Mi enfermera masturbatoria

Cuando tenía diecinueve años estuve hospitalizado durante doce semanas. Como era una clínica particular podía recibir visitas a cualquier hora. Mi familia venía a verme todas las tardes, y mi «amiguita» de entonces también lo hacía con mucha frecuencia.

No voy a escribir que con esta última mantuviese una actividad sexual muy rica y activa. Nos limitábamos a lo consabido: magreos, besos, algo de «mete-manos» y paren ustedes de contar.

Sin embargo, una de las enfermeras del turno de noche era conmigo especialmente amistosa. Una noche, ya de madrugada, se sentó en una silla junto a la cabecera de mi cama. Empezamos a hablar. Ella comentó que a mí me debía costar muchísimo estar separado a lo largo de varias semanas de una chica tan estupenda «como es que te viene a ver todos los días».

En aquellos tiempos mi «amiguita» contaba dieciocho años, y debía ser considerada realmente fascinante. Sólo añadiré que, con el paso del tiempo, llegaría a hacerse un nombre en el mundo del espectáculo. Quizá por eso se cuidaba en el terreno sexual, sin dejarme a mí llegar más allá de lo clásico.

No me acuerdo exactamente cómo ocurrió; pero, antes de que yo dejase la habitación, la enfermera me sedujo «manualmente» de una forma que sólo podía realizar una mujer muy experimentada.

Recuerdo que la había vuelto a corresponder el turno de noche. Cuando empezó, yo supuse que trataba con todo candor de ayudar a su prójimo, con la intención de hacerme a mí más llevadora la curación. Para ello se comportó de una forma poco clínica, pero bastante agradable. En todo caso, yo me esforcé poco por tocarla a ella.

Mientras me contaba la última película que había visto con su novio, levantó discretamente las ropas de la cama y me buscó la polla en la bragueta del pijama. Fue a encontrar una herramienta bastante floja. La sopesó repetidamente, sin dejar de mirarme con una sonrisa en sus labios. Y procuró que la luz cayese directamente sobre todo mi paquete genital. Por unos momentos tuve la sensación de que ella pretendía montar un espectáculo.

—Es hermosísima —susurró, modulando la voz en medio de una boca entreabierta que mostraba una lengüecita picaruela—. La piel sólo cubre la mitad del glande, aunque ya la polla ha adquirido una media erección.

—¿Es una lección... sexológica? —bromeé, para eludir el nerviosismo creciente que me dominaba.

—No. Sólo una masturbación en toda la regla. Me atrae este tipo de terapia.

Seguía manteniéndola en su mano derecha; la apretó con dos dedos, de abajo a arriba y frotando alrededor de la base de la polla. Al mismo tiempo, con su otra mano rascó hábilmente mi escroto, en una acción envolvente que no dejó las bolsas quietas.

Actuó con una gracia tan cachonda que mi «cosa» me empezó a engordar. Ya tenía la polla más tiesa que si me la hubiera escayolado. Estaba viva, hirviendo y calentando la leche. Debido a una presión en los cojones y en el glande, de una forma alternativa o al mismo tiempo.

—Voy a correrme... —dije, temblando por entero—. ¿Dónde lo hecho?

La enfermera colocó una enorme gasa cerca de mi capullo y siguió masturbándome con la mano izquierda. Despacio, sin dejar de aprovechar cada uno de sus movimientos... No soy capaz de describir lo que sucedió. Sólo sé que me sentí el tío más importante del mundo, me olvidé de la enfermedad y del hospital donde me encontraba.

Solté unos chorretones como nunca. Mientras, ella se recreaba en contemplarlos. Pero recogiéndolos con el paquete de gasas y algodón con la diestra, y acariciándose el coño con la izquierda. Me pareció que le atraía el espectáculo, que era aquello lo que deseaba ver y gozar.

Después, ella me lavó la polla para que nadie advirtiese lo ocurrido, me colocó el pijama e hizo la cama.

—¿Cómo te sientes, Máximo? —me preguntó, acercando su boca a mi oreja izquierda.

—De maravilla, Irene.

—Mañana habrá más. Siempre que seas bueno.

Fueron cuatro noches inolvidables, en las que me masturbó de una manera distinta. Continuamente recreándose en la contemplación del semen: viéndolo explosionar y sin perder ni una sola gota al recogerlas. Y la última sesión me la mamó... ¡Qué cosa más extraordinaria!

Montó toda una ceremonia sexual. Hizo que yo me sentara en la cama, apoyando la espalda en la almohada, y me bajó totalmente el pijama. Pero se cuidó de colocar la colcha y las sábanas de tal manera que yo pudiese taparme.

No corríamos ningún peligro. La habitación individual contaba con una especie de vestíbulo y dos puertas. El ruido de la primera ya nos pondría sobre aviso... Volviendo con la mamada, la enfermera se colocó en un lateral de la cama y recogió mi polla con la palma de su mano, descendió su cabeza y me besó dos y tres veces el capullo.

Después, lo humedeció por completo con su saliva, sin parar hasta que lo vio completamente desnudo de piel y duro. Entonces se lo metió en la boca, para tragarse un pedazo que alcanzó más allá del frenillo y la mitad de la gorda vena azulada que da longitud a la verga.

Seguidamente comenzó a realizar un juego de «mete y saca», moviendo la cabeza en un juego similar a la follada. En ningún momento sus dientes me rozaron. Empleó la lengua como un elemento protector y, a la vez, estimulante.

—¡Es un verdadero martirio... de felicidad, Irene...! — exclamé, sin olvidar que me podían oír desde el pasillo.

En aquel preciso instante, la enfermera se sacó la polla de la boca, para dedicarse a lengüetarla de abajo a arriba. Repitió el divertimento del magreo de mis cojones, dando una sabia utilidad a sus manos.

Y al advertir que me venía la eyaculación, golpeó la punta de su lengua sobre el frenillo e, inesperadamente, se engulló el glande y empezó a absorber en la cabeza. Ya no lo resistí.

—¡Me viene Irene...! —le avisé, comprendiendo que le mancharía demasiado si se lo echaba en la garganta.

Ella estaba prevenida con otro montón de gasas y algodones Recogió mi descarga seminal, sin dejar de contemplar ese espectáculo que parecía fascinarle: la salida de mi leche. Para acariciarse el coño con la otra mano. Luego realizó el proceso de higiene y lavado.

Poco después de salir del hospital, se me ocurrió invitar a mi enfermera a cenar. Aceptó nada más que se lo propuse por teléfono. Al día siguiente acudió a la cita vestida de una forma exuberante.

Seguro que deseaba superar a mi «amiguita». Me pareció bellísima.

Al salir del restaurante, nos fuimos a su casa a tomar un café. Esperaba tener ocasión de demostrarle ampliamente mi reconocimiento.

No tuve ni siquiera ocasión de besarla porque, en un abrir y cerrar de ojos, ya estaba ella instalada de rodillas delante de mí. Hasta se había preocupado de colocarse un almohadón para aguantar mejor la postura.

Se dedicó a masturbarme de una forma extraordinaria como yo nunca había conocido. Reconozco que ni antes ni después me ha vuelto a pasar nada parecido. Era tan experta en estas lides, que me hizo gozar tres veces sin ninguna dificultad. En cada momento que yo eyaculaba, ella obtenía también un instante de gran goce.

Estoy seguro de que os gustará que describa cómo actuaba la enfermera masturbadora, y también qué tipo de respuesta sexual le ofrecí yo, ¿no es cierto?

Casi voy a describir una terapia de rehabilitación sexual... Con el corazón palpitando en las sienes y en la boca, me situé detrás de Irene. Nos encontrábamos rodeados de lujuria. El brillo húmedo de sus dientes, su calentura, casi me exigieron que deslizara un dedo desde el cogote hasta las cálidas nalgas, arañando una a una todas sus vértebras.

Deslizó su cabeza hacia mí y, en un forzado gesto, unimos nuestras bocas, al mismo tiempo que mis manos saltaban hasta sus tetas para estrujarlas sin ninguna contemplación. Le quité la bata, aún caliente por el contacto de su cuerpo.

Me arrodillé delante suyo y arrollé sus bragas alrededor de sus muslos, deteniéndome a medio camino para mirar la carne perfumada que emergía. La besé allí, deslizando la lengua a lo largo de la grieta deliciosa, mientas continuaba quitándoselas. No dejé ninguna parte sin besar.

La seda de su prenda más íntima era otra carne sobre mis manos. Abracé golosamente la redondez de su trasero, mientras mi lengua se introducía en el cofre desbordante de miel. Pasaron horas, o sólo instantes. Noté sus dedos arañando mi cabeza, tirando de ella.

Los dejé seguir resbalando mis labios sobre la sedosa mata, deteniéndome un segundo para jugar con la perfecta cavidad de su ombligo. Con voz enronquecida por el deseo, me dijo que era malo.

Me fue imposible contestarle y se separó de mí. Siguiendo su mirada vi que el deseo abultaba en mis cojones. Suavemente se inclinó y empezó a tocarme uno, luego el otro, y a continuación se cuidó del capullo.

Volvió a masturbarme como si fuera a robarme el carajo. Lo empujó hacia arriba, para liberarlo de su forzada posición, hasta que se mostró erecto, reluciente y duro. Con un suspiro lo acogió en el regazo de su lengua, cerrando sus labios alrededor del glande. Se quedó quieta, como orando.

De rodillas, con una mano agarrando un trozo de mi verga y con la otra apretando las bolas peludas, los ojos entrecerrados y la expresión de cándido recogimiento en su rostro. Era la viva imagen de la lujuriosa pastorcilla agradecida al dios falo o una enfermera cuidando a su paciente favorito.

Despertando de golpe, aspiré con fruición, a la vez que ligeras caricias levantaban en mi cuerpo oleadas de placer. Sentí como crecía en su interior y cuando creía que iba a destrozarla, me apresó clavándome las uñas en los glúteos, engullendo toda su longitud hasta besar el vello que lo rodeaba.

De repente se incorporó, y besándome ligeramente en los labios me dijo:

—¡Ha llegado el momento de que me folles!

Tal como estaba Irene, desmelenada, pendona, y sin más prenda que mi saliva, con todos sus agujeros secretos dirigidos a mi hombría y las piernas largas, perfectas, abiertas en el ángulo adecuado, sólo podía hacer un cosa. Y la hice.

Posé mis manos sobre sus caderas y, lentamente, apoyé la punta de la polla en la abertura del coño que se me abría. Era suave. La introduje sólo hasta la mitad, donde ella pudiera sentirla, desearla.

Cuando se notó invadida quiso erguirse para introducírsela del todo, pero no se lo permití. Sentí cómo su túnel vaginal se curvaba, dispuesto a tragarme por entero. Me abracé a su cuerpo, con sus tetas en mis manos y mi boca en su cuello. Sabía que en aquel momento yo era el dueño. Cuando quisiera lo haría vibrar y, sólo entonces, podría vaciarme en su interior.

Las paredes de su chumino se movían intentando atraerme para que la llenara. Me agité de nuevo perezosamente y la miré a la cara. Tenía los ojos y la boca abiertos, como manifestando el hambre de su sexo. Unicamente entonces me sumergí hasta el fondo.

Cuando empecé a sentir las contracciones de su coño hirviendo, deslicé mis manos desde sus tetas hasta el mojado matojo de su pubis, para sentirme más dentro de ella. Queriendo conseguir que mis dedos se sumaran a mi verga, acariciando, hiriendo lo que ella no podía, por estar clavada donde la carne siempre resulta más tierna.

El placer me invadió inundando todo mi ser. Las palpitaciones del cipote hacían prever el deseado orgasmo. Todo, absolutamente todo, giraba en la punta de aquel trozo de mi mismo tan cálidamente protegido.

Sentí la primera descarga como si de golpe se me hubieran desatado los nervios en la base del cráneo. Justo en aquel instante ella obtuvo su segundo orgasmo y yo me corrí. Pero fuera de su coño. Para volverle a ofrecer el espectáculo de mi semen en explosión. Pletórico de fuerzas y triunfante...

Después, ya tranquilos, empezamos a hablar. Ella me pidió excusas por su comportamiento, que atribuyó a las muchas experiencias vividas a lo largo de las noches de guardia. Un gran número de pacientes se masturbaban en cuanto se reducía la intensidad de las luces y se hacía el silencio.

Mi enfermera acostumbraba a mirarlos, hasta que se emocionaba de tal manera que, cuando comprendía que ellos habían llegado al orgasmo ella también lo alcanzaba. Me aseguró con gran sorpresa por mi parte, que no había follado con ninguno. Yo era el primero. Esto no le había impedido alcanzar un orgasmo tremendo con el simple hecho de sentir el semen cayéndole de las manos.

Me dejó desconcertado. No la consideré una loca. Procuré informarme sobre su conducta. Entonces supe que ciertas mujeres alimentan un «fetichismo del semen». Esta tendencia sexual no era tan rara como yo había supuesto al principio.

Más tarde he llegado a conocer a dos o tres chicas que, después de haber sido satisfechas en una follada normal, preferían ver la expulsión de la emisión del semen antes que recibirla en su coño. Y no precisamente por miedo a quedarse embarazadas.

MÁXIMO - MÁLAGA


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