Relaciones alimenticias
El día que conocí a Hugo ni remotamente pude supone que iba a cambiar el concepto que yo tenía de lo sexual. Soy una mujer de sesenta años y todos mis patrones respecto al gusto, la pasión y el deseo ya estaban perfectamente dibujados. Sabía lo que quería y procuraba conseguirlo de la manera más civilizada.
Cuando se lleva muchos años manteniendo una cierta rutina, especialmente en las cuestiones sexuales, difícilmente le entra a una en la cabeza que las cosas vayan a cambiar de la noche a la mañana. Las mujeres mayores nos vemos obligadas a dejar de creer en los «milagritos». Eso sólo puede ocurrirles a las jóvenes.
Me quedé viuda hace doce años, tengo dos hijos y seis nietos. Pero vivo sola. Bueno, en ocasiones me traen a los pequeños para que estén conmigo una temporada. Reconozco que se pasan últimamente. Por el más mínimo motivo los dejan conmigo, para así disponer de mayor libertad de movimientos.
Al principio me quejaba sensiblemente. Pero, como tengo unos nietos tan preciosos, acababa por claudicar. Luego, mis hijos ya ni se molestaban en disculparse. Aparcaban a los niños en mi casa y se largaban a divertirse el fin de semana.
Volviendo al tema de Hugo, os diré que es cocinero. A mí me parece el mejor de la ciudad. Su especialidad es la confitería. Y como soy tan golosa me enamoré de él. Pronto empezamos a chingar más en mi dormitorio que en el suyo. Recuerdo que para nuestro cuarto encuentro vino cargado con una caja de dulces, cuyo contenido no me quiso enseñar. Dijo que lo reservaba para cuando estuviéramos en el dormitorio.
Dos de mis nietos se encontraban en casa, pero no me preocupé por ellos ya que jugaban muy entretenidos con su PlayStation...
Verme desnuda y abrir la caja fue todo una cosa. Sacó una galleta de coco, fresa y chocolate y me la encajó en el coño. Note una sensación de lo más suave, que se fue haciendo violenta, restregona y convulsiva a medida que Hugo iba comiéndose el dulce.
La presión sobre el clítoris me llevó al séptimo cielo. Y más alto ascendí, porque era posible, cuando él se encargó de lamer, mamar y sorber toda la pasta pegada a mi pelambrera y a mis grandes labios. No paró hasta haberse comido seis galletas distintas. Entonces, cogió unas cuantas rosquillas grandes y, de dos en dos, se las fue colocando en el pijo.
—¿Qué haces, chalado? —le pregunté, lujuriosa perdida.
—Creí que no haría falta explicártelo —bromeó, mostrando su falo adornado de la manera de un palo de pastelería.
—Eres un golfo de marca mayor.
—Y tú una cachonda que estaba necesitando algo como lo que a mí se me ha ocurrido, ¿verdad, Teodora?
No tuvo necesidad de decirme lo que debía hacer. Devoré aquella delicia, al mismo tiempo que le dedicaba una felación de campeonato. Compartimos una relación alimenticia que rompió todos mis esquemas sexuales preestablecidos, convenciéndome de que en las cosas humanas nunca existen límites ni fronteras.
Se había producido el «gran milagro», lo inesperado para una mujer de 60 años. Por este motivo no me importó buscar la follada tradicional, sabiendo que Hugo seguiría comportándose como un amante excepcional. Y no me defraudó. Estaba visto que poseía las energías y la fantasía de un colegial.
Mi cocinero se arrodilló en el suelo, igual que si me estuviera rindiendo pleitesía. Llevó sus dos manos a mi coño, dando idea de que deseaba comprobar si todavía quedaban restos de dulce y de esperma. Luego, me lo limpió a lengüetazos, ávidamente. Los dos actuábamos como hambrientos de sexo, que jamás pudiéramos vernos hartos.
Yo volví a cebarme en su polla: besándola, lamiéndola, frotando los cojones, y trabajándola para que recuperase todo su vigor. Tardé un poco en conseguirlo.
En seguida, él recogió el relevo. Fue bajando más y más, hasta que volvió a llevar sus manos a mi coño; a la vez, me titilaba los pezones, animado por mis suspiros. Sus dedos vigorosos pasaron suavemente por el borde de mis grandes labios, estremeciéndome. Acusé una sensación de desmayo. Porque con el corazón y el anular me estaba efectuando una penetración. Y, de pronto, se detuvo.
—Dime, tesoro, ¿cuántos polvos serías capaz de aguantar?
—Un montón, siempre que los animes con esa confitería. ¡Una vez terminado el dulce, me han entrado unas ganas terribles!
Los dos seguimos en el mismo lugar. En un momento muy conveniente, él comenzó a recorrer toda la entrada de mi coño; pero reservó el pulgar para encontrar la posición del clítoris. Al localizarlo, el roce, me provocó un impresionante respingo.
—¡Eres como un barril de pólvora que hubiese perdido, en un reguero, parte de su contenido ¡acerco la cerilla de mis caricias... y entras en convulsión, mi reina! —bromeó Hugo, cada vez más cachondo y caliente.
—Es que siento como una especie de electricidad.
—¿Quieres que te convierta en un generador eléctrico?
—Sí.
Sabía perfectamente dónde tenía que acariciarme. Pero no hizo ningún intento de meter sus dedos a fondo. Por el contrario, me dejó notar que sólo quería, de momento, recorrer la superficie, totalmente empadada, de la puerta de mi chumino.
Esto me llevó a valorar sus dedos igual que si fueran de seda, pese a que con cada roce se iba aumentando mi deseo sexual. Por lo demás, aquellas presiones iban llevando mis jugos por todos los lugares, y ya tenía la zona completamente lubricada y repleta de hirvientes sensaciones.
Con el pulgar continuaba brindándome caricias muy suaves en el clítoris. Me pareció que mi cabeza empezaba a girar, porque aquel dedo maravilloso de Hugo me estaba provocando otro tremendo orgasmo.
Lentamente mi respiración se fue calmando, y me desapareció la sensación de que la cabeza me giraba. Pero me hallaba tan embebida en lo que experimentaba que, al recuperar el sentido de la realidad, me di cuenta de que él se hallaba dispuesto a volverme a follar.
El cocinero golosón me empujó violentamente para montarme en una posición de contorsionista. Pero no me penetró de un modo feroz o agresivo. Con la polla en las manos se dedicó a darme unas pasadas, abriendo los labios del coño con su glande.
En una reacción de felicidad, yo amplié el arco de mis piernas, apoyando los hombros en la colcha todo lo que pude, queriendo obligarle a darme más de lo suyo. Todo se hallaba mojado, y mi macho ya iba buscando la entrada del paraíso. Sólo me metió el capullo. Fue una nueva y enriquecedora experiencia, porque algo que no era mío, un cuerpo jamás extraño, tan deseado, se abrió paso entre mis carnes.
Contuve la respiración, porque ya él me estaba bombeando. Pero con unos cuantos empujones de gozo avanzó un poco más. Sentí la carne en mi interior. Sólo llegó hasta el lugar en el que encontró un poco de resistencia, porque yo estaba apretando con fuerza las piernas, en el hábil juego de conseguir que la follada se hiciera en un espacio más estrecho.
—¡Eres una maestra... como una gimnasta del sexo...! ¡Siento que me estás abrazando la polla con la esponja que tienes en el interior del chumino... Fenomenal... Extraordinariooo...!
Empujó con fuerza. Su picha entró un poco más, y sentí una presión agudísima. Escuché su voz diciéndome cosas muy hermosas:
—¡Princesa, cuantas más veces te amo... más lo deseas! ¡Tu foso celestial es como una cueva sin fondo... capaz de proporcionarme la mayor felicidad...! ¡Ahora mismo... te dejarías morir por brindarme el mayor placer...!
—¡Sí, sí... Dámela toda...!
¡Quiere más, más...!
Su polla ya había cruzado la barrera, y las sensaciones más endemoniadamente abrasadoras me habían penetrado en todo el aparato sexual. De modo que mis ansias de ser follada quedaron sumergidas en toda aquella inmensa ola de dicha.
Por eso participé en el acto con la plenitud de mi ser. Apoyé los hombros del macho, agitando las caderas, para ir gozando mejor de las penetraciones. Estreché el coño en el momento que él retiraba su picha, ya que iba a volver a entrarme.
Este juego real era delicioso, cachondísimo, al estar cargado de tantas sensaciones. Me noté como una mujer que disfrutaba de su plenitud, dado que Hugo se movía con suavidad. Pero las penetraciones me llegaban hasta lo más hondo.
Sin que se agotara el hambre de los dos, nuestras emociones se dirigieron a lograr algo que sabíamos muy bien lo que era. Y nos fundimos en las emboladas que él dirigía, cuya polla, tiesa y muy lubricada, de cuando en cuando rozaba mi clítoris, disparándome los chispazos de un placer sexual tan conocido por mí, pero que siempre me sabía a algo muy nuevo.
En el momento exacto, cruzó por mi pensamiento un impulso irreal, porque me pareció que Hugo se salía de mi cuerpo. Pero regresó a mí. Disfruté de la evidencia de que un hombre me estaba jodiendo: mi amante.
—¡Así, mi reina! ¡Hazlo como tú sabes... sin dejar de moverte!
—¡Claro, confitero! ¡Tenía tanta hambre de orgasmos... que estaba a punto de enloquecer...! ¡Pero ya lo poseo todo... Aaaaahhh!
Algo se había formado en mi interior, que me puso como la caldera de un vapor de tren a toda velocidad. Y supe que iba a reventar, porque mis ahogos eran similares a los que se sienten cuando se lleva mucho tiempo debajo del agua.
—¡Adelante, Teodora! ¡Mi polla es toda tuya... Sólo tuya...!
Supe perfectamente lo que me quería decir. Los goces continuaron creciendo en mi columna vertebral. Y por todo mi cuerpo corrieron chispas de electricidad, de un deseo que me estremeció por entero. Me sentí invadida por una ola de placer sexual, que me sepultaba en un océano de gozada final.
Y cuando ya volvía a la realidad, me invadió otra ola gigantesca. Hugo eyaculó en mí, arrastrándome con su abrazo. Luego, se retiró a un lado de la cama y yo cerré los ojos. Necesitaba descansar. Repentinamente, escuché un «froc, froc» suave, que iba en aumento. Reconocí el sonido. Por eso volví la cabeza y le pregunté.
—Seguro que has tomado un afrodisíaco, ¡porque es imposible que tengas ganas de meneártela después de echar tres polvos en menos de hora y media! ¡Si tienes cincuenta y cinco años!
—Recuerda que llevábamos más de dos semanas sin joder.
Su polla ya se exhibía totalmente erecta, con el capullo brillante por la reciente corrida. Me pareció más guapo que nunca: un semidiós erótico llegado a mi casa para llenarme el coño de fuego y de dulces. Sin embargo, en el momento que me disponía a volver a sacar provecho de aquel prodigio de la naturaleza, me acordé de mis nietos...
Entonces me fijé en que la puerta de la habitación estaba entreabierta. Pero no le concedí importancia. Los dos nos fuimos a la cocina. Le preparé un café y, nada más que se lo terminó, le acompañé hasta la puerta. Al día siguiente, repetimos la operación, en el salón y con toda la casa para nosotros.
TEODORA - LA CORUÑA
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