El clásico triángulo

Vivíamos juntos desde hacía cinco años. Formábamos una de esas «convivencias a prueba de errores» que deberían servir para entenderse mejor antes de casarse y traer un hijo al mundo.

Nos enfrentábamos a altibajos, como todo el mundo. Pero no cabe duda de que nos unía algo muy fuerte y sólido. Podría deciros que lo construimos en base a una sólida relación sexual, en la que no callamos ninguna de nuestras dudas. También los anhelos más profundos, sin despreciar aquellos que tenían mucho que ver con el Sexo. Como partíamos de la necesidad de ser sinceros el uno con el otro, fue él quien me pidió que le «besase la polla» -- algo que marcó el comienzo de unas mamadas estupendas— y con ello dio pie a que le pidiese que me «chupara el chochete» —para terminar regalándonos con unos cunnilingus de escándalo.

Desde el principio, tanto él como yo, nos expresábamos con una espontaneidad que nos permitió disfrutar de momentos maravillosos, gracias a una comunicación afectiva y sexual. Parecía que nada podría estropear una relación tan profunda y bella. Sin embargo, la misma espontaneidad nos jugó una mala pasada.

Si íbamos por la calle no silenciábamos nuestra admiración hacia las personas con las que nos cruzábamos:

—¿Qué harías tú a esa chica, Ricardo? Porque no me negarás que es tu tipo: morena, con el culo alto y unas «piernorras» que podían aguantarte a ti y a cuatro más.

—Me quedaría muertecito dentro de ella. Pero, como prefiero seguir vivo, me conformo contigo, Maruja.

O este otro diálogo:

—Cariño, ese rubiales no quita ojo desde que hemos entrado en la cafetería. ¿A que no te atreves a pedirle que te invite a un café? ¡Estoy seguro de que se le abultaría más el «paquete» de lo que lo tiene ahora!

—Dejémosle en paz. Tiene pinta de ser un tímido de marca mayor. ¡Seguro que si me acercara a él se moriría de un infarto!

Hacía algún tiempo que le notaba muy inquieto y a ratos distante. No necesité nada más para darme cuenta de que había otra chica por medio. Y él mismo me lo confirmó. Era una joven libre, que podía disponer de si misma y que no le importa desempeñar el papel de «la otra». Dos años atrás había sufrido una dolorosa ruptura de una relación muy importante, que le produjo una depresión de la que consiguió salir con la ayuda de un psiquiatra y de su familia.

—Viene a la academia donde yo doy clases de inglés —siguió contándome—. Tuve que fijarme en ella porque no cesaba de llorar. Le pregunté qué le pasaba. Por fortuna poco la tuve que socorrer, pues ya estaba en la última fase de recuperación. Nada más que hemos salido cinco o seis veces. La última, cuando ya me disponía a dejarla de una forma definitiva, me confesó que me amaba... Tiene 18 años, es preciosa y sabe convencer. ¿Cómo iba a decirle que no. Maruja? El hecho es que me he acostado con ella en varias ocasiones...

—Pero, ¿por qué te has embarcado en una aventura con una chica así?

—Al principio sentí lástima. Ahora me veo totalmente enganchado. Me gusta un montón. Es distinto a lo que siento por ti, ¡de verdad!

Tuve que aceptar la situación. Me daba cuenta de que el hecho de ser espontánea en estos casos resultaba un obstáculo. Quizá hubiera sido mejor mostrarse fría y controlada, con el fin de preparar una buena estrategia para vencer. Como hacen las heroínas de las novelas románticas, aprendiendo a callar y a vivir su tormento en soledad. Pero a Ricardo le dije con sinceridad —la de siempre— que yo no creía que eso pudiera romper nuestra unión.

En realidad comprendí, muy en mi interior, que me hallaba en gran peligro, y me sentí desesperada ante la idea de perderle. Reconocí sinceramente que, a pesar de lo mucho que me iba a costar, sería capaz de hacer cualquier cosa por mantener aquel lazo de unión que tenía implicaciones importantísimas para mí y sobre el cual había forjado muchas esperanzas.

Ricardo se daba cuenta de lo mal que yo me sentía y me decía:

—Te necesito, Maruja, lo sabes. No puedes dejarme. Pero «ella» también me necesita y no quiero herirla.

En este punto surgía mi protesta mental:

«¿Y yo? ¿Acaso no te he dado más que esa chiquilla?»

Quizá en los años anteriores había creado en él la imagen que siempre quise dar de mujer fuerte y autosuficiente. Llegó un momento en que Ricardo me propuso conocer a la otra:

—Viéndola tal como es estoy seguro de que sufrirás menos.

Y un día «ella» llegó a nuestra casa: el rostro duro e inexpresivo, con huellas de sufrimiento, aunque se esforzó en mostrar amabilidad y comprensión hacia mí. Afirmó sus propios derechos y le bastó. Comprendí que era una mujer que realmente pasaba una depresión; pero no me sentí indiferente hacia la agresividad que me manifestaba.

Sin embargo, Ricardo me la confió, quería que la cuidase con cariño. Me encomendó un papel maternal, terapéutico, de comprensión y afecto. En el fondo me pidió que ampliase en ella la acogida que él siempre había encontrado en mí. Y yo me sentí en contradicción conmigo misma: por una parte, su confianza me resultaba conmovedora, ya que demostraba su seguridad en mi capacidad de amar, devolviéndome la imagen de una mujer tremendamente generosa —ésto me halagó y me pareció una especie de premio al amor que le había dado— y por otra, sentí que nuestra pareja se deshacía. Ricardo y «la otra» eran la auténtica pareja, mientra que yo pasaba a ser una especie de buena madre de los dos. Quedaba obligada a cambiar los momentos de furia y desconsuelo por otros de exaltación cuando él mostraba su agradecimiento por mi comprensión.

En mi interior se produjo una auténtica lucha, en la que batallaron el egoísmo y la generosidad. Por un lado, intenté hallar un plan que me permitiese reconquistar a mi compañero, de tal manera que dejase a Fátima. «la otra» —terminé convenciéndome de la imposibilidad de esta empresa, porque seguramente yo hubiera sido derrotada— y por otro, me dispuse a aguantar lo que me estaba ocurriendo.

Quizá el tiempo me proporcionase la solución que en aquel momento no encontraba por ninguna parte.

Así transcurrió un año y llegamos a las Navidades y a la Nochevieja; luego, a Reyes y, más tarde, a la Semana Santa. Y después a las vacaciones de verano. Todo se complicaba. ¿Íbamos a dejar sola a una «pobrecilla» como aquella? Ricardo procuraba dividirse entre las dos. Cuando estaba conmigo solía mostrarse pensativo, hasta que surgían con frecuencia las desesperadas llamadas telefónicas de «la otra», que le obligaba a marcharse rápidamente. Llegó un momento en que prácticamente estaba siempre con ella, y yo era sólo el refugio al que él volvía de vez en cuando: la mujer a quien se podía pedir todo y que nunca exigiría.

En toda mi vida había odiado a las «mujeres sacrificadas», porque mi madre lo era ante mi padre. Siempre aguantándole todos los caprichos, y haciendo la vista gorda ante la existencia de una querida. Claro que entonces no se estilaba lo que me estaba sucediendo a mí: eso de que me la trajeran a casa y debiera tragar con que mi compañero —marido en todos los conceptos, debido a la serie de compromisos sociales y financieros que nos vinculaban— la prefiriese a mí.

De repente, empezó a surgir en mi propia naturaleza una inclinación lógica. Algo que suponía la única solución para nuestro caso: aceptar el triángulo como un hecho consumado. Claro que antes me formulé muchas preguntas.

¿Cómo pude escapar de todo ésto? No lo sé. Un buen día me desperté, de pronto, y me di cuenta de que era muy desgraciada. Tan desgraciada que no podía seguir así. Había llegado a un punto sin retorno, era absurdo continuar de aquella forma. El costo me resultaba excesivo. Se lo dije a Ricardo y le pedí que se fuera del todo de mi vida. Se rebeló y lloró.

—Pues déjala y volvamos a vivir solos nosotros dos —le dije.

—No, no puedo hacer eso.

—Entonces ya ves que no tengo elección —concluí.

—¿Qué te parece si nos acostásemos los tres juntos, Maruja?

—¿Lo aceptaría «ella»?

—Se llama Fátima. Y está de acuerdo.

Lo intentamos y resultó. Nunca pude creer que el Sexo pudiera solucionar mis problemas de una forma tan eficaz...

Las palabras sobraban entre nosotros, porque los tres únicamente debíamos demostrarnos que podíamos ser capaces de obtener placer follando juntos o realizando el clásico triángulo sexual.

Fátima se mostró un poco fuera de imagen, acaso sin concederme a mí ninguna importancia debido a que se sentía muy segura de poder mantener su situación. A la vez, yo iniciaba el recorrido por la zona externa del pelo genital, buscando el interior de los muslos de Ricardo. Y éste los separó para recibir mis besos.

Apoyé los labios en sus cojones, que compusieron un precioso saco, redondeado y turgente, sobre el cual los pelos formaban una madejas muy lujuriosas. Los lamí y acaricié, hasta que los dejé húmedos y relucientes. Después, alcé la cabeza. Decidida a concentrar mi agresión en la polla.

El canal que recorría a lo largo de la loma inferior de la picha palpitó con más violencia, recibiéndome con una reacción de complacencia. Mi compañero no sólo me agradecía lo que le estaba haciendo, sino que me lo transmitía por medio de su magnífica herramienta. Algo que era imposible que Fátima pudiese captar.

Advertí que el toqueteo de mi lengua en aquellos parejes internos resultaba especialmente excitante. Y lo fue también para mí. No obstante, me dije que me convenía reservar su utilización para cuando estuviera a punto de brotar la «corrida», después de proporcionar a Ricardo el máximo placer.

Mi rival se había unido a la diversión, quizá comprendido que me estaba concendiendo una ventaja excesiva. Las dos nos tomamos nuestro tiempo, saboreando los gemidos de gozo de nuestro macho, aunque sabíamos que su verga ya no podría mantenerse mucho tiempo en su suprema dimensión.

De todas las maneras, proseguimos nuestro camino, lentamente, por toda la carnosa columna, hasta que alcanzamos la cúpula del glande: cresta de la polla. La atacamos por ambos lados. (Me jodía compartir las acciones, teniendo tan cerca la cabeza de mi rival y no pudiendo evitar que nuestros cabellos se entremezclaran y, en muchas ocasiones, nos estorbásemos con alguna parte de nuestras cabezas, brazos, hombros o manos).

Me permitió abandonar esta molesta realidad el hecho de que la boca de la uretra se hallaba distendida por un globo de fluido viscoso, que parecía esperar con impaciencia poderse disparar fuera del mango que lo contenía. Y nuestras lenguas se concentraron en aquel punto, movidas por un impulso instintivo que nos obligó a actuar al mismo tiempo. Entonces se produjo la eyaculación. ¡Ricardo disparó toda su carga de leche!

Fue como si hubiéramos reventado una cañería al estar reparando los baldosines de un lavabo, cuyo contenido descendió desde la parte superior del capullo para deslizarse por toda la columna. Las dos lo sorbimos con ansiedad... Cuando dejamos la punta brillante, allí no quedaba ni una sola gota de esperma y sí unos chorretones de nuestras propias salivas.

—Eres una tía estupenda, Maruja, ¡de verdad! —exclamó Fátima—. Te lo dice alguien que sabe de ésto. ¡Si has movido la lengua con más rapidez que yo! De haber sido una carrera olímpica, te hubieras llevado la medalla de oro, aunque sólo fuera por haberme sacado a mí una décima de segundo.

Los elogios se me atragantaron. Ganas me dieron de soltarle que yo mamaba pollas cuando ella todavía no sabía ni sonarse los mocos. Pero silencié mi protesta. No estaba allí para pelear, sino con el propósito de demostrar que no debían mantenerme al margen de sus folladas.

Me di cuenta de que la boca de Fátima seguía manteniéndose muy cerca de la picha, sacándome ventaja posicional. Me coloqué en una situación bastante similar a la suya. Nuestros cálidos alientos llegaron al bálano, resplandeciente y con menos humedades. Se las estábamos secando con el calor de nuestros alientos. La espléndida herramienta cabeceaba y empujaba en una dirección situada delante, a impulsos de las caderas de Ricardo. Apenas había perdido erección.

—¡La mamada ha sido algo genial, como si lo hubierais ensayado! —exclamó mi compañero—. ¡Me gustaría repetirlo muy a menudo!

De pronto, volvió a surgir entre los tres una lujuria despendolada. Ricardo se juntó a nosotras, tumbándose en medio y empezó a chupar a Fátima. Mientras, yo me liaba a jugar con el culo de los dos. Y mi ex rival —mis rencores ya eran algo del pasado, debido a que estaba sintiendo que los deseaba a ambos, que era capaz de enamorarme de ellos— se volvió para mirarme, y me dijo:

—Gracias, Maruja.

Fátima se sentó de rodillas y mi esposo le metió la polla, para comenzar a moverla hacia dentro y hacia fuera. Actuó con una sabia lentitud; al final, pude ver perfectamente cómo le había encajado la polla. La chica se mostraba impresionada de que le hubiese cabido toda, y creyó que ésta era la causa:

—¡No hay duda de que tu presencia, Maruja, ha servido para dilatar la capacidad de mi coño!. Tal vez haya segregado más lubricación, por eso tengo a Ricardo totalmente dentro de mí... ¡Gracias, amiga!

Siempre había sido una «engatusadora»; sin embargo, sus palabras me sonaron auténticas. Me las creí. Mientras tanto, ella estaba siendo follada con eficacia, debido a que se estremecía en una cadena de espasmos que le sacudieron desde los pies a la  cabeza.

—¡Date la vuelta, Fátima, enseguida! —exigió Ricardo, con una voz que delataba una gran impaciencia.

En el momento que fue obedecido, la siguió jodiendo, pero ya en la posición del «misionero». Unos minutos más tarde, la levantó ligeramente apoyándose en las manos. La chica mantenía los ojos bien abiertos, estupefacta. Y su expresión se intensificó cuando él, además, se dedicó a acariciarle las tetas.

—¡Nunca me habías hecho nada parecido, cariño! —dijo ella, entusiasmada—. ¡También a ti te inspira una gran pasión la presencia de Maruja con nosotros!

—Fíjate que chochete, Maruja —añadió Ricardo—. ¿Te das cuenta por qué no podía abandonar a esta preciosidad?

Prosiguió follándosela, igual que un maniático. Sin dejar de manejar su verga, facilitó a Fátima el camino que puso el culo en mi boca... Puedo juraros que nunca me había tenido por una lesbiana —aquello no ofreció ningún aspecto de homosexualidad femenina— sin embargo, en medio de la embriaguez sexual, acepté lo que se me daba como el mejor regalo. Rechupeteé los jugos que llegaban al orificio anal, sin poder separar los ojos de lo que estaba sucediendo a pocos centímetros de distancia. La enorme polla se encontraba continuamente en acción. Parecía imposible que fuera a concederse un descanso. El clítoris de Fátima se hallaba tan salido, a pesar de las fricciones del émbolo atacante, que fue posible tocarlo, en especial cuando se producía el vaivén de salida.

Estábamos construyendo un acontecimiento que marcaría nuestros destinos. Porque él y yo jodíamos y mamábamos el cuerpo de la chiquilla, de tal manera que ésta perdió la noción de quién le hacía la caricia precisa; es decir, poder individualizar cada actividad.

Claro que no debía estar tan borracha de placer cuando pudo llevar dos de sus dedos a mi clítoris, pues yo había cambiado de posición para facilitar este trabajo. Me lo masajeó con el único propósito de permitirse disfrutar mucho más. Al mismo tiempo, Ricardo se ponía más cachondo con cada movimiento.

Y todavía con mi coño en la boca —lo acababa de tomar en lugar de manipularlo con sus dedos—, Fátima se sintió gozosamente confusa, debido a que apenas podía concentrarse por culpa de las emboladas de la follada. Mi compañero se estaba corriendo por segunda vez, con una fuerza similar a la del petróleo cuando ve la luz del día.

La chiquilla también alcanzó el clímax. Cinco minutos más tarde yo me cuidé de reemplazarla, porque me ardían los orgasmos y necesitaba sentir la picha de Ricardo dentro. Sólo en un amago, pues se estaba aflojando a marchas forzadas. Después, los tres nos quedamos sobre la cama, tumbados y cubiertos de semen, humores y sudor.

Yo había dejado las piernas abiertas en exceso, y mi compañero me colocó en el lugar apropiado, dejando que mis pies descansarán en el suelo; a la vez, su mano extendida se adentraba en mi coño. A mí me vino un estremecimiento con el simple contacto.

Entonces, él me puso de costado e hizo correr todos sus dedos por mi entrada, de una manera casi superficial, sin ahondar demasiado; luego, me pidió:

—Ábrete un poco más de muslos, Maruja.

Quería que los labios de mi chumino se mantuvieran bien expuestos. Cuando estimó que disponía de una abertura cómoda me penetró, pero por atrás; una y otra vez, su polla no varió de posición. Entró de arriba a abajo, pero cuidando de tocar a fondo el clítoris y llegar al lugar del útero donde se «oculta» el punto «G».

Mientras me follaba como nunca, abrió sus dedos en forma de abanico para entrar en contacto con Fátima. Se estaban produciendo mis orgasmos, intensos y electrizantes. Por último, los tres nos besamos apasionadamente en las bocas. Nuestras lenguas succionaron y la polla chapoteó en su propio semen. Nos hallábamos en lo alto de la excitación y no paramos hasta conseguirlo «todo» en el plano sexual.

Una buena manera de cerrar un contrato de «triángulo», que viene durando desde hace seis meses. Han desaparecido mis rivalidades. Los dos continúan viendo en mí una especie de «madre»; sin embargo, a la hora de follar, no me hacen de lado, y soy tan importante como cualquiera de ellos. ¡Esto es lo que me importa!

Mirando en el fondo de mi conciencia, sigue jodiéndome haber cedido tanto. Por muy liberales que seamos las mujeres, poseemos un fuerte sentido de la propiedad, sobre todo cuando se refiere a nuestra relación con los hombres. Pero, creo haberlo demostrado con creces, de no «haber pasado por el tubo» yo hubiera sido la perdedora. De eso no me cabe ninguna duda. Al menos ahora le tengo a él y a ella, y procuro pensar tan sólo en el presente que me resulta tan gozoso.

MARUJA - MADRID


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