Una insólita proposición

Pulsé el timbre y dejé que sonara insistentemente, con evidente impaciencia. La puerta fue abierta por una mujer de unos 30 años, rubia, de ojos verdes muy grandes y con cierto asombro reflejado en ellos. Su cuerpo era opulento, mórbido y, sin embargo, esbelto, y se mostraba gentilmente impúdico a través de las amplias aberturas de la bata casera.

—Pasa, Rafael —me invitó, sonriendo amablemente.

Momentos después, tomé asiento frente a una mesita, en la cual, junto con diversas pastas, humeaba deliciosamente una cafetera. Ambos formábamos una buena pareja. Mi pantalón ajustado, se hinchaba significativamente, insinuando determinada generosidad que me ha proporcionado la naturaleza.

Este detalle a ella no le pasó inadvertido, ya que posó su mirada. Fugaz pero inequívocamente interesada en mi abultada entrepierna. En la anterior entrevista que habíamos mantenido, yo llevaba unas ropas demasiado amplias y no pudo observar mi abundancia genital.

—¿Quieres café? —preguntó Rosa, señalando la cafetera.

—Sí, gracias.

Me lo sirvió. Los dos permanecimos en silencio, sin saber qué decir. Aunque nos habíamos conocido días antes en un "pub", al que los dos entramos con el evidente propósito de ligar, aquella era la primera vez que estábamos a solas. Y ésto nos conturbaba visiblemente.

—Y bien, Rosa, ¿qué es lo que querías contarme? — inquerí, deseando romper el embarazoso mutismo.

—La verdad es que no sé cómo empezar... — titubeó ella; mientras, cruzaba las piernas mostrando, por unos instantes, el oscuro triángulo de su coño.

—¿Por qué no lo haces desde el principio? —sonreí, un tanto excitado por la sugestiva visión.

—Sí, claro. Tienes razón. ¡Seré tonta! Pues, mira, ahí va: yo soy casada —me soltó, de repente, experimentando un gran alivio al realizar la confesión.

—No comprendo. Entonces, ¿cómo me citas de noche en esta casa que supongo será también la de tu marido? ¿Acaso estás separada?

—No. En ese caso no habría ningún problema. Además, estoy muy enamorada de mi marido.

—Bueno, pues aún lo comprendo menos. ¿Tal vez tu marido es de esos «liberales» que no les importa que su mujer mantenga otras relaciones?

—Parece que has dicho eso de «liberales» con cierto desdén. Y si fuera así, ¿qué pasaría? —me desafió ella, bamboleando las tetas con agitación.

—No todos pensamos igual. Pero si tu marido lo consiente, ¿cuál es el problema?

—Naturalmente no entiendes nada. Pero tendrás que esperar para saberlo. Entretanto, ¿por qué no nos vamos al cuarto de baño juntos?. Una buena ducha caliente relaja mucho, y yo necesito estar más tranquila para poder explicarte el resto.

Dando por supuesto que yo iba a estar de acuerdo, ella se desprendió de la bata y me enseñó su entera desnudez. Su cuerpo era perfecto, maravilloso. De piel delicadamente dorada y con unas formas proporcionadas, aunque un tanto exuberantes. Lo verdaderamente prodigioso era su culo, de curva prominente, apariencia maciza y terriblemente sensual. Me pareció como una llamada perentoria a practicar la follada por detrás, para alcanzar cualquiera de los dos dulces agujeros: el vaginal o el anal.

Me desvestí rápidamente. Y al despojarme del slip, mi polla, comprimida hasta entonces, saltó como una poderosa ballesta. Y si extraordinario era el cuerpo de la mujer, no menos resultó mi polla: quizá 25 cm de larga, gruesa e hinchada como si fuera a reventar. Marcaba fuertemente las negruzcas venillas, y curvada hacia arriba, con el glande erguido, rojo, orgulloso y brillante.

Rosa me la contempló complacida y, lentamente, se inclinó, como en un mudo homenaje. La besó suavemente en el duro extremo. Por mi parte, le acaricié los cabellos y la atraje hacia mí, pretendiendo que se la tragara toda entera.

—¡No, ahora no, vamos a ducharnos! —me suplicó.

Se dirigió al cuarto de baño, moviendo incitantemente el trasero. Yo la seguí con mi lanza en ristre, y de cuya base colgaban unos testículos semejantes a los de un toro pardo.

Al entrar en la ducha, que era de reducidas dimensiones, nuestros cuerpos tuvieron que apretarse. Sonriendo coquetamente, ella me dio la espalda, de tal manera que mi erecta verga se apretó fuertemente contra su trasero. Abrió el grifo, y el agua tibia comenzó a caer sobre ambos. Pronto me vi acariciando sus grandes tetas; al mismo tiempo, le restregaba frenéticamente los genitales por el culo. Mi mano buscó el blando coño y, al notarlo internamente húmedo, traté de sodomizarla.

—No, cariño, todavía no — musitó ella, evidentemente excitada—. Espera que te «coma» la polla... ¡Ah, qué buena la tienes!

Poniéndose de rodillas, cogió el soberbio mástil y lo chupó con fruición, como una niña golosa. Pero, otra vez, fue por poco tiempo. En seguida se incorporó diciendo:

—Terminemos de ducharnos.

Tomando una esponja empapada en gel lavó concienzudamente mi cuerpo, sin olvidar la polla erecta, los cojones y el ano. Luego, secándonos mutuamente, salimos de la ducha.

Yo le froté meticulosamente con la toalla el coño, en cuya frondosa vegetación brillaban unas minúsculas gotitas de agua. Ella me dejó hacer, mirándome con unos ojos voluptuosamente entornados. Entonces, traté de penetrarla. Sujetándola por las nalgas, de frente, dirigí mi picha curvada por la tensión hacia la abertura femenina. Pero otra vez me encontré con la negativa de ella.

—No, todavía estoy poco lubricada. Acaríciame con la lengua.

Obediente, acerqué mi boca a su coño y empecé a comérselo con verdaderas ganas. La chupé el clítoris; primero, suavemente; luego, con frenesí. Sorbiendo el diminuto apéndice carnoso. Me detuve un momento, para pedirle que se tendiera sobre la moqueta para así poder hacérselo mejor.

Rosa aceptó. Se echó de espaldas, abriendo al máximo las piernas y me descubrió totalmente la hermosa hendidura. Se hallaba rebosante por las rosadas valvas del blanquecino líquido de la excitación. La abrí aún más con los dedos, y hundí mi boca en aquella fragancia sexual, ya fuese lamiendo o presionando con los dientes muy tiernamente, como un perrillo que mordisqueara, sin querer consumirlo todavía, su alimento preferido.

Cuando ella comenzó a gemir ostensiblemente, dando muestras de aproximarse al orgasmo, me levanté intentando penetrarla.

— ¡No, no...! —protestó enérgicamente.

Pero ya me encontraba demasiado caliente. No podía aguantar más el peso de mis hinchados cojones y la dureza estallante de mi polla. Así que, sin hacer caso de las protestas de Rosa, continué en mi intento. Me eché encima de ella, dominándola con mi peso. Y con mi mano derecha conduje el capullo al lugar deseado.

Sentí el contacto tierno de los grandes labios, la viscosidad en que me hundía lentamente. Pero, de pronto, un agudo dolor en mis huevos me hizo buscar bruscamente la separación. Rosa se retorció salvajemente, sin piedad. Traté de golpearla, y resultó inútil.

Sin duda ella era una experta luchadora y poseía una fuerza física poco común en una mujer. Cuando quedé vencido y anonadado, bajo una lluvia de bofetadas y revolcones de kárate, Rosa me sonrió sádicamente y me preguntó:

—¿Qué? ¿Te ha gustado...? ¿Quieres más?

Abriendo un cajón de la mesita cercana extrajo un fino látigo de cuero negro.

—¡No, no...! —supliqué, sabiéndome derrotado.

—Pero, ¿me deseas de verdad? Sigues queriendo follarme aquí mismo, ¿a que sí?

—Sí —musité débilmente.

Me notaba avergonzado, dolorido y, sin embargo, excitado por el cuerpo desnudo que, desafiante y majestuoso, se erguía ante mis ojos.

—Pues, bien, me tendrás... ¡Siempre que me complazcas en todo aquello que yo te ordene!

—Lo que tú quieras.

Mi polla comenzó a recobrar la erección que perdiese a consecuencia de la paliza recibida.

—Ya puedes salir, Juan — pronunció ella triunfalmente.

Me sorprendí inimaginablemente cuando vi aparecer, de detrás de una cortina situada al fondo, a un hombre desnudo y sonriente. Era de elevada estatura, muy delgado y su verga erecta, larga y gruesa, parecía tocarle el vientre espesamente cubierto de vello negro.

—Os presentaré —dijo la mujer—Rafael... Juan, mi marido.

Tendí mi mano automáticamente, sin salir de mi estupor; luego, al darme cuenta de lo extraño de la situación, traté de retirarla. Pero, él ya me la había cogido y me la estaba estrechando calurosamente. Le miré a los ojos, y no vi en ellos ningún tipo de ironía, ninguna agresividad.

Por el contrario, su mirada me pareció dulce, casi femenina. Nunca había podido ver en otro tipo una expresión así. Parecía complacido al contemplarme, y lucía como una especie de brillo admirativo. Semejante al que yo advirtiese en las pupilas de Rosa cuando le chupé el coño. Se producía en sus singulares ojos, fijos insistentemente en mi polla.

—Creo que ha llegado el momento de explicártelo, Rafael. Verás, mi marido es homosexual. No del todo, pues me ama a mí. Necesita excitarse con un hombre, de otro modo no logra esa erección tan perfecta que puedes ver ahora; luego, el producto me lo entrega a mí, ¿comprendes?

Dirás que para eso no hacía falta toda esta comedia, que bastaba con que hubiese contactado con un bisexual. Es cierto, lo que ocurre es que yo odio a ese tipo de hombres. Sólo lo admito en mi marido, porque aprendí a amarle antes de saber lo que era. Al principio pensé que me había casado con un impotente, hasta que me confesó lo que verdaderamente sentía.

Además, no podría soportar que alguien, ya fuese hombre o mujer, gozara con su cuerpo, aunque sólo le diera por el culo... ¡Así que si penetras a mi marido, luego me tendrás a mí!

Dudé visiblemente. Pero ella no me permitió que continuase en la misma postura durante mucho tiempo. Se inclinó ante mí y empezó a chuparme la polla, pues se me había quedado flácida. Pronto estuvo otra vez erecta. Entonces, Juan me la chupó también con una maravillosa delicadeza.

Las lenguas del matrimonio se acariciaron sobre mi rojo capullo. Hasta que él, insinuantemente se arrodilló en el suelo y puso su culo en pompa como una hembra en celo. No lo dudé más y, poniéndome en una postura parecida a la suya, coloqué mi verga en su ávido ano. Le fui penetrando lentamente.

Cuando mis cojones se aplastaron contra las nalgas de Juan, éste se incorporó gimiendo de placer para permitir que su esposa se situara en nuestro mismo plano. Así la folló a su vez, por detrás.

Yo alargué una mano para acariciar el culo y el saliente chumino, ensartado en aquel momento por el poderoso falo del esposo. Bombeó éste a su mujer, y yo a él hasta que mi caliente semilla se derramó abundamente en sus entrañas.

Al notar las chorreantes contracciones, profundamente hundido con su culo, Juan se corrió también. Llenó de esperma a Rosa, que aguardaba aquel momento para entregarse apasionadamente al éxtasis final.

Me recuperé en seguida y traté de unirme a la hembra. Esto resultó una difícil operación. Por este motivo, decidí no soltar la presa conseguida. Rodé por la moqueta, para terminar de espaldas en el suelo, teniéndola sobre mí. Pero la situación volvió a ser más favorable a Juan, que repitió la operación anterior. Le tocó disfrutar de mi polla, y casi me la trituró con las bruscas sacudidas de su ano.

Hasta que, al fin, conseguí penetrar a Rosa. Mientras, su marido se conformaba con lamerme el trasero y la parte trasera de los cojones. Colándose entre mis piernas igual que un animal hambriento.

Ella emitió un grito bestial. Al principio pensé que le había causado mucho daño; pero, en seguida, me di cuenta de que aquello era una inmensa muestra de placer. Sus palabras fueron:

—Sí, Rafael... ¡Así... Continúa... Quiero que te corras dentro de mí!

Nos levantamos de la moqueta ya entrada la noche. Un líquido blanquecino chorreaba por los muslos de la hembra, y Juan estaba lleno de él, desde los glúteos hasta sus esfínteres. Me habían extraído toda la substancia seminal que almacenaban mis cojones al llegar a aquella casa. Donde acababa de disfrutar del matrimonio más extraño que he conocido en toda mi vida.

RAFAEL - SEVILLA


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