Salto al vacío

En casa de mis padres teníamos una criada que dormía cerca de mi cuarto, y otra que no lo hacía. Es decir, se iban turnando para no dejar sola a mi abuela. Yo debía haber cumplido los 18 años de edad cuando di comienzo a mis andaduras sexuales de alguna importancia. No voy a decir que tenía claras esas cuestiones.

Pero recuerdo que sentía una terrible curiosidad, de corte «científico», hacia un mundo que se me antojaba misterioso. Espiaba a todas las mujeres de mi pequeño círculo: criadas, vecinas, mi madre, etc., sin otro objeto que comprobar lo que les diferenciaba de mí.

Una de las pocas veces que me encontré solo en casa, exploré el cuarto de las criadas. Sin saber por qué la tensión que sentía casi se podía cortar con un cuchillo. Me faltaba la respiración y el pulso me temblaba. Investigué entre las sábanas, esperando encontrar algún indicio.

Cuando estábamos solos, las criadas y yo acostumbrábamos a jugar a las cartas. En un momento dado hacía caer el dinero, para así poder verles los muslos. Ellas lo sabían, por supuesto; pero lejos de protegerse de mis miradas abrían sus piernas entre risas, para que pudiera contemplar sus tangas. La excitación de aquellos momentos resulta difícil de explicar en pocas palabras.

Durante algún tiempo, mis incursiones al cuarto de las criadas se interrumpieron. La práctica masturbatoria ocupaba mi tiempo.

Volví a mis incursiones y una tarde, con los pantalones caídos, cogí uno de los tangas del cajón para masturbarme. En aquel momento, Ángela, la criada, entro en la habitación. No tuve tiempo de cubrir mi tiesa picha entre las manos, por lo inesperado y porque no cabía entre ellas.

—¿Qué estás haciendo? — preguntó.

Se acercó para subirme los pantalones, pues del susto no me movía. Al agacharse, como es natural, se dio bruces con mi picha. Sin tener conciencia de lo que estaba sucediendo, la dejaba. Sin embargo, al verla dirigir su boca hacia mi polla, instintivamente intenté retirarla por miedo a que me la arrancase.

No pude, pues ella me había agarrado del culo fuertemente para detenerme. En un momento hábil y certero se la introdujo hasta la garganta. Al hacer esto no pudo evitar toser. El suave aliento producido con esa reacción consiguió que mi verga tomase las dimensiones apropiadas.

La sensación que debía aguantar era tan fuerte, que debí realizar verdaderos esfuerzos por mantenerla en su boca. La situación era bien sencilla; ella trabajaba mi picha como si de un amante se tratara.

Ante mis continuos encogimientos, cada vez que arremetía contra mi polla, terminó por darse cuenta que debería cambiar la técnica mamatoria. Suavemente lamió mi maltratada verga. A partir de aquel momento fue todo como una seda. Al instante eyaculé en su boca. Succionó el semen hasta la última gota. Totalmente agotado, me dejó reposar en su cama. Ni que decir tiene que a partir de aquel día mis actitudes para con ella cambiaron como de la oscuridad a la luz.

Nuestras partidas de cartas tenían doble interés. Mientras las dos criadas jugaban encima de la mesa yo lo hacía debajo. Era fantástico sentarme en el suelo allí y jugar entre las piernas femeninas. Utilizaban como ligas una especie de cintas elásticas, que les rodeaban los muslos en su parte media.

Mi diversión favorita era bajar las ligas hasta las rodillas lo más suavemente posible, pues según decían era lo que más les agradaba. Metía la cabeza entre sus muslos y soplaba lo más cerca de sus bragas. No las veía, pero las oía dedicarme los halagos mas cariñosos hacia mi persona.

Así estaba jugando con sus muslos, cuando se levantaron las faldas y se bajaron las bragas. El espectáculo fue maravilloso. Las dos con sus coños al aire y medias y bragas por las rodillas. Con toda la rapidez que pude me fui de un muslo a otro. Al rato de estar así me indicaron que debía lamerles en los pelos y en la raja. Al principio me dio asco y me negué.

Pero por toda respuesta tuve un agarrón en la cabeza por las manos de una de ellas, la más hambrienta supongo. Sacando su culo hacia el borde de la silla hizo que metiese la boca en su chumino rezumante. Sus gemidos se hicieron alaridos de placer. Apretaban mi cara a su raja con tanta fuerza que casi perdí el conocimiento.

Fue un momento terrible; por un lado tenía su coño contra mi cara y los muslos rodeándome el cuello. Cuando apareció al orgasmo yo sucumbí físicamente. Me recostaron en el sofá. La otra no se hallaba dispuesta a quedarse sin su ración, y como yo no estaba en condiciones optó por su compañera.

Con la mano de una almirez le restregaba el coño a su amiga; mientras su boca mordía los pezones. Ante semejante panorama, mi verga volvió a tomar su posición erecta. Ellas, mientras tanto, estaban llegando a un calentamiento inconmensurable. Poseídas por el placer intentaron meterse la mano de almirez las dos a la vez.

Una postura muy forzada y el mango era tan corto que no pudieron llevar a buen término sus intenciones. Yo en todo ese tiempo había recuperado mis fuerzas y blandía una hermosa erección. Sin dudarlo un momento, se abalanzó sobre mí. Se sentó sobre mi polla y con no pocos esfuerzos conseguí ensartársela en lo más profundo de su coño.

Era la primera vez que poseía una mujer, por lo que en los primeros momentos sentí como un escozor. Esto sólo duró unos instantes. El intenso calor que hacía allí dentro me quemaba mi delicada picha. El placer fue tomando mi cuerpo con tanta rapidez, que cerrando los ojos me dejé ir en lo más profundo de su ser.

Días más tarde, la bella Ángela me miró con sus ojos luminosos, que daban a entender muchas cosas. Comprendí que se hallaba dispuesta a follar. Sin esperar más, empecé a desnudarme; mientras tanto, la otra me miraba con ansia. Nada más quitarme el slip, mi polla explotó vibrante y erecta frente a las mujeres.

—Ahora, chicas, empecemos por el principio —me escuché decir, un poco asombrado de mi mismo, sin dejar de acercarme a la cama.

Ángela no me lo hizo repetir, pues se tendió de una forma invitadora. La segunda criada la besó en la boca; a la vez, pude acercarme. Yo me mostraba hipnotizado por el fresco cuerpo, tan armonioso y provocativo, que no escapó a las manos de la otra, pues las dos estaban magreándose sin cesar.

La primera criada se contorsionó cuando yo empecé a tocar sus puntos más sensibles. La otra se quedó quieta, a pesar de que veía como su compañera se estremecía de placer. Y ésta yacía complacida bajo mis hambrientos dedos, que presionaban sus carnes. Esta lucha del sexo acabó por llevar a la segunda a masturbarse rabiosamente. Al mismo tiempo, Ángela aferraba mi tensa asta con una desbordante excitación.

Yo separé con mis brazos las piernas de ella y hundí mi rostro en su pubis. Mi lengua empezó a jugar en profundidad; mientras, con los dedos entre las nalgas, escarbaba en los más íntimos recovecos. Con lo que logré estremecerla y que empezara a gemir, porque se encontraba repleta de placer. Después, los dos nos unimos, jadeantes, sudorosos, como si fuéramos la misma persona: yo completamente dentro de ella.

La otra acusó un escalofrío que le produjo una excitación no sentida hasta entonces. Por eso continuó mirándonos, cuando ambos quedamos exhaustos. Luego, se acercó a mí, me llamó por mi nombre, como se hace en un deseo de liberación.

Y dejó que la abrazase, pegando mi boca a la suya, para sentir su lengua vagar entre mis dientes, y que mi mano descendiera entre sus muslos. Revivió nuevas vibraciones, que le impulsaron a dejarme actuar por mi cuenta. Buscó mi polla, que acarició.

Después de mordisquear uno de sus pezones, recorrí el cuerpo de la segunda criada con la lengua, hasta llegar a los muslos y al pubis. Hundí mi rostro en el tapiz de maravillosos ricitos rubios, y empecé a acariciarla y chuparla con un tacto y una destreza que yo mismo me sorprendí de poseer.

La criada dejó que le trabajase durante algunos minutos. El ritmo de mi ataque aumentó, y se contorsionó vencida por un nuevo y más auténtico placer. Gozaba gracias a mí.

Yo enloquecí ante el ardiente coño. Mi lengua presta a succionar el néctar; le acariciaba, sin dejar de masajear las carnosas nalgas. Y ella, queriendo participar más activamente en aquello, adoptó la posición del sesenta y nueve.

De esta forma comenzó para ambos la escalada del sexo. Su boca engulló mi polla, e iniciamos un frenético baile. Su lengua chupaba cada milímetro, hasta que la disparó a la mayor extensión.

Ángela observaba asombrada cómo yo nacía a una nueva vida erótica, en la que los tres nos hallábamos en el vértice del placer. Pues cada uno volcaba en el otro todo lo que llevaba dentro. La segunda se dejaba cabalgar por mí con los ojos cerrados, llorando y riendo; al mismo tiempo, me estrechaba contra ella, con una violencia que nunca creyó que podría poseer. Y, al final, ambas gritaron y gimieron; luego, exhaustos, nos quedamos inmóviles, con los rostros cansados.

Horas más tarde, Angela y yo reanudamos la diversión sexual. Dado que mi verga no había perdido la dureza. Ella no dejó de deslizarse sobre mi capullo; a la vez, yo adoptaba una posición que me permitiese jugar con sus tetas. Advertí de qué manera apretaba, deseando rompérmela o deshacerla en el interior de su gruta del paraíso. La leche volvió a ir llenando mi depósito, a la espera de la segunda eyaculación.

Y cuando mi criada favorita liberó un tremendo orgasmo, abandoné la penetración. Resultaba más estimulante. Le abrí las piernas al máximo, viendo cómo ella adivinaba la jugada, ya que empleó las dos manos para hacer más generosa la oferta de su coñazo: fruta de formas espléndidas, rezumante de jugos y en su sazón.

Como primera medida la punta de la lengua contra su erecto clítoris, absorbí los zumos que me llegaban a borbotones a los labios y utilicé los dedos de la mano derecha para presionar sobre el oro de su vello púbico.

No dejaba de castigar su clítoris con la punta de la lengua. Y sus cachas, que a cada instante se expandían más y más, me anunciaron que se hallaba en puertas de explosionar en una «corrida». De esta manera la coloqué cómodamente en la cama, ambos de lado, y ella mamando. La posición no nos impidió también, darnos un beso con las salivas hirviendo y toda la boca convertida en un horno de lujuria. Porque yo saltaba de una a otra oquedad en plan gimnástico.

Ya me encontraba bien situado entre sus piernas. Me coloqué en la posición de ataque, y rematé la faena de una manera extraordinaria. Este fue mi despertar sexual, gracias a dos criadas que me permitieron saltar al vacío de los orgasmos.

CARLOS - VALLADOLID


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