Los vicios inconfesables
Tengo diecinueve años, soy morena y guapa. Tengo además un temperamento ardiente y apasionado y una debilidad contumaz: los hombres. No sé, « ignoro si soy ninfómana, porque nunca supe muy bien lo que quería decir esa palabra. Pero si ninfómana es una chica que es dichosa teniendo algo duro y caliente bien empotrado en su sexo, entonces no os quepa la menor duda de que lo soy.
La experiencia que voy a contaros no es por supuesto una más entre todos los ligues que he disfrutado a lo largo de mi corta pero bien aprovechada vida. Nada de eso. Lo que os contaré me pasó hace apenas tres semanas, y ha sido tan divino, tan hermoso, que por primera vez en mi vida llegué a llorar por la pérdida de un hombre.
Yo había entrado en una cafetería, sola. Serían las nueve de la noche y no tenía ningún plan. Me senté y pedí un batido de chocolate. La cafetería estaba bastante llena de gente que hablaba y reía. Era sábado, y me sentía un poco extraña, ya que no suele suceder que no tenga compañía. Pero la verdad es que si carecía de ella es porque no había aceptado volver a salir con José ni con Rafa, con quienes había empezado a aburrirme después de unas cuantas «encamadas».
Cuando me trajeron el batido, coloqué una pajita en el líquido y, con placentera fruición, empecé a chupar muy lentamente. Siempre fui una sibarita y me encanta saborear sin prisa todo aquello que me apetece. Estaba pues sorbiendo la pajita cuando vi al negro.
Era una negrazo bastante impresionante. Nada guapo, por cierto, con una bocaza grande, de labios gruesos y una nariz aplanada, como suelen tenerla los que se dedican al deporte de propinarse puñetazos en un cuadrilátero para licuarse los sesos antes de tiempo. Pero ese negro me llamó la atención. Quiero decir que me puso un poco morbosa.
En primer lugar, porque era grande. Mediría uno noventa de estatura y era fuerte, con un tórax muy ancho. Llevaba puestos unos ceñidos y gastados vaqueros que le hacían un bulto escandaloso en la entrepierna. A juzgar por el bulto, y por el resto de las medidas, pensé que el negro debería tener un sexo fuera de serie, uno de esos sexos que no es simple encontrar en este mundo.
No es que sea una fanática del tamaño. Yo he gozado hasta el delirio con tíos que tenían sexos pequeños, pero sabían usar su «batuta» con un arte admirable. Pero esa noche, ese negro y ese bulto me despertaron el morbo. Sentí una familiar humedad en mi vagina y una gran curiosidad. Nunca antes había hecho el amor con un negro, y tal vez eso también influyó para que, al cruzarse nuestras miradas, le sonriera.
Sé que estoy buenorra, eso no es para mí noticia. No digo que sea una miss España, pero tengo todo eso que a los hombres les enloquece y que las mises España no suelen tener: un par de pechos duros y grandes, agresivos, un trasero redondo y duro, que ha recibido más elogios que los goles de Messi, y unas piernas bien hechas. No soy delgada, tampoco tengo quilos de más. Y dicen los tíos que tienen confianza suficiente conmigo que tengo cara de calentorra, cara de viciosa, y que eso es lo que termina de hacerme perfecta.
El negrazo aquel no necesitó una segunda sonrisa. Se acercó a la mesa que yo ocupaba, me devolvió la sonrisa mirándome fijamente a los ojos, y se sentó ante mí. Parecía observar muy atentamente cómo yo sorbía la pajita del batido y me gustó verlo relamerse sin el mínimo recato. Yo estaba en plan morboso y cuando me siento así me gusta que los hombres me traten como a la más depravada de las perversas que os podáis imaginar.
Si se ponen delicados y en plan astuto me enfrío bastante. En cambio, otras veces, es al revés... Sí, soy caprichosa... Pero no quiero divagar. Lo importante es que el negrazo se relamió mostrándome una lengua ancha y vigorosa que me hizo sentir un cosquilleo de ansiedad en el bajo vientre. Me imaginé todo lo dichosa que podía ser si aquel africano me metía aquella enorme «pala» dentro del horno, hasta el fondo del vientre.
Cuando terminé con el batido, el negro me preguntó:
—¿Quieres otro?
—¿Otro batido? —pregunté, perpleja por esa forma de presentarse.
—Sí... me gusta mucho mirar cómo te lo chupas —me dijo.
Yo pensé que me había encontrado con un mirón, y eso me desanimó un pelín. Sin embargo, al sentir el roce de la pierna del negro contra mis piernas, bajo la mesa, volví a animarme.
—No quiero otro batido —le respondí, sonriendo con procacidad.
—Es una pena... Aunque podemos jugar a otras cosas.
—Eso depende, tío —objeté, animándolo a proponerme algo.
—Verás —dijo él, mostrándome una bonita dentadura—. Podemos ir a cenar... Y antes podemos tomar una copa... También podemos ir a mi piso, que queda a dos calles de aquí...
—Veo que no pierdes el tiempo —le dije.
—Para qué perderlo pudiendo ganarlo... Fíjate que en cualquier momento nos sorprende una guerra nuclear... ¿Conoces un lugar mejor para que no te pille perdiendo el tiempo que la intimidad de un apartamento?
Aquel negro hablaba como un político. La verdad es que me asombró con la facilidad y rapidez de su verbosa inteligencia. Repliqué:
—Yo no conozco mejor lugar, pero mi mamá me ha dicho que no debo salir con desconocidos —bromeé.
El negrazo se rió con ganas. Después, introdujo una mano en uno de los bolsillos de su vaquero gastado y sacó una tarjeta. Me asombró que un negro vestido tan informalmente tuviese tarjetas de presentación. Además, para colmo, era una tarjeta de color rojo con letras doradas, en las que ponía que ese tío con aspecto de ayudante de tarzán era nada más ni nada menos que Agregado cultural de no sé qué país de nombre extraño. Sonaba como Simago, o Simaue. Bueno, la geografía jamás fue mi punto fuerte.
—Ahora ya no soy un desconocido, ¿verdad?
—Lo decía en broma —me defendí.
—Y yo te seguí el cachondeo, princesa —me dijo el muy fresco, al tiempo que llamaba al camarero y pagaba la consumición.
Sin dudarlo, me cogió de la mano y me invitó a ponerme de pie. En medio de la cafetería me estuvo admirando, cosa que me cortó un poco. Después, sonriendo, me puso la mano sobre el hombro y me guió hacia la calle. La verdad es que al lado de aquel negro yo parecía una niña pequeña, y eso que no soy baja. Pensad que mido casi uno sesenta y ocho, y estaba con tacones, aparte de que mis caderas y mis senos, tan generosos, me dan aspecto de mujerona a pesar de mis diecinueve años. Pues al lado del negro yo parecía una enana esmirriada. Y eso me hizo poner más morbosa, aunque temía que tanto morbo tuviese que pagar luego las consecuencias, porque era evidente que aquel gigantón africano debería tener un miembro como la trompa del elefante del zoo.
Cuando llegamos a su piso —que contrastaba con la manera informal de vestir del negro por el lujo y el orden— el tío, nada más cerrar la puerta, me enlazó en sus enormes manos por la cintura y se inclinó apretándome su morro contra los labios.
Nos besamos. Era como un vendaval, y aquella boca succionadora me estuvo recorriendo a chupeteos y lengüetazos, sin piedad, mientras las manos me sobaban el trasero y me recorrían con una gula inquietante. Mientras nos morreábamos —nunca mejor dicho que entonces— sentí el bulto contra mi abdomen. Aquello parecía un obelisco, parecía una pirámide. Nunca me habían restregado una cosa tan grande y tan dura, y eso que a mis diecinueve yo me las había comido de todos los tamaños y de todos los colores.
Lentamente, pero apasionado, el negro me magreó toda y empezó a quitarme la ropa. De vez en cuando me alzaba en vilo, me levantaba del suelo para colocarme a su misma altura y jugar a pincharme con lo que ya sabéis.
—Te la vas a tragar hasta el tope —me decía el muy degenerado, y se reía, elogiándome los senos y chupándomelos con entusiasmo.
—Me gustan las rubitas como tú, me pone cachondo esa piel tan blanca —exclamaba, sin dejar de desnudarme.
Yo no podía decir lo mismo del africano, porque era tan negro, pero tanto, que parecía azul.
De pronto, él también empezó a quitarse la ropa, después de llevarme en brazos hasta el dormitorio y de dejarme caer sobre la cama. Lo miré. Y cuando vi aquello casi no pude creerlo. El tío tenía una banana tamaño gigante. Un sexo gordo y largo, negrísimo, que me apuntaba como dispuesto a clavarme para siempre.
—Oye —dije—. Métela con cuidado, que eso no es un pene. Eso es un espadón, y no quiero morir tan joven.
El negro sonrió. Pero lo primero que hizo fue besarme otra vez. Lo hacía de maravilla. Me metía la lengua a fondo y me magreaba entre tanto el tetamen y el resto del cuerpo con las manos. Pero pronto su lengua empezó a descender sin prisa. Era tremendo, lamía con una fuerza que me hizo pensar que aquel cabrito me haría sentir el rigor del primer orgasmo antes de penetrarme.
Entonces, ya viciosa perdida, cachonda y perversa, empecé a moverme descontroladamente bajo las caricias de la lengua mientras le decía las cosas más audaces. Yo soy así, me gusta desbocarme cuando estoy en la cama.
—Dale, negro, dale lengua a esta viciosa... Ahh, cómo me la haces sentir, levántame en la lengua, negro... Ohhh, qué lengua, pero qué lengua más guarra tienes...
Me hizo ver el paraíso cuando me empezó a pasar la lengua en el pubis. Bueno, en el pubis y en los labios vaginales y en el agujero que queda entre las nalgas, porque aquella lengua sabia e inquieta daba para todo, lo creáis o no.
Me retorcía de gusto y gemía, sin dejar de insultarlo. Me encanta decir frases guarras e insultar al tío que me está haciendo el amor. Si no lo habéis probado mejor es que lo experimentéis lo antes posible.
Mientras me pasaba la lengua el negro me sobaba con las manos. Muy pronto tuve un orgasmo descomunal. Sentí que la lengua presionaba mi clítoris y me hacía arquear. Me levantaba en peso con la lengua aquel negro vicioso.
Entre quejidos, insultos y gemidos, gocé como la viciosa que soy, hasta que el último temblor me dejó inmóvil y jadeando sobre la cama.
Entonces, sin darme tregua, el negro se subió encima de mi cuerpo y me la endiñó... Aquello fue la gloria. Era una estaca que no terminaba de entrar. Centímetro a centímetro, me la dio hasta acoplarse perfectamente, fundiendo su pubis al mío. Y entonces, con besos y caricias, empezó a poseerme con furia africana. Era lo más ardiente que yo hubiese tenido jamás entre mis piernas, os lo aseguro, y antes de que él lograra eyacular, tuve otros dos espléndidos orgasmos.
Me estuvo disfrutando toda la noche. Cuando terminó conmigo, yo no podía ni moverme. Estaba deshecha. Me la había encajado en cuanto agujero tiene una chica, me había inundado cinco o seis veces a lo largo de toda la noche, y para terminar se la meneó sobre mi cuerpo, diciéndome palabras irrepetibles y me regó con su negra manguera la cara y los senos.
No sé cómo no me mandó al hospital después de trillarme con tanta fiereza... Pero, claro, luego de lo bueno vendría lo malo. El negro me llevó a desayunar, se puso en plan serio, reflexivo, y me dijo que todo había estado muy bien, pero que no podía volver a verme, porque esa noche llegaba su legítima esposa, que era muy ardiente y le exigía toda su capacidad para mantenerla contenta.
Yo no podía creerlo... Pero tuve que aceptarlo. Os juro que lloré, porque un negro como ése una no lo consigue todos los días. Pero bueno, como también una sabe que un clavo saca otro clavo, esa misma noche me ligué a un marino americano. Negro también; bien dotado, pero ni la mitad de morboso y glotón que el agregado cultural de ese país tan raro que suena como si mago o simaue o algo parecido.
LORENA - BARCELONA
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