Mi mujer se entrega a otros hombres
Ante todo tengo que deciros que aunque nos acerquemos a los cincuenta años somos jóvenes de aspecto y de carácter y tratamos de apartarnos de los senderos trillados, deseos de disfrutar del tiempo que se nos escapa.
La permisividad que reina en nuestra sociedad nos ha permitido cambiar bastante en lo sexual. Cuando nos casamos, las cosas eran muy distintas. «Hacíamos el amor» de la forma tradicional. No tenemos hijos, lo que no nos provoca ningún tipo de trauma. Ni siquiera hemos pensado en comprobar la causa. En alguna ocasión pensamos en adoptar a un niño, pero no dimos los pasos legales al respecto.
La evolución del país nos ha beneficiado muchísimo, como a infinidad de matrimonios. Vemos películas «X» en Internet, leemos libros de sexología y nos gusta entrar en milRelatoseroticos.com. Gracias a esto hemos aprendido cosas muy interesantes. Somos diferentes. Quizá también para querer más.
Hace algunos años, después de muchos de matrimonio bastante bien avenido, descubrí que Mónica alimentaba mis mismos deseos de intentar el intercambio de parejas.
Supongo que esta inclinación apareció en nosotros al mismo ritmo de la sociedad. Recordad los clubes de intercambio que surgieron en Barcelona alrededor del 00. Mi mujer y yo estábamos deseando cambiar, alegrar nuestras vidas, y nos lanzamos a buscar nuevos alicientes.
Tropezamos con múltiples chascos, pero también aparecieron los éxitos y las pequeñas conquistas que fueron poniéndonos en órbita sobre la evolución moral que se estaba produciendo. Ya lo hacíamos todo en la cama. ¿Cómo podíamos mejorar nuestras relaciones sexuales?
En aquéllas épocas yo tenía un gran amigo extranjero, Gerard, al que siempre invitaba a vivir en casa cuando, por negocios, venía a España. Gerard encontraba encantadora a Mónica, y a ella también le gustaba mucho él. Empecé a darme cuenta de que las temporadas en las que mi amigo estaba con nosotros, mi esposa se arreglaba con mucho más esmero: usaba ropas excesivamente provocativas, se ponía tacones altos, faldas muy cortas, camisas escotadas y procuraba cruzar las piernas en una posición muy alta. También acostumbraba a inclinarse fácilmente para exhibir parte de sus bonitas tetas.
No tuve que realizar un gran esfuerzo mental para deducir que ella se lo dedicaba a nuestro huésped, como un homenaje que iba más allá de la simple amistad. Lo que no pude suponer es que los dos iban a llegar muy lejos en su intimidad.
Una noche en la que Gerard estaba con nosotros, nos quedamos los tres a ver la televisión. Yo tenía unas décimas de fiebre, y decidí acostarme sin que hubiese finalizado la película que ponían.
Los dejé solos.
Al día siguiente me levanté el primero y me extrañé al encontrar en el respaldo de un sillón las bragas de Mónica. En seguida sospeché lo que había pasado, pero no les dije nada. Me limité a preparar un plan para sorprenderles.
No dejaba de encerrar un gran aliciente el hecho de saber lo que iba a encontrar. Jugué a ser más simpático y amable con ellos. Un poco como el cazador que ha localizado la madriguera en la que se esconden las dos mejores piezas. Todo consistía en dejarles que se confiaran, aunque ello me hiciera pasar por un gilipollas. Ya tendría la ocasión de resarcirme de todo aquello.
La noche siguiente, pretextando un fuerte dolor de cabeza, me fui a acostar el primero, o al menos hice el simulacro de que esas eran mis intenciones. Veinte minutos más tarde, volví con pasos sigilosos y me puse a espiarles a través de la puerta entreabierta.
Habían puesto un disco de música suave y bailaban dulcemente enlazados. Gerard aprovechaba para levantar, poco a poco, la falda de Mónica. Terminó acariciándola los muslos por encima de las medias. Luego, siguió con las nalgas, que ante mi sorpresa, ya estaban al aire.
Pero ella no le rechazó, sino que, al contrario, le atrajo hasta el sofá, se sentó y le obligó a realizar la misma operación, empalándola. Se había colocado la falda en torno a la cintura.
Yo me sentí excitado y fascinado por la visión de aquella verga rígida, que iba y venía dentro de ella... ¿Por qué saqué yo también la mía? ¿Qué me obligó a masturbarme locamente? Este fue el punto de partida de toda la sicología del asunto, pues la oía gemir y abrazarse; mientras, yo gozaba, a la vez, como si estuviera formando un solo cuerpo con ellos. Cuando se incorporó Mónica con los labios del coño blancos de esperma, tuve la impresión de que ese líquido me perteneciese. Igual que si la polla de Gerard, que acababa de eyacular, fuese realmente la mía propia.
No se conformaron con aquella conquista. Continuaron besándose y retozando sobre el sofá. Por momentos se olvidaron de que «podían despertarme». Sus voces se elevaron impetuosamente. Sin embargo, sólo lo hicieron durante un poco tiempo.
Preferían el silencio, dejando que sus genitales dirigieran el goce de los cuerpos. Me puse malo de ver lo «cabronazos» que podían ser con sus ocurrencias sexuales. Y cuando finalizaron yo me había hecho dos pajas.
De vuelta en el lecho, sin hacer ruido, fingí dormir en el momento que Mónica vino a acostarse. Por nada del mundo quise perturbar su placer sexual, pues acababa de descubrir en mí unas amplias perspectivas que casaban perfectamente con sus deseos de cambio de pareja y con mis más secretas fantasías.
Yo no soy un «mirón», ni siquiera un ser pasivo. Lo que quería era disponer de las nuevas facilidades que me ofrecía la situación. Dado que desconozco los celos, considero el acto como una revalorización de mi esposa. Viendo lo mucho que gustaba a los «otros», yo encontraría nuevos impulsos para follarla. Al ser mía, la cosa iría por el sendero de comprobar que yo era el que «remataba la faena».
Unos días después, a propósito de un film erótico en el que un marido prefería ver a su mujer follando con otro, planteé directamente la cuestión. Y le pregunté si sería capaz de hacerlo con Gerard delante de mí... Su primera reacción fue la de sentirse molesta; luego, enrojeció y, al final, me contestó que ya se había dejado follar por Gerard y me pedía perdón.
Al momento la consolé y la expliqué que aquello se practicaba cada vez más en todos los medios, por lo que yo no tenía nada en contra. Siempre que los compañeros fueran del gusto de los dos. Entonces, de común acuerdo, decidimos intentar algunas experiencias.
Nos pasamos varias horas hablando del tema y haciendo una lista de los posibles candidatos. Esto llegó a ponernos tan cachondos, que echamos un polvo de antología. Antes yo «había abierto la boca» comiéndome su coño a dos carrillos, y picoteando con la lengua hasta dejarlo encharcadito de humores.
Paso por alto los detalles de los primeros intentos, que fueron más o menos convincentes. Pero obtuvimos la conclusión de que siempre estábamos de acuerdo en cuanto a la elección del compañero y a la modalidad de follada que queríamos realizar con el «tercero».
Llevábamos mucho tiempo juntos, y los gustos de uno se confundían con los del otro. Y si la cosa funcionaba, lo que sólo ocurrió una vez, siempre nos quedaba el recurso de follar solos. En el juego intervenía más la imaginación que el propio físico del «otro».
Espero que me comprendáis. Los preparativos, el acecho y el convencimiento ya nos pone a tope.
Para establecer el primer contacto, mi mujer sirve de cebo excitando a algún hombre con una pequeña exhibición bien calculada. Por ejemplo, vamos a unos pubs, donde las mesas están unas en frente de las otras. Y si hay un tipo interesante frente a ella, Mónica separa mucho las piernas después de haberse quitado las bragas en los lavabos. A la vista de la intimidad desnuda, no es raro que el hombre empiece a masturbarse o que trate de conocernos.
—Me llamo Ramón. La señora tiene unas piernas preciosas, si me permiten ustedes la osadía —nos saludó un rubio elegante—. Dispongo de un whisky excelente en mi casa. ¿Aceptan mi invitación?
¿Cómo íbamos a decirle que no? En su domicilio, Ramón hizo algo más que servirnos la bebida. Demostró que poseía un «calzador» digno del coño que le había mareado. Y con sus briosos envites a mí me animó a realizar algo que llevaba bastante tiempo sin probar: dar por el culo a Mónica. Lo hice aprovechando que el «otro» le estaba entrando por delante.
También montamos la caza del «tercero» en ciertos cines repletos de ligones. Mi mujercita se frotaba un poco al hombre de su lado, y raro era el que no dejaba enseguida deslizar su mano bajo la falda. Le permitíamos que se desahogara y, a la salida, le hablábamos para decidir si nos merecía la pena o no.
Estos sujetos acostumbraban a ser más bastos que los anteriores. Resultan los del polvo de «aquí te pillo y aquí te mato». Nos costaba un poco convencerlos de que debían actuar con más tranquilidad, porque nadie iba a llevar un cronómetro en la mano, ni se les echaría fuera en el momento más interesante.
Por lo general no utilizamos nuestra casa y buscamos a los «otros» en lugares muy alejados de la zona residencial en la que vivimos. Es una medida elemental de prudencia. No queremos repetir con nadie, y nos disgustaría que nuestras amistades se enteraran de lo que venimos haciendo.
Durante el verano, paseamos por los campos un poco apartados y nos sentamos en las veredas, donde pasan los «buscones». Mi esposa separa bien las piernas desnudas ante la mirada del hombre que previamente hemos elegido. Cuando se acerca nos metemos por el bosque seguros de que nos va a seguir. En seguida hablamos con él y, si nos gusta, llegamos a un acuerdo. Luego, en su casa o en un hotel —lo pagamos nosotros o a «escote»— suele ocurrir siempre lo mismo. Yo veo cómo el hombre de turno acaricia y penetra a Mónica; mientras, me masturbo o a veces tomo parte en la función...
Aquel extraño procedió a desnudar lentamente a mi esposa, fijando sus ojos en cada una de las partes del cuerpo que quedaban al descubierto. Acarició las tetas con cuidado, pasando sus dedos por los pezones, que ya se estaban poniendo duros como la piedra. Admiró los muslos, abarcó con ambas manos el opulento trasero apretándolo con fuerza y, finalmente, hundió su curtido rostro entre las piernas, lamiendo el coño con toda la experiencia de un hombre maduro.
Mónica se corrió en menos de cinco minutos, y le rogó que le sacara la polla. Estaba loca de curiosidad por vérsela. Y no fue defraudada cuando, ya en pelota viva, la varita mágica —más gorda y larga que la mía— se aproximó hasta la boca de mi mujer; y ésta empezó a chuparla. Era un miembro deliciosamente macizo, incluso sabroso, con inequívoco perfume de colonia varonil. Los huevos me parecieron grandes y oscuros, y colgaban pesadamente.
Se los chupó cuidadosamente, alternando desde la punta de la verga al mismísimo borde del ano. No llegó a corrrerse pese a que notaba cómo el capullo empezaba a rezumar lechecita caliente. Separó la tranca de su boca, y él la hizo espatarrarse, en una mezcla de dulzura y violencia. Después, apuntó certeramente y se la introdujo con limpieza y profundidad, en un acople perfecto.
Su carne era fuerte y vibraba mucho más que la mía, que me estaba haciendo un pajote tremendo. Aquella picha taladraba a mi esposa insistentemente, produciéndole una sucesión de orgasmos indescriptibles. Por eso ella le arañó la espalda, le mordió los labios en un beso casi animal y gritó que se corriera, que mezclara el semen con sus jugos vaginales.
El extraño pegó un respingo y desbordó su leche en las entrañas femeninas. Después de un breve descanso, él se la folló por el culo. Decididamente, aquel tipo era un hombre que nos convenía en todos los sentidos y con el que podíamos seguir toda la tarde.
Horas más tarde, los dos montaron algo bestial. Nunca he visto chupar un carajo con tanta furia como Mónica lo hizo, ni el desgarro de su ano con tanta brutalidad. Durante mucho rato sus tetas quedaron engarfiadas en las manos de aquel tipo, Daniel, y sólo las soltó cuando decidió introducir los dedos de la mano izquierda en el coño y los de la derecha en el culo.
Se comió todo el cuerpo femenino, dejándole marcas en cada centímetro de la piel y transportándole a un paraíso sexual desconocido. Pero, con todo aquello, sólo cuando él clavó su poderosa polla en el húmedo chumino y le regó todo el cuerpo con su abundante semen, decidimos que no le podíamos dejar escapar, que debía estar siempre a nuestro lado, follándola constantemente. Pero, ¿y qué pintaría yo en todo ésto?
Cuando entramos en nuestro domicilio, yo me coloqué detrás de un biombo que divide el aposento. Mientras, Daniel y Mónica se desnudaban. Pronto empezaron a besarse en la boca y a refregarse violentamente los sexos. Y él le acarició las tetas con esa monumental habilidad que a ella le hacía retorcerse de gusto. Hasta que agarró la polla y se arrodilló para sobarla en toda su dimensión.
Construyeron unos minutos excitantes, durante los cuales ella permaneció atenta a los gruñidos de placer de Daniel y a mis jadeos masturbatorios desde detrás del biombo.
Les debieron doler las mandíbulas de tanto chupar cuando el maravilloso amante la cogió por las axilas, la levantó del suelo y la arrojó sobre la cama, brutalmente.
—¡Fóllatela ya! —grité yo, desde mi rincón.
Daniel tenía los ojos enrojecidos. Aquella situación le excitaba tanto como a nosotros. Su empinado carajo estaba a punto para la gran perforación. Mojó sus dedos con saliva y le untó a ella el orificio que, por supuesto, ya estaba suficientemente mojado y lubricado.
Fue aproximando su nervioso bastón y lo hundió poco a poco, hasta que todo el chocho quedó ocupado. Mónica lanzó un aullido... Bueno, en realidad fueron tres aullidos: el suyo, el de Daniel y el mío. Aquella gruesa serpiente se movió ávidamente en las calientes trompas femeninas, obligándola a desfallecer de gusto.
Sus orgasmos se aceleraron y, cuando advirtió que él se removía ante la inminencia de su eyaculación, contrajo todos los músculos vaginales para no desperdiciar ni una gota de leche... Poco después, mientras los dos permanecían exhaustos, abrazados y llenos de semen, yo salí de detrás del biombo, vestido y a punto de retirarme.
La besé a ella en la frente, apreté el hombro de Daniel y susurré:
—Gracias a los dos... Hasta luego, Mónica... Te esperamos el sábado que viene, amigo mío. Pero no lo haremos en este hotel, sino en tu casa...
Esta es la situación que os deseaba contar a todos los lectores y lectoras de milRelatos. Aunque a alguien le pueda parecer extraño, soy feliz con esta relación que hemos formado los tres.
JAIME - BARCELONA
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