La ayuda de dos dedos
Desde que me puse ante un espejo de una forma consciente supe que yo no era un chico guapo. Mi pelo se quedaba tieso como el de un erizo, por lo que me veo obligado a llevarlo siempre tipo «militar», dispongo de una nariz demasiado gruesa y mi estatura es normal. Fue mi tía Venancia la que me dio las claves para convertirme en un tipo «resultón».
Tía Venancia se había cuidado de «desvirgarme», de hacerme un hombre. Me enseñó todo lo que debía saber en el terreno sexual. Siempre era muy sincera conmigo, no se andaba con rodeos. Si me tenía que soltar un grito o darme una bofetada, lo hacía con toda rapidez. De esta manera me explicó lo siguiente:
—Cariño, no hay un ser humano feo, a parte de los que sufren accidentes irreparables o nacen con deformaciones exageradas. Lo que importa es el aspecto, echar una «mano a la madre naturaleza».
—No te entiendo, tía.
—Es fácil, me refiero a que cambies de aspecto físico. Seguro que tú encontrarás la solución por tus propios medios. Prueba con varios recursos y ya verás cómo las cosas funcionan a la perfección.
—Así lo haré, tía.
Comencé por dejarme bigote y barba, que recorté de una forma que favorecía mis facciones y «achicaba» el tamaño de mi nariz. Lo del pelo tuvo su corrección llevando siempre una cierta elegancia. De esta manera fui empezando a ligar.
No me costó demasiado salir con las chicas. Nunca he sido un tío introvertido. Le eché cara al asunto, basándome en el hecho de que «si una te dice que no, seguramente que encontrarás otra que te dirá que sí». Por otra parte, dispongo de un repertorio sexual muy amplio, lo que me permite retener algún tiempo a las chavalas que me follo.
Todas con las que fui saliendo me dejaron un buen recuerdo, y de algunas me enamoré. Nunca con la idea de casarnos.
El matrimonio me repeluzna más que el agua a los gatos. Conocí a Esperanza el verano pasado. Nos gustamos en la playa, y aquella noche ya nos acostamos.
Le había metido mano sobre la arena, y encontré una respuesta bastante amplia. Cerraba los ojos, jadeaba un poco y me permitía llegar donde yo quería. Lo mejor era que resultaba espléndida, hermosísima y disponía de unas tetas suculentas. Un verdadero regalo para cualquier hombre. Le hice de todo, cubriendo cada fase de la erotización con una precisión de deportista que pretende batir una plusmarca nacional.
Y cuando se la metí, encontré un coño abierto, de fácil acceso, pero que no estaba nada lubricado. Por mucho que me empeñé en proporcionarla el orgasmo todo resultó imposible. Me tropecé con una pared natural, que me negué a aceptar.
Mi sorpresa resultó terrible. Después de la primera impresión, fan favorable, el rechazo que estaba obteniendo me dejó chafadísimo. Pero no me desanimé. Tenía que encontrar la solución por mis propios medios. Y continué insistiendo tenazmente.
Yo había oído hablar de las mujeres frígidas. Pero sabía que Esperanza no lo era. De repente vino a mi memoria la frase de mi tía Venancia: «echar una mano a la madre Naturaleza». Con esta idea me humedecí con saliva los dedos índice y corazón de la mano derecha, que empleé para masturbar la zona que rodea el clítoris. Ella me lo permitió, impasible.
Atrapé el clítoris con los dos dedos, a la manera de una pinza. Con la que tiré hacia abajo, en plan de ordenamiento. Froté con intensidad, de una forma pausada y mirándola directamente a los ojos. No me parecía flaquear. Seguí porque yo sí que me notaba excitadísimo.
Momentos después de la situación cambié de una forma radical. Su clítoris se disparó, comenzó a jadear y abrazarse a mí. Y ya me decidí a meterle la polla sin retirar los dos dedos, en un esfuerzo conjunto que a ella le desencadenó una especie de meada. Se le acababa de romper el dique que frenaba sus orgasmos. Ya dejó de estar bloqueada y gozó hasta que las lágrimas inundaron sus ojos.
La follada la inicié con gran entusiasmo. Contaba con todas las bazas para disfrutar de una sesión extraordinaria. Esperanza se entregó a mí abiertamente, como si ante ella se hubiera abierto un mundo nuevo. En realidad esto era lo que había sucedido. A pesar de estar desvirgada, todo lo que siguió le supo a nuevo.
Como una yegua que no hubiese creído en la posibilidad de obtener victoria en un «derby», el hecho de salir de su error le enloqueció...
La atrapé por la cintura y la sujeté apretada a mí. Me rodeó el cuello con sus brazos y sus tetas se clavaron en mi piel. Comencé a besarlas, hasta que conseguí aprisionar uno de sus pezones entre mis dientes. Alcé una mano y me sujeté a la cabecera de la cama, para permitirme actuar con comodidad.
La liberé la cintura y, sin soltarle el pezón, le seguí trabajando el coño. Esperanza apretó un poco las piernas; pero, luego, me dejó hacer. Solté el pezón, las rodillas; luego, fui subiendo lentamente por la parte interior del muslo. Nada más llegar al pubis, deslicé la lengua entre los labios abiertos como los pétalos de una flor.
Finalmente, conseguí volver al clítoris, y me entretuve en cada una de las ondulaciones del sedoso forro. Me entretuve con avidez. Ella me respondió con un espasmo y unas pequeñas contracciones, que acompañé con los movimientos de mi lengua.
De pronto, mi polla comenzó a internarse entre sus piernas. Estiré un poco el brazo y conseguí sin esfuerzo separar los pétalos coralinos. Una humedad densa, oleosa me recibió cuando acomodé allí la punta. Me clavé en ella tan sólo unos milímetros; pero volvió a cerrar las piernas, a apretarme entre ellas, a no dejarme mover. Estaba muy juguetona.
Pero las abrió y me las colocó alrededor de la cintura. Bajó uno de sus brazos y tomó mi verga firmemente guiándome. A medida que me fui introduciendo en ella, escalofríos sucesivos recorrieron su piel.
—¿Ves? —musitó a mi oído—. ¡Estoy bien dispuesta!
Comencé a trabajarle con todo, especialmente con los dedos, desaforadamente. Sentí la segregación lechosa y continué. Jadeante, ella me miró con desesperación.
—Intentémoslo de nuevo — imploró fuera de sí.
Volvimos a acomodarnos. Me introduje en ella rápida y eficazmente. En aquella ocasión no dejé de emplear el índice y el pulgar, como los demás recursos.
—¡Ahora sí! —susurró, cerrando los ojos y dejando caer su cabeza sobre mi hombro.
Sentí los talones de sus pies clavados en mis nalgas, y su presión se hizo tan intensa que temí quedar con cardenales.
- Estoy pensando en tu frialdad - bromeé
- ¡Olvídate de eso! ¡Piensa en mí! ¡Apriétame ahora! - rugió entre dientes.
El largo estallido quebró su voz. Se quedó entre mis brazos como desmayada.
- ¡Eso es! - ¡me dijo! -. No te salgas aún... quiero sentirte...
La presión de sus talones en mis nalgas comenzó a aflojarse. Se echó hacia atrás y se separó unos centímetros. Parecía como si estuviera pensando algo, como si intentara tomar una decisión.
Finalmente, me guardó la polla en su boca.
Su pequeña lengua, jugosa, comenzó a recorrer los pliegues de mi piel. Pero tenía poca experiencia. Volví a colocársela entre las piernas y ella me abrazó. Un segundo y escuché su quejido lastimero. No me arrepentí de haber sido tan brusco. No podía dejar de empujar. Su lamento resultó complaciente, anhelante. Deslicé mi lengua por su cuello como una serpiente. Se retorció.
Sus contorsiones se hicieron tan violentas, sus sacudidas tan impetuosas, que yo empecé a moverme como sorprendido por una tempestad. De pronto, todos los músculos de su cuerpo se crisparon en un largo escalofrío, hondo, animal que le hizo vibrar en una convulsión. Yo le acompañé en el orgasmo...
—Perdóname por haber llorado al principio, Celso —se disculpó, intentando sonreír—.
Quizá sea la fuerza de la costumbre. Me he acostado con muchos hombres, siempre esperando que alguno me «curase» de la imposibilidad de orgasmear cuando me follan. Casi todos ni cayeron en la cuenta de lo que me sucedía a mí porque iban a por lo suyo. Pero algunos, los que se tenían por machos, me pegaron fuerte al comprobar que yo no les respondía. Me pegaban hasta hacerme follar... ¡Desde hoy sé que todo será muy distinto! Tú has conseguido devolverme la confianza en mí misma. Si no hubieras insistido al ver que yo no te respondía, jamás habría sabido que era capaz de gozar y de proporcionar placer. ¡Ha sido extraordinario!
—Gracias a la ayuda de dos dedos, cariño. ¡Siempre hay que «echar una mano a la madre Naturaleza»! Eso me lo decía tía Venancia, una maravillosa mujer que un día conocerás. ¡Estoy convencido de que os gustaréis!
—Debe ser una persona muy interesante.
Ya le estaba titilando el clítoris, animado por las muestras que Esperanza daba para que la volviese a follar. Me encantaba repetir. Los dos nos hallábamos en forma...
Ya no retuvo el deseo de engullirse mi polla. A la que concedió un tratamiento de «alteza real» la mordisqueó, la besó a todo lo largo de la gruesa vena, la succionó en la salida de la uretra y le dedicó una serie de pellizquitos labiales sobre toda la gigantesca y amoratada bellota.
Me puso tan burro que la mamé el coño. El poder lubricante de mi saliva a Esperanza le pareció tan distinto. Mis últimos pases los dediqué a su culo. Seguidamente, ella me ofreció las posibilidades de metérsela desde atrás. Pero no se la clavé del todo. Disfrutamos de nuevo, casi sin pausa. Al poco tiempo, nos notamos un poco agotados, debido a la posición que no se había alterado en todo el juego sexual.
Nos tendimos el uno al lado del otro. Mi polla estaba alojada entre sus piernas, brindándole la sensación de que era algo vivo, porque yo hacía mover los músculos inferiores que repercutían en sus orgasmos.
Miles de escalofríos nos inundaron. Esto no pudo impedirnos contemplar en silencio nuestros genitales. Y yo jugué de nuevo con la excitación del clítoris empleando los dos dedos y la lengua. Todo fue una pura delicia. Ella misma incrementó su deseo sobándose las tetas, cuyos pezones seguían mostrándose totalmente erectos... ¡Era completamente sexual, gracias a la «madre Naturaleza»!
Seguimos saliendo de una forma espaciada. Soledad tiene sus propios ligues y yo los míos. Es una chavala agradecida, y yo un tío «resultón» que se siente orgulloso de su buena obra.
CELSO - ALICANTE
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