No quiero herir su orgullo
Mi vida está llena de silencios. Interrumpidos por accesos de ira, explosivos e hirientes, que no dejan la menor huella en mi marido. A este hombre, que al principio me pareció bueno y genial, le veo ahora como el eterno adolescente cargado de sueños imposibles. Me enamoré de él a los 20 años. Alberto era músico, un intelectual perdido siempre en sus composiciones. Me fascinaba, sabía aislarse en medio de la gente, y me resultaba inalcanzable.
Con su aire de artista atormentado poseía ese atractivo que inspira la ternura en las mujeres. Todas se volvían locas por él. Pero Alberto me prefirió a mí, y me mandaba flores y canciones. El primer verano de nuestro amor, recorrió mil kilómetros en una sola noche, para llegar al pueblecito donde yo veraneaba con mis padres y pedirme que nos casáramos.
La noche de bodas resultó algo sublime, digno de ser inmortalizado en un libro. Fue algo así —perdonad que lo haya resumido para vosotros:
Casi de una forma intuitiva, me abracé a él, porque necesitaba sentir con más fuerza todas sus caricias. Al cabo de un rato, Alberto me dejó mejor colocada la cama. Se inclinó sobre mí, buscándome la boca. Sus labios y su lengua se hallaban repletos de mis jugos, y los desparramó por mi garganta.
—No tengo miedo ante nada de lo que me puedas hacer —le anuncié, confortablemente arrullada por su forma de concebir el sexo—. Acabas de estar en mi coño por vez primera... ¡Y no te he rechazado! ¡Todo lo que a ti te gusta, a mí también me tiene que gustar!
Para demostrárselo me di la vuelta, cogí su polla entre mis labios —ya se la había mamado tres veces, en un cine y en el portal de casa— y comencé a trabajarla. Estaba tan tiesa como una columna maestra, lo que sirvió para aumentar mis deseos de devolverle el trato tan especial que acababa de ofrecerme.
Cogí con una mano la zona interior del vástago y, sirviéndome de la otra para cosquillear en sus cojones, me entregué a lamer, pausadamente, todo el glande. Se lo llené de saliva, lo lengüeteé, le propiné unos besos apretados, y hasta lo mordisqueé levemente.
Después, cada vez más enardecida al comprobar que la verga se estaba balanceando, de la misma forma que el escultor al ver finalizada su obra, recorrí toda la longitud de la polla, aplicando las mismas caricias que ya había volcado sobre el capullo.
Y la hermosa estaca adquirió una vida prodigiosa. No sólo creció sino que tembló, como si estuviera emanando una mayor cantidad de aromas; al mismo tiempo, en la zona superior, la boca de Alberto convirtió en voces su excitación. Para dibujar a la perfección el cuadro de sus calorías:
—¡No existe mejor prueba de amor... que ésta, mi bien! ¡Entre tú y yo se han acabado las barreras... Sólo importan los deseos, las ilusiones y todo lo que nos apetezca...! ¡Cómo te amo...!
Momentos después, mi cálido aliento cayó encima de la picha, que dio un salto, a la vez que retrocedía espasmódicamente. Lo cierto es que yo deseaba que me sintiera «picarona». Creo que por eso él apoyó su mano derecha en mi vientre y presionó mi ombligo. La cabeza de la verga se sacudió levemente en el dorso de mi mano, descansando.
Pude sentir su hirviente sudor: oleadas de calor llegaron de su cuerpo a mis dedos, viajando por todos sus nervios, para regresar a él a través de mi boca, porque le estaba besando.
Luego, descendí para llegar a la espesa mata de pelo rizado, que se enroscaba en la base de la picha. El capullo dejó un toque de sudor en mi mejilla. Pero, decidí mantenerla alejada, erguida y gorda, presionando mis pulgares sobre la base. Luego, chupé y sorbí la tensa piel, debajo de la pilosidad de su pubis.
Me llené de pelos la boca, la lengua y hasta los dientes. Pero, ni siquiera me apercibí de ello, porque me encontraba muy cerca del centro, de la base de su fornida de hombre, demostrando que ya me había convertido en una experta en la felación. Estaba realizando toda una obra de arte, cuyo premio fue el disparo de semen... ¡Repentinamente, a mi dulce Alberto le asaltó un extraño reparo a bombardearme con su leche!
—¡No, no te contengas, esposo mío! ¡Quiero tragarme toda tu substancia que estoy a punto de extraer de tu bellísima picha!
—Exclamé, para dar un impulso lujurioso a nuestra relación.
Alberto ya no se frenó ni un segundo más. Abrió el dique mental que bloqueaba sus cojones, con lo que se proyectó en la riada de semen con unas violentas sacudidas... ¡Cielos, de qué manera me tragué todo el líquido denso, ardiente... y delicioso!
Pero, es que le hice mucho más: me entregué a lamer y a relamer su glande por espacio de unos cinco minutos, sin detenerme hasta que modelé, de nuevo, una potente erección de su polla. Después, me distancié un poco de su cuerpo, formé un puente con las columnas de mis muslos y le desafié con un tonillo de golfa:
—Tienes ahí una espléndida herramienta. ¿Serías capaz de follarme así como estamos ahora?
—Te juro que voy a intentarlo, Carmen... ¡Volcaré en ello todas mis fuerzas!
Antes de tomar cualquier otra decisión me terminó de quitar el picardías de seda blanca y transparente... ¡Y quedé sentada en su polla!
—Calma, no seas violento con tu mujercita, Alberto. ¡Te aseguro que disponemos de muchas horas sólo para nosotros! —chillé, aparentando que me sentía muy asustada.
Sin embargo, mi sonrisa angelical le estaba diciendo que yo me notaba a gusto, que acababa de ser calzada por una picha a mi medida. Y esto le animó a proseguir con sus nuevas acciones.
Bien sujeta por el cuerpo, con sus manos apretando por debajo de mis tetas, con lo que sus pulgares podían presionar los botones de mis pezones, comenzó a izarme levemente.
Sus glúteos se separaban de la cama, queriendo ayudar en las emboladas que me estaba ofreciendo. Sin embargo, le mostré mis habilidades, aprisionándosela con los músculos vaginales —me había desvirgado un año atrás, porque yo llevaba tomando la píldora desde los 17 años—. Y la frotación adquirió tal intensidad, que él me vio cómo me doblaba hacia delante, gozosa y riente, al mismo tiempo que anunciaba:
—¡Amor, amor... Me estás tratando como a una «chica mala»... Justo lo que necesita mi cuerpo...! ¡Eres un genio en esto como en la música...!
Le hice notar cómo ya me retorció allí arriba, comunicándole un sinfín de vibraciones a su capullo y a sus cojones. Puedo aseguraros que nuestros genitales se hallaban al rojo vivo... ¡De repente, él se vio regado por mis caldos espesos, calientes y deslizantes, que le cubrieron de «mermelada» la totalidad de su vástago y vistieron con una película pringosa la zona superior de su pelambrera.
—¡Carmen, nunca se cierra la fuente de tus orgasmos! — chilló, satisfecho.
—¡Es que tú dispones, amor, de lo mejor que puede encontrar una mujer!
Poco después, Alberto se cogió la polla con las dos manos y, como si fuera un pincel, comenzó a darme pasadas allí abajo. Sentí que podía enloquecer si no me la volvía a meter.
—¡Voy a metértela por el culo!
Yo no solté ni palabra. Quedé impresionada. Nunca se había atrevido a tanto. Pero afortunadamente, procedió a una lubricación meticulosa, artesanal. Con tanto amor y dedicación, que no me quedó más remedio que rendirme a la evidencia: si él lo quería... ¡yo también lo quería!
Su polla ardía y requería alivio. Luego de completar el ensalivamiento, se hundió en mi entrada trasera, deteniéndose apenas había introducido diez o doce centímetros de estaca.
Y como yo no podía esperar más, inicié el baile de las caderas y glúteos, aunque él me estaba sodomizando muy lentamente... ¡Aquel era mi Alberto, el amante que yo había soñado y que me prometía una vida apasionante! ¡Porque fui saltando de un orgasmo a otro!
Los primeros años de matrimonio fueron un auténtico carrusel de emociones y folladas inolvidables (Ninguna superior a la que he descrito). Pero, nuestra casa se hallaba abierta a todos los amigos que se reunían a desgrañar sus sueños de gloria.
A los tres años tuvimos una hija preciosa. Alberto no tenía ni un céntimo; pero yo era rica debido a que mi padre, antes de morir, dejó un gran capital en dinero, tierras y acciones.
Al cabo de veinte años muchas veces me pregunto dónde ha ido a parar toda aquella fortuna. Alberto siempre me criticaba por ser demasiado burguesa, y decía que el dinero envenenaba la vida; mientras, él lo empleaba para ayudar a un «joven talento» para que estudiase en el Conservatorio; con el fin de que nuestros amigos operasen en América a una de sus niñas; queriendo abrir una casa discográfica, que se hundió en dos años; etc., etc.
Ahora vivimos en una pequeña casa de alquiler, y yo trabajo como una desesperada para sacar adelante a mi familia. Mi marido compone sin cesar una música que nadie comprende. A la vez, me toca a mí mantener a todos con mi frustrante actividad de secretaria. Y he aprendido a callar. Sé de sobra que sus sueños no se realizarán nunca. A lo mejor es un Mozart incomprendido. ¡Quizás...!
Me callo por no herirle, y él nunca me pregunta de dónde sale ese dinero que nos permite vestir a nuestra hija, ir de vacaciones, organizar algunas de esas fiestas que a él le gustan tanto...
Por supuesto, a veces estallo. Le digo que si se decidiera a escribir alguna cancioncilla moderna podríamos llegar a fin de mes. Pero nunca le hablo de mis ansiedades, de mis preocupaciones por la chica que ya tiene diecisiete años y se siente distinta a sus amigas. En casa se ha educado para no ser competitiva, ya que no concede valor al dinero ni le gusta consumir. Hasta se siente culpable cuando lleva una blusa nueva.
Tengo cuarenta años y no quiero reconocerme como una mujer acabada. Este verano, casi delante de sus ojos, le traicioné con un hombre más joven que él. Un chico guapo y deportista. Y así he encontrado mi auténtica independencia interior —no se parecen a las folladas de aquellos mis primeros años con Alberto, pero me sirven para sentirme «deseada»—. Eso que me permite saber que soy tan válida como él, aunque jamás pueda considerarme una artista.
Por primera vez, desde que estamos juntos, comprendo que podría vivir sin Alberto. Aunque, desde luego, comprendo que amo desesperadamente a este muchacho de cincuenta y cinco años, egoísta y, a la vez, generoso. Siempre inclinado sobre su piano. Y capaz todavía de encender dentro de mí el deseo. Pues en mi cumpleaños siempre me regala flores o unas mariposas, que nunca he sabido de dónde las saca.
Carmen - Madrid
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