Es mejor callar

Los primeros años de mi matrimonio con Fernando fueron maravillosos. Me creía la heroína de una novela romántica y una mujer nueva. Veía a mis amigas en Instagram airear de sus historias de amor, enumerando con frialdad una lista de quejas de fallos masculinos y yo me sentía feliz aunque en mi fuero interno sabía que mi marido tampoco se ajustaba a la imagen del hombre tierno, fuerte y generoso que yo había imaginado.

Estaba convencida de que para estar bien unidos debíamos contarnos todo lo que pensábamos, incluso nuestras fantasías sexuales. Pero él no quiso colaborar, un poco porque era taciturno de carácter y otro debido a que no compartía mi idea.

Durante años yo asumí el papel de «analista» de nuestra pareja. Me preparaba durante horas mis charlas, las pensaba y las recitaba hasta que me parecían convincentes. Me imaginaba sus frustraciones y preparaba mis respuestas. Finalmente se las soltaba de un tirón. Pasaba horas contándole mis ansiedades, sobre nuestra forma de entender el Sexo y preguntándole sobre la fidelidad. Luego, él me contestaba con monosílabos; y yo, implacable como un torrente, le seguía aturdiendo con mis pensamientos y mis sospechas.

Una noche volvió a casa muy tarde, cosa que no era rara porque teníamos el acuerdo de concedernos una cierta libertad recíproca para cultivar relaciones de trabajo, contactar con las amistades de cada uno e incluso para salir solos si nos apetecía. Suponía un trato difícil para mí; sin embargo lo aceptaba porque me daba cuenta que debía hacerlo así si deseaba continuar a su lado.

Pero en aquella ocasión me pareció que algo no marchaba bien. Y al día siguiente me desperté con la seguridad de que él había estado con otra. Pensé que si se lo preguntaba abiertamente él lo negaría; así que le dije:

—Anoche no estuviste con Manolo, ya que llamó por teléfono preguntando por ti.

Utilicé una mentira, y di con la diana. Después de muchas preguntas al final confesó:

—Sí, brujita. Ayer vi a una amiga a la que no trataba desde hacía muchos años. No nos acostamos. El hecho de que te lo haya ocultado es para evitar que empezaras a imaginar cosas raras. Esa manía tuya de contarlo todo... En realidad es sólo una forma de aplacar tus celos. Jamás ha sido mi costumbre preguntarte cada día sobre qué has hecho o dónde has estado. Te quiero y me fío de ti, ¡y ya está!

Entonces me abrazó y me besó apasionadamente. Era otro hombre, cargado de sexualidad. A mí me invadió una gran ternura. Me abracé a él y le acaricié los hombros. Luego, le mordi los pezoncitos. Parecía una perrita en celo.

—¿Qué te sucede ahora? — preguntó él, sorprendido.

Le mordisqueé por la espalda. Fernando se apoyó en la pared y no se retiró, dando a entender que la cosa le gustaba y que quería más. Y yo estaba dispuesta, porque, después de todo, el pensamiento de la otra me había encendido una fiebre en la sangre que no lograba apagar. Me negaba a esperar, porque me parecía un insufrible martirio.

Mi esposo se hallaba en situación, y me abrazó. Toda desnuda como estaba. Me sujetó por las nalgas, como si quisiera levantarme en vilo. No fue más que una forma de sentirme con mayor profundidad, un modo de aumentar su excitación.

Terminó por alzarme de verdad. Me tendió en la cama, y empezó a besarme en el cuello. Con la lengua me rodeó las orejas, llegó hasta la nuca, y se internó entre mi cabello. A la vez, sus manos habían iniciado la danza en torno a mis caderas, mi vientre y mi pubis.

En esto era un maestro. Comprendía a la perfección mis deseos, y me contentaba. Pero nunca se había ajustado al mismo sistema. Casi siempre buscaba variaciones, y yo, entonces, no sentía el cansancio de conocer lo que venía a continuación, ni ninguna otra de esas molestias que ocasiona la rutina sexual.

Porque nos besábamos y follábamos hasta conseguir los dos el orgasmo. Luego, nos quedábamos dormidos. Sólo que, en aquel momento, yo sentía un gran vacío, un desmayo como si me hubieran abandonado las fuerzas, y fuera la causa por lo que no tuviera ganas de levantarme.

—Por favor... —susurré, muy caliente.

Mis ojos parecieron como si esperaran el golpe de gracia. Fernando me conocía bien. Llevábamos follando muchos años. Se colocó de rodillas, a la altura de mi pubis, que acarició, y con lentitud hundió el falo en mi lubricada oquedad.

Un gemido, dos, y el concierto comenzó para mí. Atenacé las caderas de él con mis muslos, y alcé y bajé el vientre ofreciéndome cada vez con más violencia; y, después, me separé hasta casi sacarla de mi estuche carnoso.

Fernando se comportó como el primer muchacho que me llevó a la cama: con deseo y furor sexual. Pero yo sabía que aquello era el auténtico amor, ese que llena y fascina...

¡Qué lección! Y desde entonces decidí cambiar. Aprendí a leer en los silencios de Fernando. Por la forma de mirarme supe cuándo me necesitaba sexualmente. Creo que a él le pasó lo mismo. Nos hemos convertido en una pareja estable y madura. Y con el tiempo he comprendido que realmente es mejor callar. Que se pueden sentir emociones por otros hombres —supongo que por otras mujeres—, sin que ello influya lo más mínimo en la propia relación.

En una ocasión me sentí atraída por otro. Una historia de unos seis meses. Sentía que era algo sólo mío, que me afirmaba como mujer y halagaba mi vanidad. Luego, no sé cómo, la aventura se acabó sola y volví a encontrarme volcada con mi marido.

Me pregunto muchas veces qué habría pasado si llego a decírselo. Estoy segura de que ya siempre leería en sus ojos el destello de sospecha que envenenaría nuestra vida. No, estoy convencida de que es mejor callar.

MABEL - TENERIFE


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