Miedo a volar

Por razones de trabajo debo viajar muy seguido. Viajar, podéis creerme, resulta interesante, y hasta atractivo, siempre que no lo haga uno por deber. Pero hay trabajos peores, claro, y hasta no hay trabajo en tantas ocasiones, que considero inmoral quejarse de una rutina como la mía... Además, en un par de ocasiones, tuve en pleno vuelo unos ligues que me convencieron de la necesidad de no abandonar estas misiones.

El primero de ellos ocurrió hace seis meses. La empresa para la cual trabajo me había comprado, como es habitual, un pasaje de primera clase, y yo esperaba el despegue, con un poco de resignación. Debía pasarme catorce horas sobre aquel DC 10 antes de bajar, en Asunción del Paraguay, donde habíamos abierto una nueva Sucursal.

Tan pensativo estaba que ni siquiera vi el momento en que la chica que debía viajar en el asiento a mi lado entró en el avión. Pero al intuir que alguien se detenía en el pasillo, me volví para ver qué cara tenía mi compañero.

Casi me caigo de culo, literalmente. Y si no lo hice, si no me caí fue porque mis nalgas estaban apoyadas firmemente en el asiento. La chica era una encantadora rubia, con un cuerpo sensacional.

Una de esas rubias naturales, de piel bronceada por el sol, que además de no tener un gramo de más ni de menos, era guapa y sonreía con una simpatía contagiosa.

Me apresaré a ayudarla a colocar el bolso de mano bajo el asiento, que es donde deben ir para evitar que alguien acabe con la cabeza dolorida, y le ofrecí la ventanilla cortésmente. Aunque eso no sea reglamentario.

—Oh. no. Muchas gracias —me dijo con una voz ronquita y sedosa que me hizo sentir una caricia en las partes— Me da miedo... En realidad, lo paso fatal en el avión, pero como es peor el barco, además de ser más lento, no tengo más remedio.

Empezamos a conversar animadamente. Se notaba que su miedo era real y que no exageraba, y con secreto y enmascarada complacencia, yo le dije que no había peligro. Pero agregué, como distraído, un par de observaciones crueles. La primera, que el 99 por 100 de los accidentes ocurren en el despegue o al aterrizar, precisamente cuando el avión se disponía a iniciar el correteo por la pista.

La segunda, mientras terminaba de abrocharme el cinturón, de que estadísticamente era muy improbable un accidente, aunque comprendía el temor que causaba el DC 10, por la cantidad de catástrofes aéreas que había sufrido ese tipo de nave en los últimos años.

La chica se quedó pálida y me asombró, cuando el despegue se inició, al ponerme una mano sobre el muslo como si buscara protección. Aquella manita cálida me puso a cien y le eché una mirada glotona a los preciosos senos.

—Disculpe —me dijo, ruborizándose.

No la disculpé porque lo encontré natural. Además, aquello sirvió para romper el hielo. La chica se presentó —se llamaba Elda, o, al menos, eso fue lo que me dijo—, y la conversación se hizo más agradable.

Un par de horas más tarde, sobre el Atlántico, pasamos por una tormenta que nos asustó a todos. Pero tuve que fingirme seguro de mí mismo para tranquilizarla y no quedar mal. Su mano se posaba sobre mis muslos y me los apretaba cada vez que el avión encontraba pozos de aire y caía abruptamente, o cuando temblaba y vibraba demasiado. Para terminar de asustarla, la azafata pidió que nos abrocháramos los cinturones y que no dejáramos nuestros asientos.

Fue entonces que su deliciosa y cálida mano no abandonó ya mis muslos. Se la cogí, protectoramente, acariciándola y hablándole con suavidad. Le dije alguna frase para calmarla y empecé a sentir que mi sexo abultaba mi pantalón de una forma escandalosa.

Elda no pareció darse cuenta de nada. Se reclinó, con los ojos cerrados, y dejó su mano bajo la mía, en contacto con mi cuerpo, peligrosamente próxima a la ingle y a la dilatada cabezuela de mi miembro.

Por la noche, las azafatas repartieron mantas, después de la cena. Con ellas nos cubrimos las piernas. Cuando llegó la hora de dormir, con una protectora penumbra, Elda seguía con su mano prisionera de la mía, ahora bajo la manta. Sentí que no podía soportar más la excitación y aproveché otra tormenta, esta vez mucho más moderada, para acariciársela con creciente morbo.

Ella no me miró, seguía con los ojos cerrados, como si durmiese, pero sentí moverse la palma de su mano. La deslizó bajo la manta hasta que sus dedos tropezaron con mi dureza viril. Se detuvo.

Hubo un momento crucial, en que casi contuve la respiración. Y entonces la chica empezó lentamente a acariciarme a través de la tela del pantalón todo el sexo, una y otra vez, recorriéndolo desde la punta al pubis con esa suave y delicada morbideza que las mujeres saben instintivamente, sin necesidad de que nadie las enseñe.

Sus dedos encontraron la cremallera y la bajaron. Dejé que tomara la iniciativa. Lo estaba haciendo muy bien. Con habilidad, me sacó el sexo y lo empezó a acariciar en directo, como si deseara aprender al tacto el relieve de cada vena.

Pronto, las caricias se convirtieron en una masturbación lenta y enloquecedora, muy elegante. Su mano apresaba todo el sexo, como si quisiera no perderse aquel calibre gordo y rabioso de deseo, y se movía arriba y abajo protegida por la manta.

Yo estaba a tope, como podéis imaginar. Mientras ella me masturbaba, mi mano buscó su falda bajo la manta. Lentamente deslicé la palma por sus muslos, levantándole la ropa y la sentí abrir, separar un poco los macizos y espléndidos muslos, para dejarme alcanzar la mojada hendidura de su sexo.

Ahora nos masturbábamos los dos, con ganas, y yo podía mirar con avidez el guapo rostro de Elda. Tenía los labios húmedos, entreabiertos, y a veces asomaba la lengua y se relamía o se mordía el labio inferior expresando lo caliente que estaba. Me di cuenta que se movía un poco, deslizando su trasero sobre el asiento.

Qué buena estaba aquella chica, y qué caliente que era. De pronto tembló, apretó los muslos apresándome la mano que le hurgaba el clítoris y se mordió el labio con tanta fuerza que temí que acabara por hacerse daño. Era un orgasmo, un buen orgasmo que la tuvo estremeciéndose durante varios minutos, hasta que su estupendo cuerpo se relajó, las piernas se ablandaron y separaron y yo pude retirar sin prisa mi mano. Me miró en medio de la penumbra, con una sonrisa maliciosa y procaz, ruborizándose, pero sin dejar de mover su cálida mano. Entonces, me sorprendió la decisión que tomó: miró a los pasajeros más próximos, vio que dormían o estaban descansando ajenos a todo, y se inclinó sobre mi regazo haciendo a un lado la manta.

La vi abalanzarse sobre el dilatado sexo y sentí cuando se lo metió en la boca. En seguida empezó a mamar, sin dejar de estimularme ni de acariciarme la base del miembro.

No lo pude resistir. Tuve que morderme una mano para no rugir de gusto cuando mi sexo se expandió con rabia y se disparó llenándole la boca, inundándosela sin tregua, y oí claramente el ruidito que emitía su boca y su garganta por el esfuerzo de tragarse todo, sin desaprovechar la mínima gotita de semen.

Después que terminó con aquello, al taparme otra vez y reclinarse con cara de satisfacción plena en su asiento, vi que una de las azafatas estaba de pie en el pasillo, contemplando atónita y en silencio el espectáculo. No dijo nada. Siguió su camino, pero yo estaba seguro de que había asistido a la felación sin perderse un detalle.

Al llegar a Asunción, las azafatas se quedaron en la puerta del DC 10, saludando a quienes íbamos descendiendo y deseándonos una feliz estancia en la calurosa capital paraguaya. Yo me ruboricé al estrechar la mano de la chica que había presenciado la felación que me hiciese Elda, y ella también, confirmándome de este modo que no se había perdido nada.

Finalmente, me reencontré con la magnífica rubia, con Elda, en la cola de la aduana, donde tuvimos que aguardar a que nos sellaran el pasaporte.

—¿En qué hotel estás? —me preguntó ella.

—En el Hilton —repliqué— ...Y tú...

—En el Beverly —me dijo sonriendo—. Podemos cenar juntos, si quieres.

Naturalmente que yo quería. Y no sólo cenar, por supuesto... Pero lo bueno de todo es que después de una noche en que pudimos sacarnos el gustó haciendo el amor sin descanso, mientras nos duchábamos, le dije:

—Sabes que en este hotel suelen hospedarse las azafatas...

—Claro —me dijo—. Yo trabajo para Aerolíneas de México...

Como podéis imaginar, nos estuvimos riendo de la broma que la chica me había gastado con el miedo a volar... Tanto nos reímos, que acabamos revoleándonos en la cama... y claro: todo volvió a empezar otra vez.

JOSÉ - BARCELONA


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