Llena de macho

Me considero una chica normal, como las hay a miles. Todo lo referente al sexo me había sido sistemáticamente reprimido. Durante mucho tiempo, el hombre que más cerca había esto de mí había sido a la prudente barrera de un metro. Al principio no podía considerarlo como miedo hacia el sexo opuesto. Pero, con el paso del tiempo, debo reconocer que fui adquiriendo una sensación de pánico.

Desde luego que el ambiente familiar no ayudaba a cambiar mis ideas. Mi madre me había recomendado que, en la ducha ciertas partes del cuerpo no necesitaban un aseo esmerado. Esto lo diría para que mi curiosidad no fuera más allá de unos límites peligrosos. La manía persecutoria alcanzó tales límites, que cuando contaba con dieciséis años llegué a ducharme con un camisón muy ancho.

Se suponía que no debía verme mis tetas incipientes y, sobre todo, la melena del pubis ya por entonces bastante poblada. Las preguntas sobre estos cambios habían sido eludidas tanto por mi madre como por mí misma. Intuía algo horroroso si sabía algo que no debía saber. Sucedió lo inevitable. Un día tuve una hemorragia. La regla.

Las explicaciones de mi madre no fueron muy concluyentes. MI vida familiar se tornó reservada. Con mucho miedo llegué a masturbarme en la cama con los pies para arriba y con un espejo comencé la exploración de mis genitales.

Cuidadosamente aparté los pelos y ante mis ojos apareció una raja estrecha. Con el meñique de la mano lo deslicé para así poder separar los labios. Poco a poco se fue lubricando. Mi extrañeza ante semejante hecho consiguió que insistiera en mi exploración. No sabía lo que sucedía exactamente, pero cuanto más insistía más se acumulaban las sensaciones agradables.

No lo supe hasta que pasaron muchos años. Me había masturbado. Las experiencias de este tipo las estuve disfrutando sin saber lo que hacía. Lo más curioso que me ha ocurrido — todavía lo practico— y que se presentó durante una excursión de la Universidad.

La excursión duró unos quince días. Fuimos por el norte de España donde abundan los bosques. El rumor del aire en las copas del los árboles, el frescor. En fin que soy una romántica perdida. Me tumbé debajo de uno con mis faldas recogidas dejando que me embargara el bosque. Hasta hoy no sé qué fue lo que sucedió.

Ante tanto pino sentí un hormigueo entre mis piernas. No pude resistir la tentación de acariciar mis muslos. Resultó algo instantáneo. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. En aquel momento otras dos chicas aparecieron. Se sentaron conmigo.

La conversación acabó con una experiencia fantástica.

Por primera vez me masturbé delante de otras personas. Los pinos, todavía no he conseguido saber de qué modo me excitan. Todas las veces que he estado cerca de un bosque no he podido reprimir la tentación de tumbarme entre los pinos y masturbarme.

Después de todas estas experiencias la fobia hacia los hombres no ha cambiado en nada. Cuando estoy cerca de alguno siento terror. No hace mucho tiempo, ya había cumplido los veinticinco años de edad. Nos reunimos en un piso varios amigos. Al cabo de un rato estábamos animadísimos. Un hombre bastante interesante se ocupó de mí. Al principio tenía un poco de nervios, pero con las copas se disiparon. Sin querer así me lo pareció.

Apoyó sus manos en mis rodillas. Y un sentimiento de temor invadió mi cuerpo. En un momento se acercó a mi boca y me besó. Un contacto apasionado y dulce. Por fin yo había superado el miedo a los hombres. Nos acariciamos en un lugar apartado. Allí estuvimos más tranquilos. Nos abrazamos, y sentí por vez primera la necesidad de ser de un hombre.

Se sacó una enorme polla, que sobrepasaba con creces todas las imaginadas por mí hasta el momento. Quiso meterme semejante cosa; sin embargo, el miedo me atenazó de tal manera que no podía moverme. Dulcemente él me acompañó a un cuarto. Nos desnudamos completamente los dos.

Sus caricias consiguieron que me relajara, apuntó su capullo hacia mi virginal orificio. Y se asombró al comprobar que una chavala de mi edad fuese virgen.

A la dificultad del himen hubo que sumarle las enormes dimensiones de su aparato. Pero, yo estaba tan ardiente de deseo que, realizando un gran esfuerzo, aguanté la embestida. Sentí cómo penetraba su badajo en mis carnes. Quedé llena de macho, y él todavía pretendía seguir metiéndome. Entre tanto me iba deshaciendo de placer en sus brazos. Fue un momento indescriptible. Mi cuerpo se vio entregado a una serie de contracciones y, sin poder evitarlo, de mi garganta salieron ronquidos de placer.

Mi vida cambió radicalmente. Todos los fantasmas y represiones de mi adolescencia se desvanecieron para siempre.

Había tenido la prueba de fuego con un gran amante, de la que salí victoriosa.

Más adelante conocí a un hombre para el que, según él, lo primero era el coche. Corría en rallys automovilísticos; luego, si le quedaba tiempo, las mujeres. Para mí fue incomprensible, acababa de conocer el amor y no podía comprender cómo alguien podía pasar del sexo de aquella manera.

De todas formas, me descubrió una nueva forma de follar. Era evidente que todo teníamos que hacerlo en el coche. Llegamos a una compenetración tal, que un buen día me hice copiloto suyo. Nuestra especialidad era calentarnos mientras corríamos y aguantar el orgasmo hasta el control más próximo. Generalmente los que estaban allí se quedaban atónitos.

El final de la etapa era esperado con auténtico deleite, pues entrando a toda velocidad nos corríamos en el justo instante de cruzar la meta. Mi sexualidad se había enriquecido con estas experiencias. Lo que nunca había intentado era masturbarme con el cambio. Un día, dispuesta a comprobarlo, me las compuse de tal manera para que el frío metal acariciase mi clítoris.

La verdad fue que había tomado un afrodisiaco y, encontrándome sola en el coche, puse en funcionamiento mi imaginación. Para sentirme más cómoda me quité las bragas y mojé con saliva mi abertura para no lastimarme al contacto con el metal. Enseguida entré en estrés orgásmico. Estaba siendo poseída por la fuerza de la penetración violenta. Sin nada que echar a mi coño hambriento, no tuve más remedio que intentar introducirme la bola del cambio de marchas.

Sentí un agudo pinchazo de dolor ante la enorme bola que no había forma de introducirla. Me senté completamente encima de la palanca y, con un movimiento violento, me la introduje de un golpe. El dolor fue terrible. Me relajé para poder acomodar el instrumento. La sensación era de ahogo, como si estuviera atragantada, pero en el coño.

Suavemente comencé a deslizar la barra. Claro está que lo único que sentía era la bola intentando subir y bajar. El orgasmo no se hizo esperar. Grité como una loca, así era tanto el placer que debí morder el volante para reprimir el éxtasis del orgasmo. La dificultad surgió a la hora de sacar la palanca del cambio. Sufrí un pequeño desgarro en el chumino. No por ésto disminuyó el interés por repetir la experiencia.

Nuestras locas aventuras llegaron a su punto más alto, cuando a Francisco se le ocurrió que debíamos follar rodeados de bafles con música de coches de fórmula. A mí me pareció fantástico. Dicho y hecho. Dispusimos el equipo con enormes altavoces en la cabecera.

El rugido de los motores nos poseyeron de tal manera, que su verga pretendió ser el cambio de marchas. Yo cerré los ojos e imaginé que me llegaba lo mejor. Mis pezones se irguieron. A punto de estallar como capullos de rosas. Cogí su verga y, al compás de los ruidos a todo volumen, realicé los cambios de marcha. Cuando metí la directa. Entré con la boca, y me la tragué como si fuera un túnel. Lamí, chupé y mordí.

Estábamos a punto de corrernos, por lo que paramos los motores para aguantar al máximo. Al volver a la carga, hizo que me tumbase para que pareciera un bólido. Pasé los pies por encima de su pecho y él por entre el asiento y mi espalda. La música volvió a ponerse en marcha.

Al primer rugido lo acompañó con una entrada en primera de cientos de caballos, creí que me saldría por la garganta. No se movía dentro de mí rítmicamente sino a empujones. Mis tetas decía que eran embrague y acelerador. No podía imaginar que semejante situación pudiera excitarnos de una manera tan salvaje. Volví a sentirme «llena de macho».

MARÍA - PONTEVEDRA


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