Una lesbiana convencida

Nunca me olvidaré de aquella tarde, que mi vecina Alicia y yo habíamos pasado haciendo compras en el centro. De pronto, ella intentó besarme. No se trataba de uno de esos besos que se dan las mujeres, y que consisten más bien en frotarse las mejillas mientras los labios se extienden hacia el vacío; era un contacto erótico, uno de esos preludios golosos, anunciadores de intercambios sexuales, que hasta aquel momento sólo había recibido de hombres.

—¿Por qué yo? —le pregunté, sorprendida—. No soy lesbiana y eso debe notarse, supongo. Conoces a todos mis amigos.

— ¡Pero yo también los tengo! —exclamó ella—. Y ocasionalmente me acuesto con algunos. Esto no me impide saber que me excitan más las mujeres. En el fondo siempre he sabido que soy una lesbiana. Por eso vine a Madrid. En provincias es muy difícil. Y, además, un día tu me miraste de un modo tal que creí entender que eras de mi cuerda. Nosotras usamos una mirada especial para anunciarnos.

—¿De qué estás hablando?

Ella me hizo una demostración: una especie de mirada penetrante, que parecía decir: «veo tu alma».

Recordé que esta expresión la había descubierto en homosexuales, que dejaban la cabeza un poco inclinada hacia delante, y dirigían los ojos hacia arriba. También algunas mujeres, ya estuviesen en la oficina, en un restaurante o en otros sitios, me habían mirado así.

Algunas lesbianas adoptan un aire masculino, y otras se vuelven el doble de femeninas. Alicia era simplemente una mujer típica. Resultaba imposible adivinar su condición sáfica.

Fue mucho más tarde, durante un viaje a California y mientras visitaba una comuna de «free love», cuando vi relacionarse sexualmente a dos mujeres por primera vez.

Estaba preparada para todo lo principal: en estas comunas se considera que el sexo es una actividad natural, como las otras. No hay necesidad de ocultarse para llevarlo a la práctica. Cuando llamé a la puerta me abrió una mujer totalmente desnuda, pequeña, con las tetas más perfectas que haya visto nunca. Me saludó con un abrazo y me besó. Luego, tuve que esforzarme por no mirar con demasiada insistencia a la pareja que estaba revolcándose sobre la moqueta, delante de un gran sofá; pero el espectáculo quedó grabado para siempre en mi memoria.

Dos mujeres, una negra y una blanca, estaban acostadas, pies contra cabeza. Sus coños parecían sólidamente enlazados, de tal manera que de no ser por el color de sus pieles jamás se hubiera podido saber dónde terminaba una y empezaba la otra. Los cortos cabellos crespos de la negra se confundían con el oscuro vellón de la blanca. En la posición del «sesenta y nueve», practicaban simultáneamente el cunnilingus. Estrechamente abrazadas, parecían casi inmóviles, pero sus cuerpos eran recorridos por unos estremecimientos de voluptuosidad.

En la habitación, la conversación continuaba dulcemente acompañada por los gemidos de placer. Me fue imposible olvidar las dos formas tendidas en el suelo, la negra y la blanca. Como la mayor parte de las mujeres de aquella comunidad, las dos voluptuosas que veía, Mary y Joanna, eran bisexuales. Como les gustaba igualmente follar con hombres o con mujeres, solían utilizar a un tercer compañero.

Más tarde, me hicieron confidencias sin ninguna dificultad:

—Me gusta comerle el coño a Mary —me dijo Joanna, la blanca—. Tiene un sabor particularmente azucarado en ese sitio, y un perfume natural muy especial que me excita una barbaridad. Siento deseos de comerla literalmente, de tragarme su coño, sobre todo su clítoris que, cuando está muy excitada, se pone duro y muy rojo, como una pequeña verga que se aprieta contra mi lengua.

Mary, la negra, se sentía fascinada por las tetas de Joanna. Eran enormes y estaban coronadas por amplias aureolas de un rosa pardo.

—Cuando empezamos —me contó—, me gusta acariciarle los pezones, tiernamente, con mucha ligereza, hasta que sus areolas se llenan de pequeñas protuberancias. Después, las cubro de besos, pasando mi lengua mojada sobre sus puntos sensibles, desde el pezón hasta las axilas.

Estas mujeres podían revolcarse juntas durante horas. Con frecuencia continuaban ellas solas, después de que el hombre con el que acababan de follar se había detenido, completamente agotado.

—Una vez pasamos toda la noche acariciándonos, hasta que salió el sol.

Pero Joanna iba más lejos, pues me dijo que era capaz de joder con cuatro hombres seguidos y sentir, luego, deseos de acariciar a Mary.

—Es cierto —confirmó ésta—. Resulta una forma diferente de relacionarme sexualmente más dulce y delicada que con un hombre.

Y mientras me confiaba esto, acariciaba soñadora el generoso pecho de Joanna. ¿Era posible pasar un fin de semana en esta comuna sin descubrir una forma enteramente nueva para mí de excitación sexual? ¿Acaso existía algo más fácil para un dúo de mujeres que transformarse en un trío?

De pronto comprendí que había otras cosas en la vida, además del amor heterosexual, y que no era indispensable sentir una polla en erección, purpurada por el deseo, ni apoyar la cabeza en un torso musculoso y velludo.

Pero esta experiencia fue como una especie de sueño entre paréntesis. No me aficioné realmente al lesbianismo hasta que, algún tiempo después, conocí en Málaga a Elena. Fue en una reunión en casa de unos amigos.

Al día siguiente, ella me invitó a comer y supe, por la forma cómo me miraba y me tocaba suavemente para subrayar lo que me contaba, que estaba sexualmente interesada por mí. Una semana más tarde, en la piscina, se acercó muchas veces donde yo estaba, nadando debajo del agua, y me rozó con todo su cuerpo.

Finalmente, me invitó a beber una copa en su bar preferido. La iluminación tamizada sólo enseñaba rostros y siluetas de mujeres, la orquesta era exclusivamente femenina y el servicio corría a cargo de camareras. Reinaba en todas partes una dulzura que sólo puede obtenerse en ausencia total de vibraciones masculinas o heterosexuales.

La primera vez que nos acostamos juntas, llegamos al sexo con una avidez casi brutal. Durante los dos o tres días siguientes, tuve el clítoris congestionado y sensible, de tanto como ella me lo había chupado y mordisqueado, provocando en mi cuerpo maravillado un torbellino ininterrumpido de orgasmos múltiples.

Mi amante era menuda, delgada y disponía de unas tetas adorables de adolescente; sus cabellos eran negros y lisos, y le caían como una cascada sobre sus pechos minúsculos. A veces se apretaba contra mí, igual que una niña indefensa, estrechándose a mis brazos y piernas.

Yo casi sentía miedo de esa necesidad violenta que ella experimentaba de establecer el máximo de contacto entre nuestras pieles. En otros momentos, me dejaba mimar, excitada interior y exteriormente por su afecto, su adoración y su evidente apego.

Pero empezaba a ponerme nerviosa, a sentirme incómoda cuando me demostraba su afecto en público. La relación amorosa exclusiva que quería Elena para nosotras presentaba todas las características del matrimonio, salvo que las dos éramos mujeres. Lesbianas.

Elena deseaba que tuviéramos el valor de mostrarnos como tales, salvo ante nuestros padres y la familia en general. Antes nunca había considerado la dificultad de ser lesbiana a cara descubierta. Cuando me decidí a tener un amante masculino, ella reaccionó como un animal herido. Pero terminó por comprender y rendirse a razonamientos.

Y además yo no estaba dispuesta a renunciar a las parejas masculinas. Ningún vibrador podía reemplazar la virilidad de una polla bien dura, deslizándose lentamente dentro de mí... Ni el placer sutil de ver cómo un macho perdía sus fuerzas satisfaciendo el deseo que sentía por mí. Ningún pecho femenino, pese a su dulzura y su redondez, podía usurpar la sólida y confortable protección de la masculinidad.

Mi amante masculino actual no sospecha que, a veces, lo trato como si fuera Elena. Desconoce que, con frecuencia, es una mujer a quien beso dulcemente en sus ojos, en sus labios, en su pecho...

Con la única persona que no me porto así es con Alicia, pues hemos vuelto a relacionarnos. Después de tantas vueltas, ahora sabemos que somos la una de la otra, a pesar de que tengamos nuestras compañías masculinas...

Alicia ya se había liberado de la falda. Se agachó con mucha soltura, se quedó contemplando los abultados labios de mi chumino y, emitiendo un divertido chasquido con la lengua, se dispuso a lamer el paraíso que tenía delante.

Acto seguido, como si estuviera siendo guiada por un reflejo condicionado, aproximó su boca a mis carnes abiertas, rezumeante y temblorosa. Pronto capturó mi clítoris, y se dedicó a chuparlo delicadamente.

En aquel instante, luego de unos minutos de confusión, yo me apoyé en la cabecera de la cama, y me notaba derretida por dentro. Plenamente convencida de que me estaba sucediendo lo mejor.

No había mejor sensación para mí que notar la presencia de Alicia repasando mis labios mayores, atornillándose alrededor de mi clítoris y capturando humores y caldos en el interior de mi chumino. Por eso mi vientre se entregó a realizar unos espasmos sincopados, al mismo ritmo de mi respiración y de la mano izquierda que había llevado hasta mi teta para acariciarme el pezón. Me notaba como si estuviera siendo vestida por unos chispazos de sensualidad.

De pronto, Alicia se volvió como frenética. Me atrapó por las cachas, me metió la boca en todo el coño y se entregó a lamer, a absorber y a beber. A la manera de una osezna en un panal repleto de miel, que teme ver arruinado su placer por la presencia de miles de abejas con el aguijón dispuesto a organizar un ataque mortal.

Yo aporté otro elemento de placer, al acariciarme las tetas con mis dos manos. Apretando con todas mis fuerzas. Lo cierto es que me hallaba invadida por una sensación de locura sexual. Porque estaba siendo materialmente devorada en el chumino, los muslos, las rodillas y la totalidad de mis zonas bajas.

Descendí una mano para acariciar el cabello de Alicia. Temblando bajo una gozada que no admitía las protestas. Allí cada una de nuestras acciones sólo debía servir para disfrutar más y más.

Mientras, ella se encontraba tan embriagada, gracias a que mis líquidos vaginales le llegaban a la boca en un auténtico chorro, que no paraba de alimentarme una tormenta de pasiones. Algo despendolado que generaba un orgasmo tras otro. Y Alicia, al mismo tiempo que seguía comiéndose mi coño, no dejaba de acariciarse y de masturbar el suyo.

Luego, la situación se hizo encharcadísima: lo que en un principio se desarrolló tiernamente, ya que era una tormenta de pasiones. Habíamos entrado en una espiral sexual, para la que no valían los métodos. Dejábamos libres la imaginación. Olvidándonos totalmente de los hombres.

Rosana - Madrid

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