Sexo y contrabando

La historia que me dispongo a contaros sucedió hace más de treinta años. Eran otros tiempos, pero a mí me sirvió para construir la felicidad actual. Algo que entonces me parecía totalmente imposible....

Aquella noche, al volver al caserío, encontré el sobre que me habían echado por debajo de la puerta. Era de Laura, mi chica, para comunicarme que había elegido a don Julián, un tipo más mayor y rico que yo. Mi empleo era de simple conductor, y me sentí en un principio destruido; pero, después, me entregué a trabajar desesperadamente en el contrabando queriendo obtener mucho dinero.

Una mañana, después de haber estado toda la noche soñando con Laura, me levanté temprano y me dirigí hasta un claro del bosque, por donde pasaba un riachuelo. Llegué al lado del caserío de don Pascual.

— ¡Qué pronto te has despertado! —me dijo Laura, utilizando un tono de voz que me dejó impresionado.

La miré y me quedé encantado. Se había acercado por la zona del mar, sin que yo me diese cuenta de su presencia. Ella se estiró, bostezando y cargada de sensualidad. Llevaba el pelo rubio suelto sobre los hombros. Me sentía lleno de rabia, pero no conseguí proferir ni una sola palabra de protesta. Acaso dominado por el hecho de que me resultaba imposible separar los ojos del cuerpo de Laura, que iba cubierta con un vestido blanco muy ligero.

Resultaba tan transparente que provocaba a todo al que la viera con él puesto. Terminé pensando que bajo aquel vestido ella no llevaba absolutamente nada. De repente, separé los ojos de la visión provocadora, y la llevé hasta la casa donde seguramente don Julián estaría durmiendo.

—No lograba pegar un ojo —dije, sorprendiéndome al escuchar mi propia voz.

— ¡Qué raro! —replicó ella—. A mí me ha sucedido lo mismo.

En aquel momento la muchacha saltó un charco levantándose la falda, y yo pensé que al fin iba a saber si llevaba bragas. Pero este descubrimiento no llegó, porque ella mantuvo la falda justo en los límites. De pronto, se escurrió y cayó al agua.

—¡Estate quieta! —exclamé, disgustado—. En algunos sitios el riachuelo es muy profundo y podrías llevarte un buen susto.

—No es cierto. Yo he pasado toda la vida por aquí y conozco ésto mejor que tú, Gerardo — respondió ella, provocándome.

Apenas había pronunciado aquellas frases cuando volvió a resbalar y cayó al suelo, junto a la misma orilla.

—¡Pero qué testaruda eres! —protesté.

Mientras, me precipitaba a ayudarla. La cogí de la mano y la atraje hacia mí. En aquel momento me di cuenta de que bajo el vestido Laura estaba completamente desnuda. Como se le había mojado muchísimo, lo llevaba pegado totalmente a la piel transparentando todo su cuerpo. Me pareció como si estuviera en cueros vivos. Pude contemplar a medias la carne rosada de sus mamas y la punta de los pezones, que había adquirido una tonalidad violeta; luego, vi su ombligo y las caderas, que partían de una cintura sutil y nerviosa. Pero no me decidí a soltarla, de tanto como la deseaba. Por sus ojos claros cruzó una luz burlona:

—Nunca me perdonarás lo que te he hecho, ¿verdad, Gerardo?

—Podría perdonarte a ti, pero jamás olvidaré que te has vendido al mejor postor — contesté, muy despacio.

—Dejémoslo. Ya no tiene remedio.

—Ahora ya eres la mujer de don Julián, aunque todavía no os hayáis casado.

—El matrimonio no me interesa. Y aunque sea la mujer del amo de la región, él es viejo y tú joven... ¿Comprendes lo que ésto significa?

Me sonrió invitadora. Yo la deseaba tanto... Pero, de pronto, ella se soltó de mí. La volví a sujetar con mayor violencia, y ya cedió a mis presiones. También ella aproximó ávidamente sus manos a mi cuerpo. Nuestras bocas se unieron en un largo beso desesperado, que me pareció estar durando un siglo.

Fue en aquel momento cuando Laura me desabrochó la camisa, con dedos frenéticos, y me acarició el cuerpo. Tuve la sensación de que me atravesaban mil descargas eléctricas; mientras, sin dudarlo, besaba su boca tan roja y abrasadora.

—No nos quedemos aquí — susurró ella—. Vayamos a algún sitio donde nadie pueda vernos.

Toda su anatomía física y sexual se contorsionaba en los espasmos del deseo. Súbitamente se quitó la falda y levantó las caderas para que yo le ayudase. En seguida me desnudé y ella me suplicó:

—Date prisa, Gerardo, te lo ruego...

Advertí la presión que ejercían sus muslos cálidos contra mi vientre, y la suave ondulación de su cuerpo. Nos echamos sobre la hierba, gozando del contacto de nuestras pieles desnudas. Gimiendo nos apretamos como si quisiéramos hundir el cuerpo en el del otro. Comenzamos a besarnos con labios de fuego, ciegos al mundo que nos rodeaba.

Mis manos cada vez eran más exigentes. Y Laura se hallaba tan excitada que empezó a masturbarse; pero yo le quité la mano y coloqué mis labios en su coño. Ella abrió bien las piernas enloquecida de placer. Porque estaba sintiendo la presión de mi lengua, que le penetraba para ofrecerle un goce que casi le obligaba a gritar. Llegué a tener miedo de que alguien pudiera escucharnos.

—¡Calla, querida, calla...! Si don Julián nos descubriera...

—No me importa nada... ¡Chúpame, Gerardo... Chúpame hasta que me vuelvas loca...!

Cada una de mis chupadas le hacía estremecer, con lo que su respiración se aceleraba. Al fin se sintió totalmente mojada, y se incorporó viendo mi polla completamente erecta. La miró con avidez y, luego, me la aferró con ambas manos. Se la llevó a la boca para gustar de su acre sabor. Me la mordió por el deseo de oírme gritar.

Yo separé su rostro de mi picha, a pesar de que estaba a punto de explotar. Pero ella me la volvió a coger con glotonería, sin parar hasta que dejó el cálido flujo vertiéndose en su garganta.

He de admitir que resultó un trabajo desenfrenado el de aquella muchacha, que estaba arriesgando el pastón que le ofrecía don Julián por gozar conmigo. Poco más tarde, nos dimos la vuelta para realizar un sesenta y nueve. Y ya me encontré de nuevo con el vientre palpitante de Laura.

Mientras ella me chupaba, le devolví la caricia con la ayuda de mi hábil lengua. Para entonces la tenía con las piernas muy abiertas, pues quería llegarle hasta los más recónditos pliegues de su chumino. Me embriagué con aquel aroma de mujer. Repentinamente, empecé a chuparla por todo el cuerpo, a lo largo de las caderas y en torno a las nalgas. Para llegar, de nuevo, a su punto más ardiente.

Mi lengua le provocaba a Laura unos tremendos escalofríos, que culminaron con unos temblores irreprimibles y, a la vez, se sintió toda mojada. Se acababa de «correr». Al mismo tiempo, yo mantenía la boca pegada a su hendidura, para saciarla del todo. Se movió frenética, impaciente de llegar a la máxima penetración.... ¡Qué felicidad alcanzar lo más hondo de sus entrañas! Sin duda era imposible que aquello lo pudiese experimentar con don Julián...

Sentí a la muchacha jadeando, ofreciéndome su vientre en una danza voluptuosa. Abrió las piernas y me tendió los brazos en una oferta total. Nuestros cuerpos se movieron maravillosamente para prolongar el juego. Yo creí estar soñando. Iba y venía sin tregua sobre aquel vientre que consideraba mío. El baile erótico pareció no ir a finalizar nunca. Estaba penetrando a la mujer que amaba, que me había dejado por otro hombre más viejo. Quise mostrarle su error haciéndola gemir y gritar de placer.

—¡Oh santo cielo! —exclamó ella.

Le propiné un golpe más violento con el cipote, y Laura aulló de dolor y de felicidad. Nunca la habían follado de aquella manera tan arrasadora. Como un rayo yo me descargué dentro de ella, proporcionándole un placer nuevo y desmesurado que se hizo más intenso a medida que yo eyaculaba. Gozamos juntos con la máxima satisfacción.

Laura hubiese querido seguir sin darme tregua; pero las voces lejanas de unos campesinos le devolvieron a la realidad. Se levantó y empezó a vestirse sin dejar de mirarme con dulzura.

—Ahora tengo que olvidarte de nuevo —le dije, sintiéndome humillado.

—¡Oh no, no, Gerardo! Estoy pensado...

—¿Quieres escapar conmigo ahora mismo? —pregunté con rabia.

—Es imposible. Don Julián nos mataría. Dame un poco de tiempo, te lo ruego —me imploró Laura.

—Como quieras —respondí, componiendo una actitud pensativa—. Te compartiré con el amo. Pero pienso ganar mucho dinero con el contrabando. Será la única forma de llevarte conmigo.

—Sí —dijo ella, preocupada y mirando a su alrededor—. Será mejor que vuelva al caserío si no don Julián me hará buscar y tendremos problemas los dos.

Se volvió para besarme con un amor infinito, sin ocultar el deseo que todavía permanecía en sus ojos azules. Después se alejó sin hablar. Poco más tarde, yo escuché la voz de don Julián dirigiéndose a ella. La rabia me estremeció, pues pensé que aquel viejo cuerpo iba a tener a su disposición el adorado que me pertenecía a mí.

Una náusea me invadió ante la idea de la bocaza de don Julián besando la de Laura. Volví a la casa y entré en mi habitación, echándome en la cama para ordenar las ideas. La muchacha era suya, lo sabía. Debía esperar el momento oportuno para quitársela, aunque fuese el rico propietario del caserío y de toda la región.

A la mañana siguiente, después de una noche transcurrida entre pesadillas y arranques de celos, me desperté y percibí un olor muy apetitoso a tocino frito. Era un día cálido y el aire resultaba oprimente. Me levanté de la cama, y fui a la cocina pensando en encontrar a Blas, el joven con el que compartía las dos habitaciones y el fogón que don Julián había puesto a nuestra disposición.

Allí sólo estaba Laura. Y cuando la miré, tuve la sensación de que alguien me estaba golpeando en la boca del estómago. Ella vino a mi encuentro con una cuchara en la mano y me besó en los labios. Llevaba unos pantalones cortitos y el delantal le cubría las tetas.

—Buenos días, amor! — exclamó, radiante.

Y con este simple gesto su teta derecha se escapó de la protección del tejido.

—Será un día espléndido después de semejante despertar — respondí, entusiasmado.

—Come algo. He frito un tocino especial para ti. ¿Te gusta?

La atraje hacia mí y la besé.

—¿El amo no se ha levantado? —le pregunté.

—Ayer bebió demasiado y le escuché soltar una serie de cosas interesantes. Creo que pretende denunciarte a la Policía.

A mí se me oscureció el rostro. Laura colocó los huevos sobre el tocino y no me llegó el aroma, porque mi pensamiento estaba en el amo: quería eliminarme como rival «amoroso».

—Y tú has querido advertirme —dije con un hilo de voz—. gracias.

—No permitiré a ese hijo de puta que te haga daño. Esta noche me escapé de su cuarto antes de que se le ocurriera follarme...

—Te he visto paseando por el patio —dije, mirándola.

Sabía que en cualquier momento la agarraría por la cintura, para quitarle el delantal y hundir mi rostro en sus tetas amadas.

—Volverás conmigo, ¿verdad? Por eso me has advertido del peligro— pregunté con ansiedad.

—Sí, Gerardo. Nunca he pensado en vivir siempre con ese tipo. Me he equivocado, pero no soy una estúpida.

Me incliné sobre la mesa y comencé a comer con apetito.

—Hacía tanto tiempo que nadie me preparaba el desayuno —comenté.

Luego, retiré el plato vacío y vi que ella me contemplaba muy divertida. Se acababa de poner una blusa, porque había oído la voz de don Julián desde el patio.

—¡Cuidado con el coche que vayas a usar, Gerardo! Te he advertido del peligro que corres porque te quiero todo entero para mí. ¡Hasta luego!

Y besándome en la boca salió de la pequeña cocina.

A la noche siguiente, me decidí a recorrer solo el sendero que llevaba a la playa, justo en el punto donde dejaban el contrabando. Iba a cargar con más de doscientos cartones de «rubio americano». Sabía que los coches de don Julián estaban trucados para que resultasen más veloces que los de la Policía. Pero, en aquel preciso momento, me sentía a disgusto.

Luego de recoger la mercancía, me vi enfilando una curva peligrosa. Yo siempre había conducido muy bien, pues estuve a punto de participar en rallys provinciales. Mis manos se apretaban al volante, y mis reflejos eran excelentes. El vehículo continuaba rodando con toda velocidad, y mis manos sudaban. Finalmente, llegué a una recta entre los árboles.

De pronto, una figura se destacó en la noche. Y al verla casi no dispuse del tiempo suficiente para frenar. Cuando la reconocí el corazón me dio un vuelco ante el pensamiento de que había podido matarla.

—¿Estás loca? —pregunté; mientras, Laura se acercaba corriendo.

—¡Pronto! —exclamó ella—. ¡Mete el coche detrás de aquellos-árboles! ¡Vienen a por ti los policías!

Me decidí a aparcar detrás de unos pinos. Ella me abrazó y me besó temblando. A pesar del peligro, yo no tenía miedo porque en aquel instante sabía que contaba con demasiadas cosas por las que luchar y vivir.

—¿Te imaginas por qué vienen a tu encuentro? —me preguntó la valiente muchacha.

—No.

—Los sacos no contienen cartones de cigarrillos sino morralla. ¡Pretenden acusarte de apropiación de la mercancía!

Perplejo abrí un cartón y lo encontré lleno de serrín.

—Tienes razón, Laura. ¡Si serán cerdos!

—Sí, claro. Tú sólo eres una especie de señuelo para don Julián. Lo mismo hizo con un joven que murió hace dos años pero nosotros disponemos de forma de burlarnos de él.

Comprendí por qué los demás compañeros habían aceptado dejarme llevar sólo la carga por vez primera. Habían atraído a la Policía; mientras, el amo llevaba la verdadera mercancía por otra parte. A mí me capturarían a la vez que el canalla conseguía escapar.

—¡Qué hijo de perra! —grité furibundo—. ¿Por qué no me lo has dicho esta mañana?

—Lo he sabido por la tarde. Ya sabes que él decide las cosas en el último momento.

Le acaricié los cabellos y la besé en la frente. Ella buscó un contacto más apasionado. Después, nos liberamos de los sacos y volvimos por el camino de la montaña inmersos en la oscuridad. Vimos una lengua de fuego en la carretera, justo por donde nosotros debíamos haber pasado. Comprendí lo sucedido. Varios agentes de policía se movían en torno a un coche que acababa de chocar contra una roca al salir de la carretera. Cuando se aproximaron más, pudieron comprobar que se trataba del «Mercedes» de don Julián. El amo estaba herido en el rostro y su acompañante tenía una pierna rota.

— ¿Qué ha pasado? — pregunté a un agente.

—Un coche de contrabandistas. Sigan su camino.

Don Julián alzó la cabeza al vernos. Sus ojos brillaron cargados de furia; pero no dijo nada. Mientras, los policías proseguían su trabajo en torno al coche que estaba ardiendo. Laura y yo nos alejamos en el vehículo que debía haber sido una trampa. Ella colocó un brazo en torno a mi cintura, sin impedirme que condujera feliz de sentir aquella presión amorosa. Siempre había soñado con tenerla así.

—Me gustaría saber quién ha dado a la Policía la matrícula del coche de los contrabandistas —comenté, sonriendo.

—Se la di yo. Quería vengarme... No me marché con don Julián como todos pensasteis... sus hombres me raptaron en cierta ocasión —confesó Laura, con un relámpago de odio en la mirada.

La creí. Por ese motivo aparqué en un lugar seguro y busqué su cuerpo apasionado... La metí mano por debajo del vestido, y comprobé que ella estaba lista, bien abierta y apta para todos los gozos que yo quisiera proporcionarla. Le quité con gran habilidad las pocas ropas que obstaculizaban el encuentro con su coño rojizo. Entonces palpé todo el vello rubio, e introduje dos dedos en la mojada cueva de los sueños posibles: esos que convierten a los seres humanos en dioses. Y Laura exclamó:

—¡Me tienes a tu entera disposición...! ¡Quiero que esta follada me dure hasta nuestro próximo encuentro...! ¡Voy a escaparme contigo. Gerardo!

Animado por esta promesa, la seguí trabajando, hasta que sus grandes labios comenzaron a gotear. En aquel momento, como sucedía siempre, percibí los latidos de su corazón, los gemidos y la liberación de unos nervios de hembra sexual. Ya debía profundizar... La subí las piernas, y ella se echó hacia atrás, abriendo todo lo que pudo el arco de sus muslos...

Como si quisiéramos concedernos un pequeño descanso, nos acomodamos en el asiento del coche y tomamos unos tragos de coñac, utilizando una pequeña cantimplora que yo siempre llevaba en la guantera. Luego, con las bocas húmedas y sin prisas, volvimos a la aventura sexual: la besé en los labios.

Laura se tumbó en el asiento, alzando las piernas, para ofrecerme toda la puerta hermosísima de su coño, que mis manos volvieron a acariciar. Poco más tarde, me bajé la cremallera de la bragueta, y me abrí la parte baja de la camisa, con el único propósito de que la polla tuviera una completa vía libre.

Sus dedos se cerraron automáticamente sobre mi verga, que comenzó a sacudir con frenesí. Muy pronto el capullo se humedeció con las primeras gotas de jugo. Y como yo aún mantenía la diestra en su coño, le separé los grandes labios.

—¡Es todo tuyo...! ¡Haz de él lo que quieras...!

Continué excitándola, hasta que su fosa de los mil paraísos materialmente echó humo. En aquel instante, me tumbé sobre ella, y rocé la polla a lo largo de toda la hirviente raja. La escuché gemir:

—¡Oh, Dios mío...! ¿Cómo es posible que siempre... me parezca distinto... si ya me has follado más de veinte veces...? ¿Es que tienes varias pollas de repuesto? ¿Acaso posees un elixir que la proporciona un poder sobrenatural.

—¡Todo el mérito es de tu hermosura, Laura...! ¡Cada vez más salvaje, más insinuante y apetecible!

De repente, clavé mi carnoso rodillo dentro de ella; y aquella gruta, que sabía cobrar la elasticidad que a mí más me gustaba o la que más me convenía a cada follada, me aceptó con glotonería. Y la apretura de las lubricadas paredes me reveló que Laura jamás se hartaba del placer sexual.

Mi erecta polla empujó la zona milímetro a milímetro. Realmente, actué como si la estuviera violando, sin que sus labios, como es lógico, soltaran la más mínima protesta. Estaba jugando a ser la gran compañera, porque yo me movía por fuera y por dentro de su coño. Y este maravilloso órgano poseía una gran sensibilidad, y se mostró cargado de vida en el momento que el reborde superior del capullo sobó su erecto y enorme clítoris. Al cabo de unos segundos, su culo empezó a moverse, a la vez que cerraba y abría los ojos...

Pronto se retorció debajo de mi cuerpo, y se «corrió» por primera vez en aquella sesión. Mientras, yo mantenía la polla erecta...

—¡Esto es lo que más me gusta de ti...! —reconoció ella, admirativamente y sonriendo—. Al principio casi eyaculabas con mi primer orgasmo; pero, ahora, puedes aguantar mucho tiempo sin que este cetro, al que yo tanto amo, se venza necesitado de descanso... Por eso, ¡voy a llenarme golosamente la boca con él!

Me quedé mirándola. Sabía lo que se avecinaba, y me sentí plenamente satisfecho. Laura tomó mi verga entre sus labios, y chupó la parte superior del bálano. Y me hizo estremecer bajo la caricia de su lengua, mamándome; luego, noté como su cabeza bajaba, hasta que su boca se tragó mi polla por completo.

Jugó conmigo empleando las tetas y la boca en la felación; intenté llegar a su coño, pero me fue imposible. Me decidí a continuar calentando sus pezones; al mismo tiempo, ellas proseguía la chupada.

Su boca actuaba como si fuera una vagina. Por este motivo, la cogí por el cabello, sin violencia, y la forcé para que se moviera con un ritmo más veloz. Y, de pronto, me noté invadido por una peculiar emoción, por ese fuego que tiene su nacimiento en la misma columna vertebral, alimentado por la carga de pasión acumulada en el cerebro... ¡Y exploté en profundas bocanadas de leche, que ella se bebió igual que si fuera el néctar más exquisito!

Después del primer esfuerzo, abandonamos el coche y gozamos del aire de la noche. Ella iba con las faldas subidas, sin bragas, y yo mantenía la bragueta abierta y la camisa totalmente descolocada.

Me arrodillé como si la fuera a adorar, y saqué totalmente la polla del débil obstáculo del abierto pantalón. Y volví a metérsela en la boca. Ella paladeó el gusto del capullo, en el cual se hallaban mezclados los sabores de su boca, del coño y el propio de mi arrogante herramienta.

Después, en una auténtica ceremonia, se lió a chupármela de arriba a abajo: siendo su cabeza la que se movía, en las acciones de meter y sacar el vástago; mientras, yo permanecía quieto, esperando que Laura fuese la que decidiera el segundo paso de la follada...

Cuando la respiración femenina se hizo un continuo ahogo, que anunciaba la proximidad del orgasmo, me alejé de la mamada, me bajé del todo el pantalón, y la clavé a plena satisfacción de ambos. Tomé como apoyo la parte delantera del coche. La bombeé sujetándola por las nalgas.

—¡Oh, mi amor... Haz de mí lo que quieras...! ¡Tú sabes cambiar las acciones cuando más conviene... y me vuelves loquita de tanto gozar...!

Todo su cuerpo temblaba debajo del mío, ya que consiguió empujar más adentro mi polla en su húmedo coño. Y ella se puso como frenética.. ¡Aquello fue cosa de las divinidades del Olimpo! Gocé al notar que mis cojones se estrellaban contra su coño caliente. ¡Y los dos nos corrimos amplia y gozosamente!

Cansados, pero no exhaustos, nos tumbamos en el interior del vehículo. Laura se desnudó totalmente. Empezamos a besarnos, sin que nuestras manos dejaran de actuar: buscado los genitales, donde los jugos y las humedades espesas delataban la inmensa felicidad que sabíamos proporcionarnos...

Pero éramos auténticas bestias de la follada, unos locos que convertíamos la relación a dos en un volcán de gozos y de proezas. A la vez, actuábamos como si estuviéramos retozando.

Volví a montarla, y dejé entrar la verga en la cueva de fuego, la cual se encontraba húmeda, encharcada. La excitadísima muchacha empezó a temblar, a la vez que yo ahondaba más y más. Casi al instante, su deliciosa boca comenzó a liberar una fuerte carga de sonidos. Y sus músculos vaginales se liaron a moverse espasmódicamente. Y pude sentir la remota fabricación de su orgasmo; mientras, ella se revolvía sobre el asiento, y hasta cambiaba de postura para sentarse materialmente encima del falo que adoraba.

—¡Jamás podré encontrar a nadie que sepa manejar la picha como tú... Genialmente...! — exclamó Laura, en un largo susurro.

Y es que la continua fricción de mi capullo en su raja le estaba volviendo loca. Como todo mi cipote se movía hacia delante y hacia atrás, al mismo tiempo que se corría, ella me agarró con fuerza y anunció:

—¡Ya me viene al volcán de mis gozos...!

Su clímax resultó muy largo. Pero seguí apretándola y besándola en las tetas adorables. Por lo que ella, excitadísima por la larga polla que tenía en el alma de su coño, movió trabajosamente su cuerpo, y sus caderas se arquearon de todas las maneras posibles. Hasta que yo gemí, notando cómo el río de mi caliente esperma se disparaba, por enésima vez, hacia el interior del empapado pozo de los escalofríos y de los estallidos de gozo.

No nos conformamos con lo conquistado. Laura entendió que debía acelerar mi nueva erección. Por eso se la metió en la boca, sin prisas, sabiéndola toda suya. Estaba tiesa como un obelisco, gratamente deformado el cilindro por gruesas venas azules y por un ancho bálano. Luego, parsimoniosamente, comenzó a chupar el tremendo y apetecible caramelo, que se agitaba con la satisfacción del huésped que al fin ha encontrado el mejor alojamiento.

—¡Queridísima, me pones en forma siempre que lo deseas... Es como meterla en un «saca puntas»... Sé que me la devolverás entera...! ¡Cómo sabes obtener el máximo de mi potencia viril... Ya estoy de nuevo en forma...!

Y lo demostré al empezar a besar sus tetas, al mordisquear sus pezones y al introducir tres dedos de mi mano derecha en su coño encharcado. Y los dejé allí, quietos sobre el clítoris que los buscaba; mientras, esperaba que los pezones se dispararan al máximo de su tamaño. Cuando lo conseguí, me agaché hasta encontrarme con la abertura de la colmena, repleta de miel y libre de todo tipo de obstáculos. Era plenamente mía...

Sobre al asiento delantero del coche, acoplé mi boca en el coño, para que mi lengua se lanzara al encuentro del diminuto apéndice que dispara el clímax. Y el clítoris a ella le permitió la escalada hacia el paraíso. Una nube de colores le llenó el cerebro, los ojos le dijeron que jamás había contemplado un paisaje más bello, y sus manos buscaron mi cabeza. Presionó sus dedos contra mis sienes, liberó un tropel de gemidos y suspiros, y las fuerzas se le fueron hacia ese ajuste en que ella apartaba la quietud más efectiva. Y el orgasmo le hizo exclamar;

—¡Gerardo, eres un maestro de la follada!

Pero ahí no quedó te cosa, ya que seguí insistiendo en el cunilingus, ansioso de la miel. Y en la misma postura le permití conseguir tres orgasmos... sin concedernos una pausa, mi erecta picha tocó el umbral del coño, conociendo y regalándose con la posibilidad de que íbamos a brindarnos mutuamente un inmenso placer. Me ajusté por mis propios medios, sin necesidad de que ella me ayudara. Entonces, comenzamos a danzar, arqueando los muslos, rotando las caderas y unidas las bocas en un beso sin fin.

Lo más singular ocurrió cuando Laura no dejó de moverse: sentándose sobre mi falo, o tumbándose encima de mí, para que la penetración se hiciera más intensa. Segundos después, mi sudor se hizo el sudor de ella, nuestros jadeos se confundieron, y nuestras manos buscaron los glúteos del otro, como si fuera necesario que la follada llegara a ser más profunda. Queriendo entrar el uno en el otro, fundiéndonos en el calor y en la maravilla de un contacto que nos convertía en un solo ser. Eramos dos fuerzas empeñadas en un único resultado, y éste se fue descubriendo como algo mágico, excelso...

—¡Dios... Qué hermoso...! —Exclamamos a la vez, anunciando la llegada, el disparo del orgasmo simultáneo.

De esta manera dimos comienzo a un cambio total en nuestras vidas. Como entenderéis, he dado nombres ficticios, para no ser identificado. En la actualidad, mi trabajo no puede ser más honrado. La aventura y el peligro que supusieron  aquellos años han quedado lejos, a pesar de que mi memoria los mantenga bien frescos. Laura y yo somos muy felices, y no quisiéramos que nuestros hijos pasaran por aquello.

GERARDO - SANTANDER

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