Amante de la piel suave
Soy un hombre al que las mujeres llaman maduro. Y digo esto no por experiencia sino por edad. Es que cuando pasamos los treinta y cinco años las mujeres comienzan a vernos como señores respetables, de costumbres austeras y modales serenos.
No se dan cuenta de que todavía en nosotros la vida sigue latiendo con la misma fuerza de los años jóvenes, acompañada, eso sí, por una gran experiencia.
Quizá creen que el transcurso del tiempo va mellando nuestra capacidad y no podemos responder a los requerimientos del amor y del sexo con la fogosidad e intensidad que ellas requieren. Se extrañan de encontrar en nosotros la virilidad de un mozalbete y no dejan de hacértelo notar como si se tratara de un elogio.
Es exactamente lo mismo que cuando nos tropezamos con una mujer ya formada, y quedamos sorprendidos de que todavía acudan a sus mejillas los colores, como si se tratara de una adolescente.
Y no es que yo presuma de ser un don Juan; por el contrario, me considero un hombre de muy mediana experiencia, al que todavía le falta mucho camino por andar. Y creo que es por esta causa, la experiencia, por lo que muchas veces no me atrevo a comenzar una relación, ya sea amorosa o sexual con mujeres que hagan gala de un largo patrimonio de aventuras. Casi me siento un juguete en sus manos, y esto termina por llevarme a sentir como si estuviera haciendo el ridículo.
Es que mis fantasías están siempre unidas a mis recuerdos. Y esto consigue que, una y otra vez, retorne a la existencia de las primeras aventuras. He disfrutado de varios amores; aunque, en realidad, sólo estuve enamorado de una muchacha por la que sentí una gran pasión. Creo que aquel hecho ha resultado decisivo en mis posteriores experiencias. Se halla profundamente incorporado a mi memoria y a mis relaciones sexuales.
Por lo que intento, siempre que puedo, de repetir o tratar de imitar las mismas circunstancias. Fue una temporada plena de felicidad. Conocí las más variadas y hermosas experiencias.
Era mi época de estudiante, y me tocó trasladarme a Zaragoza para cumplir con mi obligación militar. Varios de mis compañeros vivían en aquella hermosa tierra. Cuando salíamos con permiso algunos fines de semana me invitaban a sus casa, pues no tenía dónde ir.
Yo aceptaba complacido sus invitaciones, y confieso que lo pasábamos bastante bien, sobre todo después de las duras jornadas de cuartel. Me gustaba sobre todo ir con preferencia a la casa de uno de ellos, debido a que tiene varias hermanas, todas menores que él. De muy buen carácter y, por cierto, muy majas; o, para ser más precisos, muy mañas, ya que representaban con holgura la belleza de las mujeres de esa región.
Una chavala de dieciocho años destacaba por su simpatía y amabilidad. De larga caballera y atractivo físico, solía mirarme y sonreírse con expresión de ingenuidad y picardía. Esto provocaba en mí un escozor, y una turbación que no alcanzaba a definir. Ella lo advertía y me sonreía con cierta malicia inocente. Hasta me parecía observar que cada vez que esto me ocurría, sus tetas latían con desusado apresuramiento y sus mejillas se coloreaban.
No comprendía porqué ella me atraía de esa manera, hasta que descubrí que lo que deseaba era follar. Pensé que sería bueno dárselo a entender; pero, el miedo a perder su amistad y la de su familia, reprimía mis instintos. Me preguntaba constantemente cómo reaccionaría si tratara de besarla o acariciarla. Mi imaginación me llevaba a delirios de increíble excitabilidad cuando pensaba en sus tetas redondas y sabrosas como frutos maduros y en la inquietante línea de sus muslos.
Hasta que un día no pude aguantar más y, aprovechando la circunstancia de que nos dejaron momentáneamente solos, me acerqué a ella, la tomé en mis brazos y comencé a besarla. Llevada por la sorpresa o quizá por el temor de ser sorprendidos, trató de rechazarme con nerviosos movimientos.
Consiguió tan sólo aumentar mi excitación y vencer su timidez. Conseguí que sus labios se entregaron a los míos; mientras, mis manos recorrían su cuerpo en una larga caricia que fue a detenerse en sus tetas palpitantes y estremecidas, no sé si de placer o de temor.
La posibilidad de ser sorprendidos nos hizo apartarnos rápidamente; mientras, los colores incendiaban su rostro caliente y tembloroso. La llegada de su hermana puso fin a nuestro primer contacto.
Quedamos silenciosos y cabizbajos durante largo rato, con una mezcla de arrepentimiento y erótica complicidad. Comencé a buscar deliberadamente, con obsesiva frecuencia, los momentos de apresurada intimidad.
Una tarde, aprovechando la ausencia de su familia, lo que nos daría algo más de tiempo, traté de vencer su timidez a incitarla a que me acompañase en las caricias. Apretándome con fuerza contra su cuerpo, hice que notara mi polla tiesa sobre sus nalgas. Sentí como un estremecimiento la atravesaba la espina dorsal, provocando en mí una increíble excitación.
A la vez que besaba y mordía los lóbulos de sus orejas, haciendo que sus contracciones de placer aumentaron, retuve su mano dirigiéndola a mis bajos. Le hablé suavemente para inspirarla confianza. Mi verga erecta parecía querer hacer estallar la cremallera del pantalón.
Coloqué su mano sobre la misma con indecible ternura; mientras, iniciaba un movimiento rítmico que provocó mi erección. Tanta que casi no podía abarcarlo. Con mis manos temblando de nerviosa satisfacción, le alcé la falda para penetrar mis dedos en una caricia sobre sus muslos que me permitió alcanzar su clítoris.
Y me introduje en su coño con tanta fuerza, que gritó sin poder aguantarlo. Luego, abrió la cremallera del pantalón y cogió mi polla entre sus manos, que sudaban de tembloroso placer. La acercó a su chocho, y un chorro de semen cubrió sus muslos. Hice que se arrodillara, y tomara entre sus labios las últimas gotas de semen de mi falo todavía tieso en volcánica eyaculación...
Cuando llegaron sus hermanos todavía temblábamos de aquel placer maduro y caliente.
No sé cómo hicimos para sobreponernos y demostrar una aparente tranquilidad.
A partir de ese momento nos buscábamos con permanente frecuencia. No sé realmente cómo hacíamos para conseguir nuestra soledad de placer; pero el amor y el sexo lo pueden todo. Siempre encontrábamos el lugar y la oportunidad.
Su piel fresca de virgen desflorada latía en mis sienes aumentando mi placer. Sus tetas tiesas y sus carnes duras y ardientes contribuían a afiebrar mi imaginación. Cada vez nuestros momentos de felicidad resultaba más intensos. Caricia tras caricia. Orgasmos tras orgasmo. Cuando había creído terminar, todavía disponía de fuerzas en mi polla tiesa, dispuesta a seguir follando hasta quedar extenuados. Nuevas fuentes de placer encontrábamos en cada caricia. Su cuerpo joven y adolescente llegaba a impresionantes cumbres de excitación.
Con el fin de la «mili» terminó nuestra etapa de encuentros.
Debí retornar a mi tierra y de aquel amor sólo quedó el recuerdo. Un recuerdo que alimenta los mejores momentos de mi vida. Mi piel todavía siente el aroma y el calor de la suya, pues la besé suavemente, centímetro a centímetro.
Por eso cada vez que se cruza ante mi mirada alguna jovencita de ojos inquietos, pelo moreno y con la natural alegría, entre la timidez y la osadía propia de la ingenuidad de las adolescentes, mi cuerpo tiembla de excitación.
Es por esta razón que frecuento los bares y cafeterías propios. Todos aquellos lugares que se ven repletos de universitarias. En la mayoría de las ocasiones establezco contacto de una manera sencilla. Como suelen ser pandillas muy numerosas, con coger una mesa estratégica es suficiente para que acaben inundándola.
Una vez los tengo cerca intento ofrecerles de lo que carecen; por ejemplo, tabaco. Y así me hago amigo. También ofrezco mi casa para cuando organizan una fiesta. Fue en una ocasión en que me llevé a casa un grupito que no pasaba de los 20 años.
Sus faldas colegiales iban y venían por encima del sofá, con la que pude ver las formas y colores más diversos de sus bragas.
Mi corazón sufrió de palpitaciones. Aprovechando que la más tímida y la más buena no quería enseñármelas, me pidió un vaquero para poner debajo de sus faldas.
Fuimos a la habitación y, viendo que me negaba a salir, no se atrevió a echarme y metió los pies en los pantalones. Conforme fueron subiendo empecé a ver sus bien torneados muslos así como sus bragas. Antes de que se cerrara la cremallera, acerqué mis labios a los suyos. Mis manos la cogieron de los hombros.
Roja como una fresa, su cuerpo temblaba como una espiga al aire. Acaricié las tiernas tetas incipientes, coronadas por unos pezones duros y en punta. Su boca se entreabrió, sus ojos se cerraron y suspiró profundamente. La tumbé sobre la cama, bajé al mismo tiempo las bragas con los pantalones. Lo quebradizo de su cuerpo joven acabó por excitarme, hasta tal punto que, sin tener en cuenta la situación, mi polla atravesó sus estrechos labios vaginales. Su inexperta pero cálida boca aplastó contra mi pecho, mordiéndome las tetillas. Apreté contra el interior de su coño coincidiendo ambos en el orgasmo...
Cuando «la virgen» era una intensa ballesta, alzada sobre las rodillas y con la cabeza mirando hacia el techo, como si necesitara escapar de aquel tormento que le estaba destrozando de placer, yo me encogí en la cama, y con mi experta lengua proseguí el ataque en el interior de aquel coño apetitoso y caldoso. Sus muslos se cerraron sobre mi cabeza, apretando en el frenesí que anunciaba la arribada del orgasmo, y en un enorme suspiro se escapó de sus labios.
Y el clímax le obligó a retorcerse, a palmear en el aire, a voltear la cabeza, a poner los ojos en blanco, y a reír... luego, se quedó vencida, sudorosa, y con los codos apoyados en al zona más alta de la cama. Así la tomé yo, penetrándola por detrás, con mi inmensa polla, que perforó la carnosa barrera de los labios humedecidos, y onduló en la gruta de los placeres con un bálano capaz de perforar un diamante.
Una sonrisa reveló toda la lujuria que había en aquel hermoso cuerpo, que no tardó en ponerse en movimiento, cada vez más deprisa. Los dos nos unimos en el jadeo, en el hervor, y en la sonrisa de bocas abiertas, sin que nuestras manos dejaran de mostrarse inquietas: arrancando sensaciones en las tetas, en el cuello, en las caderas y por todas la suave piel, sirviéndome del leve pellizco, de la caricia y de la sabía presión.
De esta manera, llegamos al orgasmo casi al mismo tiempo. Lo considero uno de esos regalos que sólo se nos proporcionan a los hombres de mi edad luego de una labor de «asedio» paciente y aduladora.
MARIO - BARCELONA
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