxima de mi tercera eyaculación. La presioné con energía, arrastrándola con toda mi pasión de hombre que estaba hallando y disfrutando de su mejor camino. Juntos subimos a la ola del gozo, y los quejidos de ambos se confundieron así como nuestras agitadas respiraciones.

La pasión se prolongó a lo largo de varios minutos. Pero, antes de que estallara mi corrida, Pepita se escapó de la follada... ¡Y los chorros de esperma los dejó que cayesen por todo su cuerpo!

—¡La mejor crema de belleza después de una sesión de amor tan prodigiosa! —exclamó, temblándole la voz y con los ojos cerrados.

Al poco rato, me tendí a su lado. Ella me continuó acariciando la polla. Demostrando que no se le habían apagado las ganas de continuar con la diversión. La cogió con sus dos manos y se inclinó para metérsela en los labios. Yo di un brinco de sorpresa.

—Tranquilo, cariño —me aconsejó, mirándome con un gesto delicioso—. Tienes que sentirte muy cansado. Nunca habías echado más de dos polvos, y eso fue durante la luna de miel. Cuatro años racionándote con cierta tacañería... ¡Esto de hoy ha sido algo hermosamente anormal!

—No, lo haremos siempre. ¡Te lo juro!

—¿Y por qué me lo has negado antes? —preguntó, como si pudiera leer en mi pensamiento.

—Ya te lo he explicado. Me siento solo en este nuevo destino. Además, desde que lo hacemos con la luz encendida, ¡he comprobado que tengo a mi lado una mujer con un cuerpo de bandera! Te estaría follando toda la vida.

—¡Te cojo la palabra, Leandro!

Estuve a punto de confesarle mi secreto, pero supe callar en el último segundo. Creo que fue un acierto, porque ella ha vuelto a ser mi mujer. La esposa «decente» de todo ejecutivo que desea encontrar en casa.

Lo único que me jode bastante es que exista ese vídeo familiar, en el que aparece Pepita. Algún día un compañero de trabajo podría enterarse de lo que ella hizo por mi culpa, al sentirse insatisfecha... ¡Basta de chorradas! Llevo disfrutando de mi nueva existencia más de un año. ¿Por qué va a suceder algo malo si aquello ya empieza a estar muy lejos en el pasado?

LEANDRO - LAS PALMAS


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