Látigos y caucho
Yo debía pocos años cuando empecé a interesarme mucho por los látigos y el caucho. En aquella época se llevaban impermeables de caucho brillante. Mi madre y mi hermana los poseían y a mí me gustaba una enormidad acariciarlos y, sobre todo, olerlos. Yo misma tenía una chaqueta con algo de caucho, y en casa había un delantal del mismo material que mamá utilizaba en la cocina.
Me encantaba ver todo ésto, acariciarlo y recrearme ante la posibilidad de llevarlo encima. No obstante, prefería que se lo pusieran los componentes de mi familia. Vivía en una época de sumisión y quería ver antes que actuar. Pero cambiaría con el paso del tiempo.
En cuanto a los látigos, teníamos uno disponible. Era una amenaza latente; pero, la verdad, siempre les bastaba a mis mayores con darme una palmada en el culo cuando hacía algo malo. A los catorce años nunca había podido satisfacer mis fantasías en lo referente al látigo. Y, sin embargo, veía cómo en casa de otras chicas había uno al alcance de la mano, colgado muy al alcance de cualquiera, como si fuera algo que se usaba con relativa frecuencia.
En ocasiones iba a ciertas casas, donde el látigo no estaba en el clavo sino sobre la mesa o una silla, demostrando que lo acababan de utilizar. Para confirmar con mayor fuerza mis sospechas; además, la chica a la que había ido a buscar tenía los ojos enrojecidos y trataba de colocar el látigo en su lugar, esperando que yo no hubiese notado nada.
Regularmente en estos casos mi postura era la de tratar de descubrir en las piernas de la amiga las marcas reveladoras. Al poco tiempo, solía ver las rayas hinchadas dejadas por cada uno de los golpes, y si esperaba a que se inclinara un poco, podía contemplar sus muslos. Las marcas surgían con fuerza, todavía más numerosas, porque a su madre le gustaba azotar especialmente en esa zona.
Los verdugones en la piel ofrecían una sensación de sufrimiento; y si había unas gotitas de sangre, me permitía comprender que el dolor del castigo había sido muy cruel. Todo esto formaba en mi mente un conjunto de ideas morbosas. En realidad ya había surgido en mi personalidad el aspecto sadomasoquista.
Prefería castigar a ser castigada, ser la «Señora» activa que no tiene piedad de sus víctimas. Claro que sólo en plano imaginativo. Todavía me creía muy joven para hacer realidad mis inclinaciones.
Yo me quedaba fascinada al ver el látigo y las marcas de la chica. A veces, en casa de una amiga íntima, cuando el látigo no estaba colgado, me atrevía a cogerlo. Mostrando la misma actitud que si me perteneciera. Y era capaz de imaginar que yo había sido la causante de todo el daño.
La dureza del mango, unido a la ligereza del cuero, me permitían pensar en unos martirios terribles, en los que yo sometía a las más hermosas de mis compañeras, sin apiadarme de sus lágrimas y de sus lamentos. Donde más concentraba el castigo era en los genitales y en los glúteos.
—¿Tu ya has tenido la ración de látigo? —preguntaba a la amiga de turno—. No me digas que no, porque estoy viendo las marcas que han quedado en tu cuerpo. ¿Te han hecho mucho daño? ¿Ha sido tu madre... o acaso tu padre? Dímelo con sinceridad, que yo no se lo contaré a nadie. ¿Es que desconfías de mí?
Ella enrojecía sin decidirse a contestarme con una negativa. Y yo, decidida a todo, le levantaba la ropa para ver las marcas en los muslos. También me esforzaba por bajarle las bragas.
La pasividad de mi amiga lo único que conseguía era enardecer mi entusiasmo y agresividad. Sabía que no sería rechazada, porque lo mío era avasallar. Me notaba la más fuerte y lo dejaba bien patente.
Pero es que encima, al descubrir los cardenales y los verdugones dejados por el látigo, adquiría la certeza de que tenía delante a una víctima en potencia. Y me comportaba de una forma bastante dura y exigente.
—¿Ves cómo te ha pasado algo muy desagradable que te ha dejado estas señales? —insistía, mirando fijamente a la cara de la amiga—.
¿Por qué bajas la cabeza ante mí? ¿Tanta vergüenza te da haberte sometido a ese castigo? ¡Seguramente que, en el fondo, te ha gustado mucho! Ahora sabes que eres capaz de soportarlo. ¡Es tu triunfo!
Y trataba de seguir levantando la falda para ver más arriba todavía. Las manos de la chica me lo querían impedir; sin embargo, no ejercían la suficiente fuerza. También apretaba las piernas y encogía el cuerpo. En una actitud que no le daba resultado. Al final yo conseguía mis objetivos.
—¡Caramba! Esto sobre la piel desnuda debe escocer muchísimo, ¿no es cierto? Como serpientes de cuero que te mordiesen en esas zonas. Quisieras escapar; pero, no entendiendo muy bien lo que te sucede, te quedas quieta debido a que el dolor te excita, te vuelve loca. Te comprendo perfectamente, cariño. ¿A que las cosas son como yo las he descrito?
—¡Ya lo creo que el látigo hace daño! No te lo puedes imaginar. Tienes la suerte de que nunca te han pegado así. ¡Es algo terrible! ¡Fíjate en las marcas que me han dejado en el cuerpo! Oye, ¿cómo sabes tú tanto de ésto, Elena?
—Cuestión de observar lo que me rodea. En casa hay un látigo colgado en la pared. Yo nunca lo he probado, debido a que mis padres prefieren utilizar sus manos. Pero he pensado mucho en ese castigo y he leído algunos libros y novelas que tratan el sadomasoquismo.
Tengo que decirte que no es nada malo. Sólo es otra forma de disfrutar de la sexualidad. Lo que importa es obtener el mayor provecho de esa práctica. ¿Quieres dejarme ver tus heridas, Manoli?
Ella medio se desnudó, para mostrarme mejor las nalgas y los muslos cubiertos de tremendos verdugones. Entre aquella masa de cardenales yo quería ver unas marcas que se concentraban en los glúteos y en los bajos, muy cerca del coñito. Dando idea de que la persona que le había castigado, en cierto momento quiso ganar terreno en zonas corporales que no tenían nada que ver con la reprimenda en sí. Porque se había buscado un objetivo sexual. Sin que importara el hecho de ser familiares... ¿Un supuesto incesto sadomasoquista?
—La verdad es que, aunque te parezca increíble, a mí me gustaría tener un látigo propio —terminé por confesar a Manoli—. Para utilizarlo sobre mi hermana u otra persona. Ya sé que debe hacer mucho daño; pero me gustaría comprobarlo, y observar el miedo que provoco. Me apasiona tener todo eso a la vista y, de vez en cuando, dar una paliza para dejar los muslos marcados como tú los llevas en este momento.
—¿Serías capaz de hacer algo así, Elena?
—Claro. ¿Te acuerdas cuando jugábamos en el colegio a la «zapatilla»?
—¿Cómo voy a olvidarlo? ¡Menudos zapatillazos nos pegabais a las perdedoras! No sé cómo te las ingeniabas, pero tú siempre eras de las elegidas para administrarnos el castigo.
—Desde entonces vengo deseando disponer de un látigo para castigar a ciertas personas.
Yo debía parecer una loca cuando hablaba así; lo mismo que al manifestar mi entusiasmo por el olor del caucho. Por aquellas fechas tenía una amiga cuya madre, particularmente severa, la azotaba duramente en los glúteos. Era un chica muy guapa, que poseía, además, una capa de seda recauchutada, la cual olía estupendamente al material que a mí me enloquecía. Me hubiese gustado poderla azotar teniéndola envuelta en la capa.
Un día estuve a punto de llegar al castigo. Desgraciadamente cuando entré a la casa, comprobé que Ina —así la llamaban— lloraba amargamente, envuelta en su capa y con el látigo en la mano, para colgarlo en su sitio. Porque su madre acababa de castigarla duramente.
Entonces se me metió en la cabeza sacar las mayores ventajas de aquella situación. Cogí el látigo de la pared, nada más colgarlo mi amiga, me quedé mirándolo y musité:
—¡Cómo me gustaría poder descargarlo sobre unos glúteos blancos y ofrecidos!
No sé si me escucharon. Madre e hija me estaban contemplando. Creo que se produjo entre nosotras una especie de mudo mensaje. Y la mayor me dijo:
—Llegas en buen momento. Acabo de castigar a Ina. Mira cómo la he dejado por su mala cabeza. Es una niña rebelde, que me tiene loquita. A veces pienso que le gusta que la azote. ¡Lo busca con sus provocaciones, rompiendo cosas o no obedeciéndome cuando le mando hacer algo importante!
Y cogiendo a Ina bajo su brazo, apartó la capa y pude ver las nalgas y los muslos de la chica llenos de rayas rojas dejadas por el látigo. Todo un poema sadomasoquista en el que, por cierto, también aparecían esos golpes que llegaban a los glúteos y a la zona de unión entre la raja del coño y del culo. Donde las marcas adquirían una tonalidad especialmente rosáceas.
—Mira lo que ha recibido, ¡pues puedes estar segura de que se lo merecía! ¡A mí no se me toma el pelo! Por cierto, que me gustaría que me ayudases, Elena. Tengo que volver a castigarla con el látigo. Quieres golpearla?
—¿Por qué precisamente yo?
—Sé que te gustaría. Lo estás deseando, ¿verdad?
—¡No, no... Ella no! —gritó mi amiga, asustadísima.
No la hicimos caso. Y me notaba ligeramente nerviosa ante la ocasión que se me brindaba... En momento después, con una viciosa llamarada de satisfacción en los ojos, descargué el látigo entre los cachetes, a lo largo del centro del culito de Ina. Instantáneamente, como una criatura galvanizada, ella estiró las piernas en línea recta.
Yo había calculado con tanto esmero la distancia que el flexible y dócil extremo del cuero golpearía contra los ricos pliegues de la vulva. Y se entrelazó, con una mordida y un golpe que yo había calculado demasiado bien, alrededor de la carne palpitante, que se hallaba todavía más sensible a consecuencia del castigo que había recibido anteriormente.
En el mismo instante, su madre comenzó a silbar una tonadilla burlona. ¡Evidentemente estaba disfrutando! Yo sentí que una convulsión, que un fuerte espasmo agitaba y atravesaba el cuerpo de Ina, pero no volvió a chillar. Sólo se lamentó y gimió, como si algo nuevo le hubiese llamado la atención. Y luego — un latigazo—, el duodécimo y último golpe dado exactamente en el mismo lugar, con una mortífera seguridad de intención y demostrativo de mi fuerza y mi poder.
La amiga se encogió en el sofá como un pájaro herido. Dejó de forcejear, pero espasmódicamente se apretaba contra el redondo posabrazos; luego de una serie de pulsaciones, pareció transportada de manera absoluta a un desfallecimiento cargado de voluptuosidad —sus miradas revelaban lisa y llanamente esta naturaleza— y la intensidad de sus deleites se hizo manifiesta de inmediato. Un prolongado ataque de arrullos, mezclado con lentos y deliberados sollozos, lo expresaba con elocuencia.
—¡Por todos los santos! — exclamó la madre—. ¡Una obra maestra, Elena!
Hacía un rato que los estremecimientos de Ina habían cesado. Nada le impedía levantarse excepto, supongo, el disgusto de mirar al mundo a la cara después de la demostración que yo le había ofrecido del modo en que su cuerpo y sus órganos íntimos había sido castigados.
Parecía preferir reposar allí, con su culito desnudo y bien marcado, muy en evidencia, a mostrar una vez más su rostro. Se veía extraordinariamente bonita en su desorden. Gradualmente una vaga convicción de que su belleza no podía servir para nada me atravesó. ¡Y la idea de castigar a su madre me dominó! Caminé, impulsada por esta idea, hasta ella. Le empujé sobre una silla, le subí las faldas y le bajé las bragas.
—¡Oh, Elena! —se quejó—. ¡Eres un monstruo de crueldad! ¡Oh! No puedo moverme libremente. ¡Oh! ¡Oh! He querido tener siempre... mi culito castigado... y quiero que me hagas pagar por esto —dijo, mirando a su alrededor con una gran confusión.
Me hizo recordar una oscura rosa roja, semiabierta, cuyos pétalos hubieran sido impetuosamente separados y torcidos por un chubasco de verano. Una débil sonrisa cubrió su rostro mientras candorosamente se ponía una mano detrás.
Le toqué con el látigo la parte externa de su trasero, en la región de los muslos, y le advertí:
— ¡Inmediatamente debes prepararte para el castigo y te advierto que no te azotaré a medias! ¡Cortaré tu piel hasta convertirla en tiras!
—¡Ay, ay, ay!
—¡Vigilaré que cada golpe te saque sangre!
—¡Oh! —dijo retorciéndose las manos y gimoteando—. ¿Qué debo hacer?
—¡Tendrás doce tiras de carne despellejada por el látigo, para recordarte durante días tu humillación!
—¡Elena!
—¿Cómo te atreves a llamarme así? ¡Llámame «Señora»!
Ella se quedó inmóvil, presa de un extraño asombro e interiormente confundida.
—Si no tienes cuidado, haré que te arrodilles delante de mí, que beses el látigo, me lo alcances y me pidas con humildad que castigue tu culito con él — exclamé, mirándola con desprecio y toda la ira que pude acumular.
Casi cayó al suelo, tan violenta era la convulsión de sus emociones. Provocadas por mí.
Luego, su hija y yo la condujimos hasta el extremo del sofá y la colocamos sobre él. Estaba totalmente debilitada. Sólo una vez, mientras le levantábamos el vestido y las faldas por detrás, se produjo un leve gesto de presentar oposición.
Luego azoté su culito. Contuve la respiración y procedí a golpear con tanta fuerza como me era posible, deliberadamente con una distancia tal que hacía que cada uno de los latigazos produjera su propio excozor.
La mujer tembló, se agachó un poco y se movió de un lado a otro. Murmuró uno o dos grititos cuando la castigué con todas mis energía. Logré lastimarla en dos lugares. Esto la hizo gemir. Creo que cuando su hija vio la sangre goteando, estuvo a punto de caer postrada sobre el sofá. Pero seguro que lo que más le dolía a la madre no era el látigo o el escozor que provocaba, sino el hecho de ser azotada por mí.
¡Sí, azotado su culito por mí! Nunca volvería a mirarme y a recordar esta circunstancia sin sentir un sinfín de pasiones, que entonces le llevaron al orgasmo.
Evidentemente la pobre había sido castigada con enorme crueldad. Pero ésto lo he repetido varias veces con su consentimiento. Ella me busca: la encuentro en la puerta de la Universidad, me telefonea a casa y, en ocasiones, debo abofetearla para que me deje en paz.
Y a mí que me hubiera gustado que me pasara una cosa así, cuando lo tuve en mis manos me sentí la mujer más fuerte del mundo. Con el paso del tiempo se me ocurrió una idea.
Compré un látigo ante el asombro de la vendedora, que me preguntó para qué lo quería. Me las arreglé para ponerlo en la escalera interior del chalé en el momento que mi madre volvía de su trabajo. Esperé con el corazón palpitante y, al fin, la vi entrar en mi habitación con el instrumento en la mano.
Estaba muy bonita en su nerviosismo. Como si el látigo supusiera para ella algo más de lo que yo era capaz de comprender. Se quedó mirándome fijamente y dijo con la voz entrecortada:
—Fíjate lo que acabo de encontrar... Tengo que preguntar si alguien lo ha perdido. Como está nuevo, sin usar...
—¿Significa algo para ti, mamá?
—No entiendo el sentido de tu pregunta, Elena.
—¿Qué pasaría si alguien lo emplease sobre ti?
—¡No digas tonterías, hija! ¡Yo no soy una masoquista!
—Todo es cuestión de probarlo...
—¡Pero qué cosas más tontas se te ocurren!
—Hablo en serio, mamá.
Por la noche volvió a entrar en mi dormitorio llevando el látigo. Estaba más intranquila que la vez anterior. Seguro que mis palabras le habían hecho pensar. Ya deseaba que le pidiese el sacrificio. Pero me comporté con una cruel tranquilidad. Pronto sería mía.
—¿Sabes que nadie parece ser el dueño del látigo? Así que me lo voy a quedar. Tampoco iría mal que tú lo usaras conmigo de vez en cuando...
Se echó a reír, excitadísima. Me acerqué a ella, le pellizqué en los glúteos y le bajé las bragas.
—Voy a marcarte tus lindos cachetes, mamá —susurré.
—No me hagas mucho daño, hija.
—Túmbate en la cama, con el culo hacia mí y espera.
Me obedeció en todo. Me sentía emocionada. Para mayor facilidad, a cada uno de mis latigazos ella respondía con una convulsión electrizante, un desnudo más exagerado y una humillación que me convertía a mí en la «Señora» de la casa.
La castigué especialmente en las cachas, entre las ingeles y la raja del culo. Y en los labios vaginales. En este punto sólo fue un roce, una caricia. Bastaba con eso. Era mayor su miedo que el mismo castigo.
—¡Ay, ay... Cómo te estás vengando de los azotes que yo te daba cuando eras una niña...! ¡Ay, ay, ay!
—¡Calla, imbécil! ¡Qué sabes tú de eso! ¡Siempre lo has deseado! ¡Sólo he tenido que traer el látigo a casa, para que me suplicases que lo utilizase contigo!
La seguí golpeando. Lo he hecho hasta ahora; es decir, durante más de tres años. Unas dos o tres veces al mes. Nadie en casa lo sabe. Mamá lleva ropas largas para que no se le vean las marcas. Ni siquiera papá se ha enterado. Como la folla de «Pascuas a Ramos»...
Pero creedme. La realidad es que me he convertido en la «Señora». No necesito castigar a nadie más, por el momento. He amenazado muchas veces con emplear el látigo sobre mi hermana, pero nunca paso de las palabras. Por otra parte, resultaría ridículo castigar a una «gallina chillona».
Tengo las masoquistas suficientes. Todas mujeres. Son suficientes. Algunas me adoran tanto, se hallan tan esclavizadas a mí, que me han proporcionado unos ventajosos empleos y me han hecho caros regalos.
Yo se lo agradezco golpeándolas con mayor crueldad. Es mi destino: comportarme como una «Señora» tiránica que desconoce la piedad, y ama los látigos y el caucho. También la goma.
En alguna ocasión he intentado usar el látigo con mi padre; pero no es fácil. Resulta un hombre extraño y muy duro. Seguro que nos habríamos destrozado mutuamente. Y por eso, con lo que me gusta mi papel de sádica, me contento con someter a mamá, a Ina, a su madre y otras dos mujeres más. Por ahora son unas cinco. Quizá vaya sustituyendo a alguna de ellas, para introducir un poco de novedad al asunto.
ELENA - HUELVA
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