Mis jóvenes mecánicos

He sido muy feliz en mi matrimonio. Mi marido siempre me ha brindado caprichos y comodidades. Tiene un taller metalúrgico cerca de Bilbao, y las cosas le funcionan bastante bien. Es uno de los pocos al que no escucho quejarse ni del gobierno ni de la situación económica.

En su taller trabajan algo más de treinta operarios, que están muy conformes con su patrón. Bueno, también con su patrona. Y digo esto porque, en alguna medida, yo he contribuido a que los obreros le estén agradecidos.

Todo empezó el día que se me descompuso la nevera. Llamé a mi marido al taller, y le pedí que me enviase uno de sus operarios para arreglarla. Al rato llegó un chaval, que no alcanzaría los veinte años de edad, para dar solución al problema.          '

Mientras trabajaba, comencé a observarlo y noté que tenía un bulto bastante pronunciado. Fuerte y musculoso, era un macho apetitoso y deseable. Comencé a llamarle la atención de manera evidente, para que se fijara en mí.

Desabroché mi blusa para escotarla y que se notaran mis tetas, grandes y jugosas. El chaval comenzó a ponerse nervioso, y no sabía si mirarme o no. Después de todo era la mujer del patrón, y cualquier mal entendido podía costarle el trabajo.

Me agaché varias veces, haciéndome la distraída, para que se notaran mis muslos fuertes y bien torneados. El chaval transpiraba. En otro momento pasé por detrás suyo e hice que mis tetas se apretaran sobre su espalda. El ritmo de su respiración aumentó.

Este juego fue provocando en mí una calenturienta excitación. Mis sienes latían endiabladamente y una llamarada de placer subía y bajaba por todo mi cuerpo. Cuando me di cuenta de que la atmósfera nos quemaba a los dos, me acerqué resueltamente y le ofrecí mis labios.

El chaval trémulo de placer comenzó a morderme y a besarme por todo el cuerpo. Mis manos nerviosas acariciaron su anatomía joven y recia... Su polla, hinchada y grande, parecía estallar en su pantalón. Me arrodillé, bajé nerviosamente su cremallera y tomándola con fuerza, la llevé a mi boca y dejé que me penetrase hasta la garganta. La succioné una y mil veces hasta que sentí un chorro de semen que me inundaba.

Luego, hice que me chupase durante largo rato los pezones; mientras, yo me masturbaba entre gritos de placer y locura.

Cuando se fue, noté que se encontraba bastante turbado por lo que le dediqué algunos cariñitos, y le regalé 50 €, «por haberme hecho tan feliz». Se fue de lo más contento.

Mi marido ni se imaginaba qué tipo de artefactos me arreglaban sus jóvenes mecánicos. Manteníamos largas sesiones amatorias, en las que el primer chaval se me descubrió como un amante de las mil maravillas. Eso sí, como si fuera un rito o una costumbre, antes de irse siempre me pedía la misma cantidad de dinero.

Yo le explicaba que mi marido no me daba mucho; pero a él le importaba tres puñetas. Quería su pasta y nada más. Y como a mí el chaval me hacía gozar más que una reina, pues comencé a sacar los billetes de los ahorros. Hubiese hecho cualquier cosa con tal de no dejar a tan sabroso macho.

Pero, a veces, perdemos las cosas que más queremos, no por culpa nuestra sino por las circunstancias. Y esas circunstancias en este caso fueron un cambio profesional. Cuando más entusiasmados estábamos el uno con el otro, el chaval se tuvo que ir y yo me quedé huérfana de cariño.

Pero todo tiene solución en esta vida. Disponía yo de un pequeño coche para ir y venir durante el día a mis compras. Estaba lista para salir del Hiper y, ¡zas! el coche que no arrancaba. Le llamé por teléfono a mi marido, para contarle el problema. Y él me dijo que no me preocupase que en seguida enviaría a un operario del taller, para que lo pusiera en condiciones.

Al poco tiempo llegó un joven de algo más de veinte años a revisar el coche. Alto, guapo y de compostura atlética. Me pareció de mejor porte que mi ausente chaval. Le observé discretamente el paquete, y noté que era de proporciones increíbles.

Le conté con aire de mimosa preocupación lo ocurrido, y me contestó con cierto aire de pícara complicidad que todo tendría solución. Terminó de arreglar el coche y me pidió que subiéramos a él para dar unas vueltas y comprobar si el fallo había sido solucionado.

A los pocos minutos de marcha, entró en un desvío del camino y aparcó. Me sentí extrañada por su comportamiento; pero se abalanzó sobre mí como una tromba. Y comenzó a besarme y a tocarme por todo el cuerpo. Casi sin darme tiempo a reponerme de la impresión, levantó mi falda, arrancó mis bragas y, como una fiera salvaje, se echó sobre mí y me penetró con una bestialidad que me hizo soltar unos gritos de dolor.

Su polla enorme y gruesa entró y salió de mi coño como una espada caliente, haciéndome gemir de placer y sufrimiento. Sus manos apretaron mis tetas como si fueran a destrozarlas. Recio, salvaje, este macho se apoderó de mí como si yo fuera su esclava. Y en eso me convirtió a partir de entonces: su esclava. Me poseyó cuando y cuantas veces quiso.

Muchas veces me azotó para hacerme sentir aún más su posesión. Y, además, me pidió que le comprara cosas y le diese dinero para salir de juerga con sus amigos. Yo acepté. Consentí todo y aún más. Este hombre me transformó en una verdadera hembra. Sufrir y gozar resultó con él mi mayor delirio. Un nuevo placer se incorporó a mi mundo sexual...

Una de sus diversiones mayores consistía en vestirme de doncella. Hizo que me comprase una cofia y un delantal, para llevarlo puesto cuando estaba con él. Lo singular es que debía ponerme estas prendas luego de quedarme totalmente desnuda.

Por lo general, nos veíamos en un Hotel discreto, donde a él le conocían —creo que su tío era el encargado—.

Nada más que entrábamos en la habitación, ya me exigía que me convirtiese en su «doncella para todo». Vestida de esta guisa, tenía que arrodillarme para irle desnudando a él en un lento proceso. Siempre igual y sin cometer ni una sola equivocación, pues no me lo perdonaría.

Le quitaba el zapato izquierdo con una mano; mientras, con la otra le acariciaba la pierna por encima del calcetín. Y cuando sacaba esta prenda, se me obligaba a que le fuera besando los dedos de los pies. Pero metiéndomelos en la boca de la misma forma que si fueran caramelos.

—Cuidado con mojarmelos con tu saliva, zorra —me advertía mi dueño—. ¡Ya sabes lo que te espera si no obedeces mis órdenes!

En el caso de que se me escapara una gota de saliva, el muchacho montaba en cólera, me cogía por los pelos, tiraba de mí hasta ponerme de pie y, al instante, me dejaba caer sobre sus rodillas y me propinaba unos azotes terribles en las nalgas. Un castigo que me ponía en órbita para someterme a los siguientes procesos sexuales.

- ¡SI tanto te gusta, ya puedes hincarme le diente! ¡Estoy aquí disponible para que te des un buen banquete, Susana! ¡Ahora sí que nos podremos compenetrar a la perfección: sin más rodeos y yendo directos al asunto!

Con su autorización, aquella tarde me coloqué en la mejor postura sobre la cama, empujé suavemente a mi joven dueño y le dejé en la posición que a mí más me convenía. Después, me dediqué a mamarle la polla con una dedicación absoluta, como si allí no existiera otro objetivo mejor para mí.

Me metí la cabezota entre los labios, mientras le presionaba con los míos, le lengüeteaba y le aplicaba unas intensas succiones. Dejé que la punta del capullo me golpease en el paladar, muy cerca de la campanilla y tragué grandes cantidades de saliva, que sabían a picha de mecánico bien saneada y entrenada...

Acto seguido, hice que mi mano derecha recorriese toda la longitud del tallo, a la manera de una solista de flauta. Sabiendo en qué zona obtendría la nota más alta y cuál me serviría para que él se pusiera a jadear. Y el mejor golpe lo apliqué sobre los cojones, macerándolos con mis cinco dedos y buscando las raíces del escroto. Donde aquel macho ocultaba la esencia de su excitación más alta.

Al mismo tiempo, yo sentía unos grandes picores en el clítoris, advertía la hinchazón que habían adquirido mis labios vaginales y no cesaba de frotar mis muslos contra la áspera superficie sobre la que montaban. Todo un proceso de mamada vivida con la mayor intensidad.

—¡Tu marido es el mayor gilipollas del mundo...! ¿Cómo es posible que teniendo una artista como tú... se haya emperrado de tal manera en ganar dinero olvidándose de lo sexual...?

Como si la pregunta- exclamación le sirviera de catapulta, el muchacho dio un salto en la cama, blandiendo la polla en posición de ataque y se encajó en el centro de mis muslos. Entró sin «manos» y a la primera, gracias a la impresionante abertura que le ofrecía mi coño.

—¡Toda para ti, zorra! Te la has ganado... ¡Y cómo! ¡Nunca me habían regalado con una «felación» como ésta, propia de una mujer que ama las pichas y no se anda con remilgos a la hora de satisfacer su placer!

Mientras, con las dos manos apoyadas en la almohada, muy cerca de mis hombros, me propinó varios empujones muy certeros. Fueron las acciones de un follador de primera, cuyos impulsos poderosos me dejaron boqueando; luego, despacio, él se fue dejando caer hacia un lado.

Pero su desplazamiento, desde la posición de cabalgada, no supuso ninguna pérdida en relación con el ajuste y la calidad de su penetración. Porque era un jinete muy bien dotado y estaba entrando en mi chumino, abundantemente lubricado, y que se estrechaba y ensanchaba con una facilidad prodigiosa. Parecía como si hubiéramos nacido los dos para construir aquel momento sublime, en el que nuestras voluntades y nuestras pasiones se hallaban concentradas en proporcionarnos lo mejor. A la vez, un calor envolvente me iba conduciendo a mí hasta el orgasmo. Y no oculté mis emociones:

—¡Se había hecho una especie de atranco ahí debajo... Pero tú me estás liberando de él... Madrecita mía, qué felicidad más grande... Mmmmmm... Ya me sale del todo! ¡Eres fantástico, macho mío... Esto sí que es colaborar a plenitud con la mujer de tu patrón...!

Mis frases de elogio no aceleraron las acciones de folladas, a pesar de que él se sintió muy halagado. Era consciente de lo que estaba haciendo: prefería brindarme el placer para, después, ir en busca del suyo.

Todo lo anterior lo asumí yo a través de unas penetraciones, que me permitieron conquistar unos orgasmos inolvidables. Y ni siquiera pensé en apresurar la eyaculación de mi joven dueño. Los dos llegamos a ese momento supremo en el que la follada adquiere su propio ritmo.

No hacía falta que añadiésemos esfuerzos extras, ni piruetas innecesarias. Se diría que eran nuestros propios genitales los que actuaban por sí mismos, como si poseyeran voluntad propia. Por medio de unas sensaciones de placer, transmitimos las acciones más adecuadas, esas que originaron que él me soltara toda su leche, a chorros, y teniéndome yo que asegurar de que no se me caería la cofia. Porque tal error me suponía una nueva tanda de azotes en las nalgas. Difícil empresa, debido a que el riego de su esperma me volvía tan loquita que me resultaba imposible controlar las sacudidas de mi cabeza y de todo mi cuerpo...

Susana - Bilbao

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