Enemas calientes
Tenía 18 años y exhibía un pubis muy sombreado. A media mañana entró en mi dormitorio mi madre acompañada de dos mujeres. Una portaba una jeringa y la otra un orinal y un rollo de papel higiénico.
—Llevas muchos días sin ir de vientre —me dijo mamá, en plan de enfermera que no admite discusiones.
—¡No, no quiero!
—¡Lo necesitas, María!
Mis protestas fueron inútiles. Entre las tres me pusieron boca abajo y, después de varios intentos fallidos, consiguieron insertarme la cánula entre mis gritos y sollozos. Les costó acertar con mi agujero y me hicieron daño...
La operación iba por la mitad cuando, por culpa de un movimiento brusco de mis glúteos, se salió el tubo. El agua se derramó y, para colmo, me fue imposible retener la que tenía dentro. Así que todo quedó hecho una porquería. Se produjeron nervios, enfados y me dejaron por imposible.
Sin embargo, no había pasado ni media hora, cuando apareció una auténtica enfermera. Traía con ella un irrigador. En tono dominante exclamó:
—¡Date la vuelta y no me andes con tonterías!
En el momento que la obedecí, me levantó la camisa y me dejó el culo al aire. Seguidamente me propinó unas palmaditas y, al instante, sentí deslizarse en mi interior algo muy suave. Pronto advertí que ella sujetaba con una mano la cánula, y con la otra me estaba acariciando; a la vez, me susurraba:
—Tranquilízate. Anda respira hondo. Tienes un pompis que dan ganas de comérselo. Ya falta poco. Esto a muchas personas les gusta. Yo misma disfruto aplicándolas o recibiéndolas.
En efecto, el enema ya no me molestaba. Es más advertía una especie de morbo, que acompañaba a la entrada del líquido en mi cuerpo. Creo que tenía mucho que ver el vaivén que la enfermera estaba realizando con su mano, para que el agua no me entrase de una forma directa.
—Ya está. Te lo has tragado completito. Ahora tienes que ir al retrete. Me acompañó. Levantó la tapa y me dijo que me sentara manteniendo la espalda echada hacia atrás.
—Tengo muchas ganas — dije, preocupada—Pero un tapón me lo impide.
—Eso lo arreglo yo ahora mismo.
Se arrodilló entre mis piernas y, empleando su lengua, separó los labios de mi coño y buscó el clítoris. Me proporcionó unas sensaciones nuevas e imprevistas. Se me nubló la vista y la cabeza me dio vueltas. Me corrí y, al mismo tiempo, estallaron en la poceta las bolas de caca dura que desgarraban mi ano con una mezcla de dolor y placer.
Con el paso de los años, luego de casarme con Pepe, una vida sexual ordenada me hizo olvidar el asunto de la enfermera. Hasta que sufrí un empacho, y a mi médico de cabecera no se le ocurrió otra cosa que recetarme un enema. Para que hiciese efecto tenía que aplicármelo estando yo en posición genupectoral. Por lo tanto era imprescindible que alguien me ayudase.
—Serás tú, Pepe —decidí—. No quiero que nadie más me manosee.
Así se hizo. Cuando terminó, me sentí algo mareada y le pedí que me acompañase al cuarto de baño. Me senté en el retrete tal como años atrás me indicó la enfermera.
—Anda, Pepe, que con un masaje en el coño terminaremos antes.
¿Qué ocurrió? Pues que el pobre hombre, viéndome espatarrada y entregada en caliente a sus toqueteos, se notó excitadísimo. Mientras, a pesar de todos los esfuerzos, la obstrucción anal no cedía.
—¿Por qué no hurgas el recto con la misma cánula del enema, Pepe?
Me levanté y le ofrecí el trasero. Entonces, en lugar de utilizar el elemento que yo le había pedido, hizo uso de su vibrante miembro. Tanto me removió que, al asaltarme las gañas, me retiré de su lado para hacerlo en la poceta. Sin contemplaciones: yo sentada y él clavándome por delante, en el mismo coño.
Dimos comienzo a una frenética follada. Por cierto que mi orgasmo coincidió con la salida estruendosa del bolo fecal. Me corrí por delante y por detrás, igual que cuando era una adolescente.
Días más tarde, varias amigas nos reunimos en una cafetería. Lo pasamos bomba hablando con absoluta confianza de todo, preferentemente de nuestras intimidades con los maridos y con los amigos. Todas estamos casaditas, somos jóvenes —menos Menchu, pero ésta es de las que dicen «que se acuesta con todos los hombres que le gustan»—. Desde luego es la más enterada, como si dijéramos la «catedrática».
Por lo general coincidimos en el placer que proporciona el coito anal, pero sin llegar a la sodomización. Opinamos que la zona perineal resulta muy sensible a las caricias orales o digitales. Siempre que llegamos a este punto, flora en el aire la pregunta:
«¿Poseen los hombres, como nosotras, sensibilidad anal?»
—¡Mi respuesta tiene que ser un sí rotundo! —contesta Menchu—. ¡Claro que la tienen! Sin embargo, en modo alguno eso ha de ser considerado como sinónimo de maricones. Mi amante, Paco, es el hombre más macho que he conocido en la cama. Voy a relataros como nos las gastamos:
«Un día pasó lo siguiente: Nos encontrábamos en el cuarto de baño. Yo me puse en plan dominante. Le coloqué tumbado sobre una mesita traída al efecto, le até las manos y le bajé los pantalones.
—Veamos este culete que voy a cepillarme —le anuncié—. ¡Te he dejado completamente indefenso, Paco!
Le metí el pulgar de la mano derecha en el ano y, con otros dos dedos, le apreté los cojones. La izquierda la empleé para menearle la picha. También le pellizqué las tetillas.
—¡No sigas! ¡Me haces daño! —gritó, cabreado.
—¿De qué te quejas, guapo? ¡Si no acabo de empezar y ya estás más empalmado que un burro!
Saqué el dedo de su culo y se lo enseñé. Para que comprobase la suciedad que lo acompañaba; luego, le dije:
—Esto quiere decir que debes cagar.
Entonces me até a la cintura un consolador y se lo pasé por la raja del ano. Al mismo tiempo, le ordené:
—¡Separa bien las piernas que no te llego! Agáchate un poco... ¡Quieto ahí mismo! —Le picoteé en el ojete—. ¡Basta... Si te cierras soy capaz de matarte! Pienso «violarte», querido Paco... ¡Luego te veré cagar!
—¡No... Te prohíbo que me obligues a realizar esa guarrería!
Se revolvió con furia, pataleando.
—¡Quieto! ¡Obedéceme! — Alcancé una correa y se la mostré, amenazadoramente—. ¡Te voy a dar hasta que consientas!
Le puse el pandero más rojo que un tomate.
—¡Basta, basta, Menchu...! ¡Dame por el culo de una vez...! —aceptó, vencido.
Como primer paso le apliqué un enema, pero lleno de vino tinto caliente, que es un purgante y un afrodisíaco irresistible. Enseguida le echufé un consolador queriendo «follarle» con violencia. Con mi mete y saca no se pudo contener, y se cagó de gusto. Le toqué la polla y comprobé que la tenía como un hierro. Me sentí muy feliz con sólo pensar en lo que me esperaba. Debido a que su calentura resultaba apoteósica.
Le desaté y, en volandas, mi marido me llevó a la cama. Después de este preludio quedamos preparados para un desmadre de dos horas. Fui dominada por un gran semental. A pesar de su sensibilidad anal era con mucho el mejor macho que me he “tirado”.
Con el relato de Menchu quedó contestada la pregunta. Eso sí, se cuidó de afirmarnos que Paco no había mantenido contactos sexuales con hombres; es más, a su marido le daban asco el sexo con otros hombres. Con las mujeres hacía de todo, incluso aceptar la dominación y cualquier clase de experiencias aplicadas por nosotras. He aquí su masculinidad. Prosiguió contándonos otras experiencias:
Junto a una amiga atamos a Paco, sin permitirle que rechistara. Le hicimos de todo. Lo dejamos caliente, abierto y espatarrado. Sin que él se diera cuenta le acercamos un perrazo, que disponía de una picha mayor que la de un hombre. El animal se echó sobre él, y brutalmente lo penetró. Se puso a gritar como si lo estuvieran matando. Juraba, blasfemaba y se revolcaba, dentro del freno que suponían sus ataduras.
Pero el perro dale que dale.
Le dejó el culo como un colador. Después, nosotras dos gozamos de toda la lujuria de un gran semental...
Aparte de esta historia de Menchu, os diré que hace cuatro años que me casé con Pepe. Somos felices. Lo hemos hecho todo por delante de una forma perfecta. Pero nada por detrás, ni siquiera meternos un dedo — estoy escribiendo en presente, pero veréis que he corregido este fallo sexual—. Yo sentía unas ansias locas por probarlo. Sin atreverme a decírselo por su formación puritana.
Llegué a esconder un consolador, con el fin de satisfacer mis fantasías eróticas. ¿Sería verdad lo que contó Menchu? Entonces, ¿por qué nos reprimíamos nosotros? Tenía la esperanza de que me llegase a ocurrir.
—María, estoy preocupado. Llevo días sin evacuar por más esfuerzos que hago —me dijo una noche.
—El remedio sería un enema, Pepe.
Con su aceptación, inmediatamente herví litro y medio de agua con aceite; mientras pensaba que aquella era la gran ocasión que buscaba. Al entrar en el dormitorio con el irrigador, mi marido me puso cara de pocos amigos. Lo enganché en la cabecera de la cama, venciendo su desagrado. Se arrodilló y apoyó la cabeza en la almohada. Me notaba emocionada.
Por primera vez le estaba viendo el trasero. Le separé los glúteos y apareció un agujerito estrellado, rubio y colorado como el de un niño. Estaba claro que por allí no había pasado nada. Se hallaba completamente virgen. Para lubricarlo me unté un dedo con vaselina, que le introduje con sumo cuidado. Realicé un movimiento de émbolo y rotación.
Pepe se estremeció y sus cojones se apretaron. La polla se levantó majestuosa. ¡Tate! Era la prueba de que los hombres son tan sensibles como nosotras en las zonas perineales. Menchu tenía razón. Tomé el enema y fuimos al baño.
—Por más esfuerzos que hago me resulta imposible —dijo, sudando de angustia.
—Relájate. Ya verás como lo consigues. Apagaré la luz para que no te dé vergüenza.
A hurtadillas me coloqué el consolador. Le apliqué un pequeño masaje, le abrí las nalgas y, sin pensarlo dos veces, le trinqué con el cipote de plástico y comencé a bombear.
—¡Ay, ay... Pronto, sácame esto del culo! ¡Al fin voy a defecar...!
Así llegó la gran cagada y una enorme eyaculación. Una nueva fuente de placer acababa de aparecer en nuestras relaciones sexuales: los enemas calientes.
MARÍA - MADRID
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