La dulce miel del cuero
Todos se hallaban donde yo quería. Elvira atada a los pies de la cama, con una bola roja de plástico encajada en la boca y la correspondiente correilla de cuero pasándole por la nuca para que no le pudiera escupir.
Alberto colgando del perchero del armario y con unas pinzas apretando sus pezoncillos, así como yo me había cuidado de colocarle un cepo para cazar pájaros en la punta de la polla. Y Luisa permanecía abierta, formando una «equis» sobre lo alto del lecho, con las manos y los tobillos encadenados a los dorados barrotes.
Los tres completamente desnudos, humillados y vencidos, a la espera de lo que a mí se me antojara hacer con sus vidas. Paladeando las palabras les dije:
—Sois mis preciosas «víctimas»: ¡unos traidores para los otros, porque pretendisteis ganaros mis favores para que os ascendiera a un puesto de privilegio dentro del internado! Sé que fuisteis sinceros al jurar que me amabais, y al someteros a mi látigo.
Pero, ya veis hasta donde puede llegar mi crueldad. Ninguno de vosotros sabíais que los demás también intentaban «seducirme», ¡porque os considerabais los únicos! Yo misma me cuidé de iros tratando en días distintos y a unas horas que no levantaran las sospechas de vuestros rivales. ¡Y, al fin, os tengo donde quería!
Permitidme que abandone la descripción de la escena, para deciros que he cumplido los 32 años. Sé que soy muy hermosa. Me convertí en una sádica en el mismo colegio. Pasé de arrancar las alas a las moscas y de partir las patas de las palomas y de las gallinas a emplear la zapatilla en el culo de mis amigas más íntimas. Porque se producía una «dulce» reacción en mí cuando las castigaba, las dominaba y las avasallaba.
Para mis víctimas este placer se convirtió en una «hiel», tan amarga que les permitía gozar en el momento que dejaban de recibir los zapatillazos en sus glúteos.
Sin querer abrir una discusión filosófica sobre la relación entre la sádica y los masoquistas, sólo diré que todos nos necesitamos. Si además os cuento que, al convertirme en la directora del internado, aquellos tres infelices intentaron conquistarme sexualmente para así obtener unas ventajas profesionales y económicas sobre sus colegas, comprenderéis lo que estaba sucediendo en mi gran dormitorio. Ya que me dispongo a continuar la escena que ha dado comienzo a mi relato.
Viendo a mi trío de esclavos en la «cámara de los tormentos», solté una risotada y me dirigí al aparador. Del cajón inferior saqué un precioso traje de cuero negro y una capucha del mismo material y color. Me lo puse con una lentitud exquisita, sabiendo que ellos estaban excitándose y, a la vez, sufriendo.
Porque se veían obligados a contemplarme, sin disponer de la menor posibilidad de tocarme. Una vez terminé el proceso de disfrazarme de Ama cruel, quedaron totalmente al descubierto mis ojos verdes, mi boca, mis grandes tetas y la totalidad de mi coño, con la pelambrera incluida.
Cada uno de los elementos de mi cuerpo disponía de una abertura perfecta, que se ajustaba a los mismos para resaltarlos exageradamente sobre el fondo negro del traje.
—¿A que os gustaría meter vuestras lenguas en mi pocillo vaginal? Lo veréis pero no lo cataréis, ¡porque no se ha hecho la «miel para la boca de los asnos»! —solté una seca carcajada, me relamí los labios y dediqué una mirada a cada uno de mis prisioneros, recreándome con su dolor—. ¡Ha llegado el momento de ser más dura con vosotros, miserables ratas de alcantarilla!
Como siguiente paso, extraje un látigo de cuero negro del mismo aparador, y me acerqué donde estaba Elvira. Me detuve a contemplar su miedo y, luego, le propiné dos patadas en los glúteos, para que se volviera. En cuanto me obedeció, le marqué de rojo sangriento el coño y la abertura anal. Azotándola veinte veces, en un martirio progresivo a medida que iban aumentando sus súplicas y sus protestas.
La estaba golpeando con decisión en los bajos, sin fallar ni un solo de los golpes. Castigándola en las dos hendiduras. Mientras, Elvira se estremecía y temblaba debajo de mí. Sin poder gritar porque se lo impedía la bola roja que yo le había incrustado en la boca. Me agaché un poco, levanté el brazo derecho y, emitiendo un agudo chillido de satisfacción, descargué el látigo en la blanda carne.
Mi víctima apretó tensamente sus músculos, gritó de un modo salvaje y trató de levantar la cabeza. Totalmente olvidada de su desnudez y del papel de vencida que estaba cumpliendo, se abandonó a expresar con gestos y convulsiones el dolor que sentía. Ante los primeros golpes no le había resultado muy difícil aguantarse, debido a que los hice caer en la parte media de las nalgas; pero, los segundos, ya se estrellaron contra su ano y tocaron de refilón la raja del coño; y los terceros, la prueba de mi cruel dominación, mordieron en las partes más sensibles.
Ya sólo buscaba que mis latigazos fuerzan desgarradores; no obstante, procuré que cada uno originase un picazón y una tortura diferenciada e individual. En esto me considero una maestra. Ni que decir tiene que Elvira saltaba, se retorcía y gritaba. Rápidamente aparecieron unas rojas erupciones en toda la superficie martirizada, principalmente en el monte de Venus y alrededor de las entradas del chumino y el culo.
La vi luchar con frenesí para tratar de liberar sus brazos, levantar la cabeza y bajar las piernas. No lo consiguió, gracias a que las cuerdas se le clavaron en la piel en lugar de romperse. Estaba sufriendo demasiado, por lo que resultaba imposible llorar. Sólo le castañeteaban los dientes.
Después de todo, veintidós latigazos no son nada para una muchacha fuerte, de veinticuatro años y que hacía crossfit y natación casi todos los días. Me convencí de que debía ser aún más brutal con aquella maldita masoquista. Levanté el látigo sobre mi brazo izquierdo y le di un duro y cortante golpe con toda la fuerza de mis músculos exactamente en medio del coño y el ano. Saltaron las gotitas de sangre, los muslos se contrajeron espasmódicamente y, un segundo después, Elvira ya estaba aullando.
Me sentí muy satisfecha con el castigo que propinaba a la jefa de estudios, una morena que podía ser considerada una «resultona» cuando se maquillaba y vestía esas ropas ajustadas que marcaban sus tetas y su culito tan redondo... ¡Un culito que era únicamente mío, por eso me había empeñado en domesticarlo sin llegar a su total destrucción!
Terminé colocándome de rodillas en la cama. Me dominaba la fuerza erótica del sadismo. Porque Elvira se había transformado en una muñeca delirante. Al mismo tiempo, el duro cuero que yo empuñaba no hacía concesiones a aquel chumino tembloroso, en carne viva y del que manaba, ¡por fin!, el jugo de un orgasmo.
—¿Te das cuenta, cerda? — pregunté, en medio de una carcajada enloquecida—. ¡Por mucho que sea el sufrimiento que estés padeciendo, tu naturaleza masoquista te ha permitido gozar! Va a resultar muy divertido repetir este juego otras veces, ¡siempre que a mí se me antoje!
Con esta exclamación di por terminado el castigo que debía aplicar a Elvira. Me esperaban mis otras dos víctimas, seguramente muy impacientes por recibir su ración de la «dulce» miel del cuero que yo sujetaba con mi mano derecha.
Me acerqué al armario ropero, en el que había quitado todos los abrigos y las perchas para instalar unos atalajes. La piel de Alberto estaba tomando una coloración violácea, debido a la postura en que yo le mantenía. Las pinzas y el cepo seguro que ya no le hacían daño. La piel se le había adormecido. Por eso se los fui quitando, para aplicárselos de nuevo. Más cerrados y con una presión que bordeaba el límite de la mutilación.
—¡Ay, ay... Quítamelos, Sonia...! ¡Te lo suplico... Yo no soporto el dolor...! —gimoteó el profesor de Literatura—. Si hubiera sabido que estas dos zorras también querían ganarse tu favor, ¡ten la seguridad de que les hubiese dejado el terreno libre...! ¡No... No me pellizques en el... capullo,.. Ay, aaaay...!
—Gimoteas como un cochinillo en día de matanza —le escupí, a la vez que manejaba los objetos de martirio—. ¡Qué lastima no tener una grabadora, porque seguramente los dos nos reiríamos mucho, después, cuando yo te permitiese que lo escucharas, perro faldero y llorón, ¡eso es lo que eres!
—Seguro que esas harpías te han contado mil mentiras para que tu sintieras el deseo de vengarte de mí... ¡Por favor... Ay, ay... Qué daño me hacesss...!
—Antes has llamado zorras a Elvira y a Lucía. ¿Por qué te parecen unas harpías?
—¡Puedo dedicarles unos insultos más repugnantes... Porque se los merecen...! ¡No, nooo... Deja en paz los cojones...! ¡Aaaay...!
—Basta que tú me supliques algo, ¡para que a mí se me antoje hacerlo con mayor crueldad!
Volví a cambiar las pinzas de lugar. Retiré las que estaban machacando sus pezoncillos y las llevé a sus testículos, bastante vanos por cierto. Y en el momento que se los pellizqué con fuerza, él dio un respingo hacia arriba, se quedó totalmente pálido y dejó escapar por la boca un alarido que hizo temblar todo el maderamen del armario.
—El dolor ya es tan intenso que ni fuerzas te han quedado para seguirme hablando, ¿verdad? Pues a mí me han entrado unas ganas irresistibles de soltar la lengua... ¡Pero, antes, veamos cómo reaccionas si te apreso enérgicamente la punta de la polla...! ¿Apostarías algo a que se te pone dura?
Claro que se empalmó. Se lo permitió su condición de masoquista. También llegó a los límites de la eyaculación, gracias a que le fui quitando «hábilmente» las pinzas y el cepo. Sin embargo, en el momento que la picha empezaba a acusar la llegada de la leche, le aplasté los huevos cruelmente y el orgasmo se desvaneció. Fue como clavar un hierro candente en una masa de nieve.
Este proceso lo fui repeliendo unas doce veces —¡cómo me gusta este número!—. Los cojones y la polla se pusieron morados, Alberto perdió el conocimiento en dos o tres ocasiones y sus aullidos se vieron acompañados por las lágrimas.
—Hace pocos minutos, perro, acusaste a estas cerdas de que me habían contado mil mentiras en tu contra. En efecto, me hablaron mucho de ti, siempre por separado. Cada uno de vosotros ha intentado conquistarme sin contar con los demás. ¡Todos criticando a los otros, descubriéndome lo canallas que sois y lo sucio que jugáis cuando algo os interesa!
Una risa diabólica llegó a mis labios. Solté las pinzas y el cepo de los genitales de mi víctima, esperé a que la satisfacción propia de la pérdida del martirio alimentara la eyaculación y, entonces, doblé la polla contra su vientre musculado y tenso.
¡Para que el esperma se extendiera por su cuerpo y le llegase a la barbilla y a la boca!
—Un riego miserable, que te hubiese gustado echar en mi coño. La verdad es que eso jamás podrá suceder: una sádica, como yo, no puede rebajarse con un masoquista, como tú.
Le dejé hecho un cromo: embadurnado con un líquido desperdiciado, humillado, agotado por el dolor y sin ninguna voluntad de rebeldía. Seguro que ya se había convencido de que siempre sería mi víctima.
Y, por último, me subí a la cama, contemplé a Luisa convertida en la terrible «equis» que formaba con todo su cuerpo. Le pisé el chumino, dejando caer el peso de mi humanidad física. Ella se retorció de dolor. Seguidamente, la meé de arriba a abajo, gritando:
—¡Ni siquiera tendrás el placer de beberte una gota, porque ninguna te llegará a la boca! ¡Y mi orina se secará en tu piel antes de que te suelte! ¡Soy vuestra directora, vuestra Ama, y me debéis una sumisión total!
Disfrutando de mi papel de sádica, me bajé de la cama y alcancé el látigo. La crueldad era un placer que bebía sorbo a sorbo. Se componía de esfuerzos, sonidos que demostraban mi dominio y del hecho de que los tres cuerpos se hallaran «prisioneros» en mi dormitorio. Iba a someter a Luisa al «castigo interior». Sabiendo que el sufrimiento se transformaría en ella en un atronador delirio.
Con los labios firmemente apretados y un fuego de pasión reconcentrado en mis ojos, levanté el cuerpo sobre mi hombro derecho. Y descargué dos golpes poderosos, punzantes, bien dirigidos a la ranura del culo, entré los dos cachetes. Mi víctima se retorció, se estremeció frenéticamente como una anguila y aulló en un tono más alto y de mayor estridencia que nunca.
Anhelaba ver su carne abierta, cortada y sangrante... ¡Presenciar su penoso delirio!
Unos momentos después, con una viciosa llamarada de satisfacción, descargué el latigazo sobre el coño. Instantáneamente, como una criatura destruida, ella estiró las piernas en línea recta. Yo había calculado con tanta precisión la distancia, que la punta de cuero tomó contacto contra los pliegues del chumino; además, se entrelazó como en un mordisco.
Luisa reaccionó con una temblorosa convulsión, y un fuerte espasmo atravesó su cuerpo. Pero no chilló. Sólo se lamentó y gimió, como si algo nuevo le hubiese llamado la atención. Después, con otro latigazo dado exactamente en el mismo lugar, logré que se encogiera en la cama como un pájaro herido. Aquella era mi venganza, la demostración de mi fuerza y de mi poder.
En el momento que cesé el castigo, ella se agitó y fue cayendo en un desfallecimiento repleto de voluptuosidad. La intensidad de su deleite se hizo manifiesto de inmediato. Era la reacción de la masoquista que gozaba al haber superado el dolor. Le estaba llegando un orgasmo intenso y demoledor.
—¡Diablos, si todavía tendré que exigirte que me des las gracias! —exclamé, a la vez que comprobaba los efectos causados por el látigo de cuero—. ¡Ha sido una obra maestra! ¡Ja, ja, ja!
El trance en el que Luisa había caído, luego de la explosión de su clímax, se prolongó durante unos instantes. Se hallaba inmóvil, sin intentar moverse. Hubiera supuesto un manjar tentador y, aún más por culpa del martirio al que yo le había sometido; del mismo modo que un filete es más agradable si antes ha sido correctamente preparado.
Entonces me fijé en mis tres víctimas. Tuve que admitir que se hallaban sobrecogidas por una vergonzosa confusión. Sin duda era un sabor voluptuoso del que habían gozado hasta grados muy extremos. Así pienso yo ahora. En aquel momento eran mis esclavos. Por eso quise humillarlos con otra de mis actuaciones imprevistas...
Como remate de la sesión sadomasoquista utilicé el látigo sobre los tres, sin controlar los golpes. Enloquecida de placer, y sintiendo que mi clítoris ya era la punta de una flecha que necesitaba ser disparada hasta el orgasmo. Con esta idea me eché en un canapé, di un silbido profundo y, al instante, apareció, mi hermoso «calígula»: la sorpresa inesperada.
Es un gigantesco perro dálmata, que empujó la puerta con sus patas delanteras y llegó a mi lado, sabiendo lo que debía hacerme. Lo tengo bien entrenado. Su lengua enorme, poderosa y abrasadora, se deslizó por el valle de mi coño. Me lo rebañó ferozmente y, finalmente, se adelantó sobre mi vientre y me folló delante de mis tres víctimas.
Fue un momento de una excelsa crueldad, debido a que el animal estaba tan bien entrenado que se comportaba como un follador nato. Cada una de sus embestidas mostraba una perfección superior a la que consiguen la mayoría de los hombres.
Me arrasaba la galería vaginal. Por otra parte, el hecho de que estuviera siendo contemplada por el trío de prisioneros, que habían pasado de querer ser mis amantes a terminar convertidos en mis esclavos, me proporcionaba un mayor disfrute.
Cerré los ojos, me olvidé de todo lo que no fuese la follada con «calígula» y conseguí sentirme mujer. Se produjo en mí una reacción parecida a como si me estuviera desnudando, momentáneamente, del sadismo para realizarme como una hembra que necesitaba gozar con un macho poderoso. No me importa su condición de irracional. Mejor diré que ésto le confería al acto un aliciente de mayor morbosidad.
Estoy segura de que la posesión a mis víctimas les hizo sufrir todavía más que el martirio anterior. Debido a que yo me estaba entregando a una bestia, para mí superior a todos ellos, cuando me había negado a darles algo parecido. Esta idea, unido a los golpes certeros de la picha de «calígula», me condujeron a un orgasmo poderoso, intenso o inenarrable...
Finalizada la sesión sadomasoquista, di un terrón de azúcar a mi dálmata y me dispuse a soltar al trío de prisioneros. Primero me encargué de Elvira.
—No te volveré a mentir, Ama... Pero, ¿sería pedirte demasiado que la próxima vez esos canallas no estuvieran presentes? —preguntó, con la cabeza humillada.
Le propiné una bofetada que le cruzó la cara.
—¡Aquí soy yo la única que impone las condiciones a seguir! —exclamé, levantando el látigo y sabiendo que ninguno de ellos volvería a desobedecerme.
Ya veis como soy. Mis masoquistas me guardan el secreto, porque me aman tanto que se conforman con lo que les doy, aunque sólo sea dolor (Observaréis que pongo la provincia, en lugar de la ciudad, para que resulte más difícil mil localización si alguien pretende encontrarme).
Ama Sonia - Vizcaya
Si te ha gustado y quieres leer otros contenidos parecidos a La dulce miel del cuero puedes visitar la categoría Bdsm.
Deja una respuesta
Estas historias te pueden gustar