Las confidencias de Nancy

Para una puta, un japonés es el hombre ideal. Mi coño se ha tirado a más de cien japoneses, así que puedo hablar por experiencia. Los japoneses llegan, sonríen de esa extraña manera, concretan lo del dinero y te vas con ellos al hotel. Son limpios, rápidos. Casi visto y no visto. No te dan la paliza como los españoles, o como los alemanes.

Por lo general, el tío más paliza del mundo es un americano que le ha dado al whisky. Después, el español que presume de don Juan.

Pero con el japonés de la otra noche me llevé una sorpresa. Tenía la misma sonrisa, las mismas maneras delicadas, obsequiosas. Sabía un español macarrónico y eso me sorprendió, cuando se acercó a mí, en el bar.

Me preguntó lo de la pasta.

—Doscientos —le dije yo.

Al cabo de dos segundos que tardó en pensar, quizá secretamente asombrado, me dijo:

-¿2oo €?

—Dólares, cariño... Dólares...

—Ah, comprendo...

Volvió a pensarlo otros dos segundos y me dijo:

—Okey, okey.

Mientras terminábamos la copa, le pregunté sobre su español macarrónico, y me explicó que había estado unos meses en Argentina. Trabajaba en algo de automóviles, no sé en qué cosa.

Era la primera vez que veía a un japonés de visita en España irse de putas solo. Todos los japoneses que me he tirado van de dos en dos, o en grupos más numerosos. Y como os decía, llegan, se lavan, la meten y se corren.

Pero este era un japonés imprevisto.

En cuanto llegamos al hotel, me dio los doscientos dólares. Volvió a sonreír misteriosamente. Me acarició las tetas con elegancia. Los españoles las soban. Los alemanes las maltratan. Los americanos borrachos las destrozan.

—¿Tú tener muchos pelos en tu concha? —me preguntó, de pronto.

Deduje que se refería a mi coño. Más tarde me enteré que en Argentina, al coño le llaman concha. Una manía.

—Sí, darling... Yo soy muy peluda... ¿No te gustan las conchas peludas?

—Oh, sí... Gustarme mucho. No gustarme las conchas calvas... Enséñame, por favor.

Me bajé los pantalones, que no fue fácil. El japonés se retiró un par de metros de donde yo estaba. Me bajé las braguitas. Mi coño quedó al aire.

Me di cuenta de que el bulto de los pantalones le aumentaba.

—¿Pasamos al cuarto de baño? —dije yo.

Primero pasó él, y salió desnudo, con sus ropas en la mano. Yo también salí desnuda.

Estaba en la cama. Tenía la picha bien empinada. Cuando me tumbé junto a él, me dijo:

—Tú hacerme feliz a mí y yo hacerte feliz a ti... ¿Okey?

—Okey, cariño...

Me puse a chuparle la polla. El tío ronroneaba como los gatos. Pero no había señales de corrida. Al cabo de diez minutos, me dijo:

—Tú tetas y concha por mi cuerpo... Recorrer todo mi cuerpo... Ser mucho erótico para mí...

Así que me puse a acariciarle con las tetas y las manos, y con la pelambre. El hijo puta tenía algo. No sé. Algo. Quizá era la manera como me acariciaba. Hacía algo con los dedos, muy suave. Empecé a ponerme cachonda. No es que me fuese a correr, sólo que me gustaba como acariciaba el cabrón del japonés.

Había transcurrido media hora. Mucho más de lo previsto. El tío me dijo:

—Yo ser muy feliz... ¿Tú ser feliz?

—Claro, darling... Yo ser muy feliz...

Entonces empezó a hacérmelo. Por mi madre os digo que a mí, ningún japonés me ha comido el coño. Ya os he contado, son vertiginosos. Llegan, la meten y se corren. Pero este cabrón, empezó a comérmelo con la misma delicadeza que si hiciese computadoras en miniatura. Me hizo poner en varias posiciones y me metía la lengua con una sabiduría que seguramente le habían enseñado sus dioses. Porque no era una lengua con lo que me lamía el coño por dentro. Eran como tres o cuatro lenguas. Y me hacía algo en el clítoris con la punta de la lengua, de las tres o cuatro lenguas, y con los labios. Algo que todavía no me explico del todo. Quise contenerme, pero os juro que no pude. Y él se dio cuenta. Me corrí. En su boca. Me corrí en su boca con un placer que no había sentido en mi vida.

Cuando me aparté, él dijo:

—¿Tú ser feliz?

—Yo, ser feliz... Ahora yo hacerte feliz a ti...

—No... Yo ser feliz si tú no tener prisa en mi eyaculación...

Quería verme las tetas colgando, el muy cabrón. Tuve que ponerme encima de él, pero con los brazos apoyados en la cama, estirados, de manera que quedase la suficiente distancia entre sus ojos y mis tetas.

—Yo ser feliz —murmuró en una ocasión.

Me sacó de la cama, mientras yo contenía mi corrida. Me hizo apoyar las manos, y quedarme con el culo levantado. El cabrón se puso tras de mí. Pensé que me iba a dar por el culo. Definitivamente, era un japonés diferente. Pero no. Me metió la polla en el coño, sólo que desde la parte de atrás.

Dentro del coño, su polla parecía mucho más grande. Se inclinaba hacia atrás, hacía cosas que eran como equilibrios. Pero no se corría. Empezó a darme gusto la polla.

El cabrón seguía con su polla empinada, reluciente, mirándome como un guerrero.

—Yo ser feliz... —dijo.

Desde luego, tenía obsesión por la felicidad. Pero ya había transcurrido casi una hora, así que me propuse que el maricón se corriese de una vez. Me incorporé, me quedé sentada al borde de la cama, le tomé la polla y me la metí en la boca. Me sabía, claro, a mi propio coño. Pasaron los minutos y no había señales de corrida. Dejé de chupar y le miré.

—Yo placer con tu mano —me dijo—. Luego, tú hacerlo con tu boca y ya final. ¿Okey?

Se sentó. Me cogió una mano y se la llevó a la polla. Estaba claro. Era de los que sólo se corrían cuando se la meneabas. Cabronazo, podía haberlo dicho antes. Le hice una hermosa paja. Y tuvo una buena corrida. Cuando dejó de manar, seguí acariciándosela unos segundos y luego hice intención de levantarme. Pero el japonés me agarró del cuello. No es que me hiciese daño según me agarraba. Pero noté que podía hacerme mucho daño con sus delicadas manos. Era como si pudiese partírmelo.

—Tú, ahora, con la boca... Cuando pene se ponga normal, final... ¿Okey?

Volví a chupársela, claro. Mi temor era que se le pusiese nuevamente tiesa, así que le hice un trabajo simple. Poco a poco, su polla bajaba de volumen.

Se separó.

—Yo feliz... —dijo—. Y me sonrió otra vez como si fuera un japonés de las películas.

Se fue al cuarto de baño. Cuando regresó a la habitación, me dispuse a entrar yo para lavarme. Pero el hijo puta me retuvo.

—Yo marchar —dijo—. Tú esperar a que yo me vista...

Se vistió. Luego se acercó a mí, me tomó una mano y me la besó gentilmente, como si aquello fuese una fiesta aristocrática.

Le acompañé hasta la puerta y luego me metí en el cuarto de baño.

 

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