Afeitado genital
Me resulta difícil decirle a alguien que haga las cosas como yo quiero y deseo. Se podría opinar que si alguien se niega a complacerte, al menos una debería pedirle una explicación verbal. Pero, generalmente, me da corte aclarar estas cuestiones personales. Prefiero dejar que pasen e intentar olvidarlas.
Con los hombres, las cosas siempre me han ido mal. He llegado a la conclusión de que a ellos lo único que les gusta de las mujeres es el sexo oral, que se las mamemos. Se sienten tan orgullosos de sus pollas, que insistentemente están pretendiendo meterlas en nuestras bocas.
Cuando debían preocuparse más de lo que te hacen ahí abajo. Después, sin lograr que seas feliz, se te suben encima y te hacen lo que quieren, al estilo tradicional. Pero creo que se considerarían insultados si pretendiéramos pedirles un poco más de dedicación en ese lugar donde las mujeres guardamos la verdadera fuente de placer.
No todas somos iguales. Porque una colegiala se ponga a gemir y a lanzar chillidos cuando él le estruja el clítoris, es absurdo pensar que a mí me vaya a suceder lo mismo. Cada mujer es distinta a las demás, y sus inclinaciones sexuales son más mentales que físicas. Se forman a través de la educación y de la moral que se nos ha inculcado.
Para decir la verdad, me ha ido mucho mejor con las mujeres. Yo siempre he sido bisexual. Cada vez me alejo más de los hombres por muchas razones. La parcela sáfica de mi persona empieza a convertirse en una especie de droga. Supongo que será porque ellas conocen más mi anatomía, tan similar a la suya. Saben lo que quieren y a «eso» es a lo que se dedican preferentemente.
Me han «comido» muchas veces ahí abajo; sin embargo, en el caso del hombre, no me importa demasiado si se olvida del clítoris. Con las mujeres jamás se lo tengo que pedir. Lo buscan por pura intuición y de esta manera nuestra relación tiene un desenlace fabuloso.
Respecto a eso de «comerme» las partes bajas de un hombre, les diré que me desagradaba bastante. Meterme algo tan grande en la boca, especialmente si te colocan contra la garganta, me resulta muy poco divertido. Prefiero «comerme» lo de una mujer. Me excita su aroma, su sabor y, lo mejor de todo, tener la certeza de que se me ha permitido el honor de hacerlo. Mi pareja está esperando que yo le proporcione un gran placer.
Recuerdo el primer hombre que conocí en la cama. Yo sólo tenía 18 años. Entonces me pareció que su polla era gigantesca. Bueno, con el paso del tiempo, me he dado cuenta de que una no debe fiarse de las primeras impresiones. Conviene tener muy en cuenta esa frase tan sabia que dice: «la experiencia es la madre de la ciencia».
Me parece que mi primer fracaso con los hombre se lo debo al hecho de que mi primera experiencia no me ofreció ningún placer. Quedé con un dolor en la entrada, muy fuerte, y con la idea de tener que caminar durante varios días como si llevara «algo» metido ahí dentro.
Lo cierto es que desde entonces me he negado a follar con un hombre peludo. Para comprobar si mis demás amantes masculinos lo eran, he debido recurrir a varias artimañas, permitiendo que me sobasen como contrapartida. A mí lo que me calienta de verdad es cuando les acaricio y, poco a poco, voy descubriendo que su piel está libre de una pelambrera dura y agresiva. Sólo tolero el vello púbico.
Lo que me deleita más, mi sueño dorado, es que tampoco tenga pelos en el escroto. Por eso fue tanta mi felicidad al conseguir que Esteban me dejara afeitarle. Así le pude sentir entero en mi boca, suave y tibio...
Lo mejor vino cuando pude comenzar a utilizar el jabón y la brocha sobre la pelambrera de los genitales; porque, además, empleé la uña del dedo índice de la mano derecha de una forma especial: rascando el orificio anal, hasta conseguir que éste se abriera y la polla se pusiera en erección, se disparara. Y él se olvidó totalmente de la «humillación» a la que estaba sometido.
Al terminar el afeitado, le hice una mamada prodigiosa. La respuesta de él, al dejar de ser lavado el escroto rasurado, fue la de coger su verga y, en la misma postura que ocupaba sobre el lateral de la bañera, me la enfiló en mi chumino. Su capullo fue recibido con unos «clarines» de líquidos, y ya no me anduve con remilgos.
Allí disponía de una carnecita excepcional, y se dispuso a devorarme hasta el último pellejo. ¡Mira que se puso burro!
Cuando más emocionada me sentía, con su rabo entre los labios de mi chichi, se me salió con todo el morro. Se subió los pantalones y abandonó el lavabo. Me quedé dando boqueadas, igualita que una trucha al ser descolgada de la caña que acababa de pescarla.
—¡Por tu madre, Esteban...No me dejes así que me muero a chorros...!
Ignoro lo que me contestó. Tan cabreada me quedé, que hasta me puse las bragas. Pero el chichi me picaba un montón. Así que me senté donde pude y me entregué a hacerme una paja... ¡Frente a mí, él comenzó a hacer lo mismo! Vaya chorrada... Con lo bien que estaríamos los dos follando hasta eliminar todos nuestros escozores!
—¿Por qué perdemos el tiempo, así, tío? —le pregunté, disgustadísima.
—Eres una chorba que te haces rogar más que una princesa. Sé que te has «tirao» a todas nuestras amigas... ¡Me jode que yo te haya gustado por el hecho de dejarme afeitar los cojones y las ingles!
Siguió cabreándome. Por eso le hice sufrir un poco. Me lancé a frotar la cabeza de su polla con mis tetas, sin querer escuchar sus quejas. Al rato, advertí que la cosa le gustaba, pues me estaba acompañando él moviendo el culo y las piernas de idéntica manera que si me estuviera follando.
Entonces me deslicé sobre la tapicería del sofá, busqué una cómoda postura y me quedé mirando aquella lanza tan libre de pelos. ¡Qué maravilla!
Volví a recorrer el capullo, la preciosa bellota que parecía un diamante, y la totalidad de su picha... ¡Cómo se agitaba de lo rabiosa o encabritada que se hallaba! De verdad, actuaba como un ser vivo, inteligente y que se negaba a obedecer los deseos del mismo Esteban: prefería conformarse con lo que yo le daba. ¡Vaya forma de congestionarme!
—¡Como sigas sin querermela mamar... te meo! ¡Te lo estás mereciendo, putona!
—¿Por qué no? ¡Estoy segura de que en lugar de orín te saldría toda la cantidad de esperma que engordan tus cojones! ¡Adelante, hazlo ahora mismo! ¡En el caso de que me ducharas de meados, puede asegurarte que me lo pasaría bomba...!
Me cachondeé de lo lindo, sin dejar de lamer la cabeza de su nabo. Estaba tensa, dura y muy sabrosa. El ojo de la uretra, o el meadero, se abría poco a poco y las venas iban a reventar de un momento a otro... ¡Mientras, mi martirio proseguía, ya que él se lo merecía! Como es fácil de entender, mi chochete no cesaba de dar boqueadas de satisfacción: ¡era una gozada!
—¡Yo te mato, putona... Voy a entrar en tu boca aunque tenga que romperte los labios...! —gritó Esteban.
Había llegado a tal grado de excitación, que ya no supo lo que hacía: sus manos se multiplicaron por mi cuerpo, acariciando mis tetas; y, al final, cuando introdujo sus dedos entre mis rizos púbicos, tocó la humedad de mi coño. Lo hizo igual que un ciego lo palpa todo con su bastón.
Me tocó cada milímetro de la hendidura, hasta que encontró el clítoris ferozmente erecto; empezó a acariciarlo con los dedos pulgar e índice.
Entonces fue cuando, con un gemido de placer, entraron en mi humanidad sus casi treinta centímetros de picha. ¡Qué lejos se hallaba de mí el miedo a los hombres!
Mis brazos se alzaron hasta su cuello, y mis manos acariciaron su espalda y su cuerpo. Esteban lamió esos dos bombocitos que eran mis pezones. De mi garganta salieron tales gemidos, unidos a mi lujuria, por su humanidad le hicieron sentirse especialmente satisfecho de haberme encontrado.
Obtuve el orgasmo mucho antes que él. Le noté a la perfección. Pero continué dando golpes de riñones, hasta que la excitación volvió a apoderarse de mí... Llegamos al final juntos; y, dominada por el placer, le clavé las uñas en la espalda y le mordí en el cuello.
Cuando sacó su polla de mi coño, lo sintió completamente encharcado. Se levantó; y yo, cogiéndola con mis dos manos, me arrodillé frente a él, y me la introduje en la boca, todo lo que pude tragarme. Y la envolví con mi lengua, dándola mordiscos con mis encías a cada palpitación de su capullo.
Convertí aquello en un gran momento de placer, porque a él le costó bastante eyacular debido a mis anteriores «judiadas...» ¿Os habéis dado cuenta, para qué me sirven los hombres?
Anabel - Pamplona
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